Del libro: "Emma
Goldman’s anarchism and other essays". Second revised edition. New
York & London:
Mother Earth Publishing Association, 1911. Pp:233-245.
Existe un
concepto generalizado acerca del matrimonio y el amor, y es que son sinónimos,
que surgen por los mismos motivos o causas y cubren las mismas necesidades
humanas. Como muchos de los pareceres del sentido común, éste no descansa sobre
hechos reales, sino sobre supersticiones.
Matrimonio y amor
no tienen nada en común; están tan lejos el uno del otro como los dos polos;
son, en realidad, antagonistas. Sin duda hay algunos matrimonios que han sido
resultado del amor. No tanto porque el amor pueda imponerse sólo a través del
matrimonio, sino más bien porque son pocos quienes pueden liberarse por
completo de la norma establecida. Existe hoy en día un gran número de mujeres y
hombres para quienes el matrimonio no es nada más que una absurda comedia a la
que se someten en aras de la opinión pública. De cualquier modo, si bien es
cierto que algunos matrimonios están basados en el amor, y siendo igualmente
cierto que en algunos casos el amor se prolonga en la vida matrimonial, yo
sostengo que lo hace a pesar de, y no gracias a, el matrimonio.
Por otro lado, es
totalmente falso que el amor sea consecuencia del matrimonio. En alguna rara
ocasión llega a nuestros oídos el caso milagroso de una pareja de casados que
se enamora después del matrimonio, pero si nos remitimos a una mirada detenida,
encontraremos que se trata de una mera adaptación a lo inevitable. Ciertamente
el acostumbramiento del uno al otro está muy lejos de la espontaneidad,
intensidad y belleza del amor, sin las cuales la intimidad del matrimonio debe
resultar degradante tanto para la mujer como para el hombre.
El matrimonio es
ante todo un arreglo económico, un contrato de seguros, que sólo se distingue
de un contrato normal de seguro de vida en que obliga más y exige más. Sus
beneficios son insignificantemente pequeños si se los compara con la inversión
hecha. Al contratar una póliza de seguros, pagamos por ella, quedando siempre
en libertad de interrumpir los pagos. Sin embargo, si la prima de una mujer es
un marido, ella tendrá que pagar por esa prima con su nombre, su privacidad, su
autoestima, su vida misma, "hasta que la muerte los separe". Más aún,
el seguro matrimonial la condena a una dependencia de por vida, al parasitismo,
a la completa inutilidad, tanto individual como social. También el hombre paga
su peaje, pero como su mundo es más amplio, el matrimonio no lo limita tanto
como a la mujer. Siente
sus grilletes más que nada en el aspecto económico.
Las palabras de
Dante sobre el Infierno se aplican con igual fuerza al matrimonio: "Aquél
que entra aquí deja atrás toda esperanza".
Que el matrimonio
es un fracaso es algo que nadie, excepto los más obtusos, podría negar. Basta
echar una mirada sobre las estadísticas de divorcio para darnos cuenta de cuán
amargo puede ser realmente un matrimonio fracasado. Ni podrá hacerlo tampoco el
estereotipado y filisteo argumento de que la permisividad de las leyes de
divorcio y la creciente libertad de la mujer justifican el hecho de que: primero,
uno de cada doce matrimonios termina en divorcio; segundo, desde 1870 los
divorcios han aumentado de 28 a
73 por cada cien mil personas; tercero, que desde 1867, el adulterio, como
motivo de divorcio, se ha incrementado 270,8 por ciento; cuarto, que el abandono
conyugal se incrementó en 369,8 por ciento.
Súmese a estos
alarmantes trazos iniciales todo un vasto acopio de material, dramático y
literario, que aclara aún más este tema. Robert Herrich en Together [Juntos],
Pinedo en Mid-Channel [En medio del canal], Eugene Walter en Paid
in Full [Pagado en su totalidad], y muchísimos otros escritores que
examinan la esterilidad, la monotonía, la sordidez, la insuficiencia del
matrimonio como elemento de comprensión y armonía.
El estudioso de
lo social que reflexione no se conformará con la superficialidad vulgar de la
justificación para este fenómeno. Tendrá que profundizar muchísimo en las vidas
mismas de los sexos para saber por qué el matrimonio resulta ser tan
desastroso.
Edward Carpenter
dice que detrás de cada matrimonio está el entorno, de toda una vida, de los
dos sexos; entornos tan distintos entre ellos que el hombre y la mujer tendrán
que seguir siendo extraños. Separados por una insalvable muralla de
supersticiones, costumbres y hábitos, el matrimonio no tiene la potencialidad
de desarrollar el conocimiento mutuo y el respeto por el otro, sin los cuales
toda unión está condenada al fracaso.
Henrik Ibsen, que
detestaba toda simulación social, fue probablemente, el primero en darse cuenta
de esta gran verdad. Nora abandona a su esposo, no porque esté cansada de sus
responsabilidades ni porque sienta la necesidad de reivindicar los derechos de
la mujer -como lo diría una crítica torpe e inepta-, sino porque se hace
consciente de que durante ocho años ha vivido con un desconocido y ha parido
sus hijos. ¿Puede haber algo más humillante, más degradante que una proximidad
de por vida entre dos desconocidos? Nada necesita saber la mujer del hombre,
excepto sus ingresos. En cuanto al conocimiento de la mujer --¿es que hay que
conocer algo, aparte de su agradable apariencia? No hemos superado aún el mito
teológico sobre la carencia de alma de la mujer, donde ella es un mero apéndice
del hombre, sacada de su costilla para beneficio del señor, un señor con tanta
fortaleza que temía a su propia sombra.
Tal vez la baja
calidad del material del cual proviene la mujer sea responsable de su
inferioridad. De cualquier modo, la mujer no tiene alma…¿qué hay que saber
sobre ella? Además, mientras menos alma tenga una mujer, mayores serán sus
activos como esposa y más fácilmente se asimilará a su marido. Es esta
esclavitud resignada a la superioridad del hombre la que ha mantenido la
institución conyugal aparentemente intacta por tanto tiempo. Ahora que la mujer
está haciéndose dueña de sí misma, ahora que se está tomando a sí misma como
ser independiente de la gracia de su dueño, la sagrada institución del
matrimonio se ve gradualmente minada, y no habrá lamento sentimentaloide alguno
que pueda mantenerla en pie.
Prácticamente
desde su misma infancia se le dirá a cualquier niña común y corriente que el
matrimonio ha de ser su objetivo final, y por eso, su preparación y educación
irán directamente enfocadas a esa meta. Así como a la callada bestia se la
engorda para el matadero, a ella se la preparará para eso. Pero, extrañamente,
se le permitirá saber mucho menos de su función como madre y esposa que lo que
sabe el artesano más común de su oficio. Es indecente y asqueroso que una chica
respetable sepa algo de la relación marital. Ah, cuánta inconsistencia en la
respetabilidad, que necesita de los votos matrimoniales para transformar algo
asqueroso en el más puro y sagrado acuerdo, al que nadie osaría cuestionar o
criticar. Sin embargo, esa es exactamente la actitud del defensor promedio de
la institución matrimonial. La futura esposa y madre, preservada en una
ignorancia completa de aquello donde radica su único valor en el campo
competitivo, …el sexo. De este modo, entra en una relación con un hombre,
relación que durará toda la vida, sólo para encontrar que se siente
conmocionada, disgustada y ofendida más allá de todo límite, por el más natural
y saludable de los instintos, el sexo. Valga decir que un gran porcentaje de la
infelicidad, tristeza, angustia y sufrimiento físico que se padecen en el
matrimonio se debe a una ignorancia criminal sobre materias sexuales, lo que es
ensalzado como una gran virtud. No es en absoluto una exageración cuando digo
que más de un hogar se ha roto por este hecho deplorable.
Por el contrario,
si la mujer es libre y lo suficientemente capaz como para aprender los
misterios del sexo sin la sanción del Estado o la Iglesia, quedará condenada
como totalmente inadecuada para convertirse en la esposa de un "buen"
hombre, significando por "bueno" una cabeza vacía y dinero en
abundancia. ¿Puede haber algo más violento que la idea de que una mujer adulta,
saludable, llena de vida y pasión, tenga que negar las exigencias de la
naturaleza, reprimir sus deseos más intensos, minar su salud y quebrantar su
espíritu, atrofiar su imaginación, abstenerse de las profundidades y glorias de
la experiencia sexual hasta que un hombre "bueno" llegue a su lado
para tomarla como esposa? Esto es precisamente lo que significa el matrimonio.
¿Cómo puede acabar un arreglo tal, que no sea en fracaso? Este es un factor en
el matrimonio, y no es el menos importante, que lo diferencian del amor.
Nuestros tiempos
son de pragmatismo. El tiempo en que Romeo y Julieta desafiaban la ira de sus
padres por amor, en que Gretchen se autoexpuso al chismorreo de sus vecinos por
amor, no lo era. Si en alguna rara ocasión los jóvenes se permiten el lujo del
romance, son rescatados por sus mayores, que les enseñan y disciplinan hasta
que se pongan "razonables"
.
La lección moral
que se inculca a la niña no es que un hombre la despierte al amor, si no más
bien: "¿Cuánto?" El único y fundamental Dios de la vida práctica
americana es: ¿Puede el hombre ganarse el sustento? ¿Puede mantener a una
esposa? Eso es lo único que justifica el matrimonio. Gradualmente esto va
impregnando cada pensamiento de la chica; sus sueños no son de luz de luna y
besos, de risas y lágrimas; sueña con salidas de compras y mostradores de
gangas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los elementos inherentes a la
institución matrimonial. El Estado y la Iglesia no aprueban otro ideal,
simplemente porque éste es el único que necesitan el Estado y la Iglesia para
el control de hombres y mujeres.
Sin duda que hay
personas que siguen considerando el amor por encima del dinero. Y esto es especialmente
cierto para aquel grupo cuyas necesidades económicas le han obligado a hacerse
económicamente independiente. El tremendo cambio en la posición de la mujer,
forjado por ese poderoso factor, es verdaderamente espectacular, cuando
reflexionamos en el corto tiempo transcurrido desde que entró al terreno
industrial. Seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que
tienen el mismo derecho que los hombres a ser explotadas, a ser robadas, a ir a
huelga, y siempre, a morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones
de mujeres de todas las edades en cada esfera, desde el más elevado trabajo
intelectual hasta la más difícil labor rutinaria en las minas y en las vías del
ferrocarril. Sí, incluso detectives y policías. Sin duda, la emancipación es
completa.
Pero a pesar de
todo esto, sólo un número muy reducido del enorme ejército de mujeres
asalariadas consideran el trabajo como cuestión permanente, con la misma
perspectiva que lo hace el hombre. No importa cuán decrépito esté, se le ha
programado para ser autónomo e independiente económicamente.. Sí, sí, ya sé que
nadie es realmente independiente en nuestra rutina económica; pero aún así, aún
el más insignificante espécimen de hombre odia, de todos modos, ser un
parásito, ser conocido como tal.
La mujer
considera su condición de trabajadora como transitoria, pudiendo ser echada a
un lado por el primer postor. Esta es la razón por la cual es extremadamente
más difícil organizar a las mujeres que a los hombres, "¿Por qué tendría
yo que incorporarme a un sindicato? Me voy a casar, voy a tener un hogar".
¿No se le ha enseñado desde la infancia a considerar esta idea como su más
profunda vocación? Aprende, demasiado bien y pronto, que el hogar, aunque no
sea una prisión tan grande como la fábrica, tiene puertas y barrotes más
sólidos, con un guardián tan leal que nada podrá escapársele. La parte más
trágica es, no obstante, que el hogar no la libera de la esclavitud salarial;
sólo aumenta sus tareas.
De acuerdo a las
últimas estadísticas presentadas a una comisión "sobre trabajo y salario y
hacinamiento de la población", el diez por ciento de las trabajadoras
asalariadas, sólo de la ciudad de Nueva York, son casadas, y aún así, tienen
que seguir trabajando en tareas que son las peor pagadas en el mundo.
Agreguemos a este horrible aspecto las fatigosas tareas domésticas, y ¿qué
queda entonces de la protección y esplendor del hogar? De hecho, aún las chicas
de clase media casadas no pueden hablar de su hogar, ya que es el hombre quien
crea todo lo que la rodea.
No es relevante que el esposo sea un bruto o un encanto. Lo
que yo quisiera demostrar es que el matrimonio le garantiza a la mujer un hogar
sólo por gracia de su marido. Allí ella se mueve en el hogar de él, año tras
año, hasta que su visión de la vida y de los temas humanos pasa a ser tan
plana, estrecha y monótona como su entorno. No puede sorprender que se
transforme en una amargada, mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que
aleja al hombre del hogar. No podrá irse, aunque lo desease; no existe lugar
donde ir. Además, el corto período de vida matrimonial, de renuncia completa a
todas su propias facultades, incapacita totalmente a una mujer común y
corriente para actuar en el mundo exterior. Se volverá descuidada en su
apariencia, torpe en sus movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en
sus juicios, una carga y una lata, que provocará en la mayoría de los hombres
odio y desprecio. Una atmósfera maravillosamente inspiradora para dar vida ¿no
es así?
Y en cuanto al
niño, ¿cómo podrá ser protegido, si no es por el matrimonio? Después de todo
¿no es esa la consideración más importante? ¡Cuánto simulacro, cuánta
hipocresía hay en esto! El matrimonio protegiendo a la infancia, con miles de
niños desamparados y abandonados. El matrimonio protegiendo a la infancia,
cuando los orfelinatos y reformatorios están sobrepoblados, y la Sociedad para
la Prevención de la Crueldad con los Niños debe ocuparse en rescatar a las
pequeñas víctimas de sus "amantes" padres, para entregarlos a un cuidado
más cariñoso, la
Sociedad Gerry. ¡Es una burla todo esto!
El matrimonio
tiene la facultad y el poder de "llevar el caballo al agua" pero, ¿lo
ha hecho beber alguna vez? La ley pondrá al padre bajo arresto, y le vestirá
con ropas de convicto; ¿pero ha calmado esto, alguna vez, el hambre del niño?
Si el padre no tiene trabajo, o esconde su identidad ¿qué hará el matrimonio
entonces? Invocar a la ley para traer al hombre ante la "justicia", y
ponerlo a salvo detrás de puertas cerradas; pero el trabajo que realice ese
padre no va a beneficiar al niño sino al Estado. El niño recibe tan sólo una
memoria marchita del traje a rayas de su padre.
En cuanto a la
protección de la mujer, ahí radica lo peor del matrimonio. No es que realmente
la proteja, pero la idea misma es en sí tan ofensiva, tal ultraje e insulto a
la vida, tan degradante de la dignidad humana, como para condenar para siempre
a esta institución parasitaria.
Es como aquella
otra disposición paternalista…el capitalismo, que priva al hombre de su patrimonio,
impide su desarrollo, envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la
pobreza y en la dependencia, y termina instituyendo instituciones benéficas que
sacan provecho hasta del último vestigio del amor propio de un hombre.
La institución del
matrimonio hace de la mujer un parásito, absolutamente dependiente. La
incapacita en su lucha por la existencia, anula su conciencia social, paraliza
su imaginación, y entonces le impone su benévola protección, lo que es
realmente una trampa, una parodia de la naturaleza humana.
Si la maternidad
es la máxima realización de la naturaleza femenina, ¿qué otra protección
requiere aparte del amor y la libertad? El matrimonio no hace más que ensuciar,
envilecer y corromper su realización. ¿No le dice acaso a la mujer "sólo a
través de mí podrás tú dar la vida"? ¿No la condena, acaso, al encierro,
degradándola y avergonzándola si ella se rehusa a comprar su derecho a la
maternidad vendiéndose a sí misma? ¿No autoriza el matrimonio la maternidad
sólo a través suyo, incluso si la concepción tiene lugar en situaciones de odio
u opresión? Con todo, aún si la maternidad fuese el resultado de la libre
elección, del amor, del extremo placer, de una pasión insolente, ¿no termina
poniendo una corona de espinas sobre una inocente cabeza y grabando con letras
de sangre el horrible epíteto, bastardo? Aún si el matrimonio diera cabida a
todas las virtudes que pretendidamente se le atribuyen, sus delitos contra la
maternidad lo excluirían para siempre del reino del amor.
El amor, el más
fuerte y más profundo elemento en toda vida, heraldo de la esperanza, de la
felicidad, del éxtasis; el amor, transgresor de toda ley, de toda convención;
el amor, el más libre, la impronta más poderosa del destino humano; ¿cómo puede
una fuerza tan irresistible ser sinónimo de ese precario e insignificante
hierbajo engendrado por el Estado y la Iglesia, el matrimonio?
¿Amor libre?
¡Cómo si el amor pudiese otra cosa que no fuese libre! El hombre ha comprado
cerebros, pero ni todos los millones del mundo han podido comprar amor. El
hombre ha sojuzgado cuerpos, pero ni todo el poder en la tierra ha podido
sojuzgar el amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero ni todos sus
ejércitos podrían conquistar el amor. El hombre ha encadenado y puesto
grilletes al espíritu, pero se ha visto totalmente indefenso ante el amor. En
lo alto de un trono, con todo el esplendor y la pompa que sus riquezas le
puedan ofrecer, el hombre estará pobre y abatido, si el amor lo pasa por alto.
Y si llegara a quedarse, la más pobre chabola resplandecerá de calidez, vida y
color. Es que el amor tiene el mágico poder de hacer rey a un vagabundo. Sí, el
amor es libre, en ninguna otra atmósfera puede habitar. En libertad se da a sí
mismo sin reservas, generosamente, totalmente. Todas las leyes de los
estatutos, todas las cortes del universo, no podrán desterrarlo una vez que el
amor ha echado raíces. Pero, si ocurriese que el suelo fuera infértil, ¿cómo
podría el matrimonio hacerle dar frutos? Es como la última lucha desesperada de
la vida fugaz contra la muerte.
El amor no
necesita protección; él es su propia protección. En la medida en que sea el
amor el que engendre vida, no habrá niños abandonados, ni hambrientos, ni
faltos de afecto. Yo sé que esto es verdad. Conozco mujeres que han tenido
hijos en libertad del hombre que amaban. Hay pocos niños nacidos en el
matrimonio que disfrutan del cuidado, la protección, la devoción que una
maternidad libre puede ofrecerles.
Los defensores de
la autoridad temen el advenimiento de una maternidad libre, porque les quitará
su presa. ¿Quién va a luchar en las guerras? ¿Quién va a generar riquezas?
¿Quién va a hacer de policía, de carcelero, si las mujeres se negaran a criar
hijas en forma indiscriminada? ¡La estirpe, la estirpe! grita el rey, el
presidente, el capitalista, el cura. La estirpe debe ser preservada, aunque la
mujer se vea degradada a la condición de mera máquina…. Y la institución
matrimonial es nuestra única válvula de seguridad ante el despertar sexual de la mujer. Pero estos
esfuerzos desesperados por mantener el estado de servidumbre no darán
resultado. Vanas serán también las proclamas de la Iglesia, los fanáticos
ataques de los gobernantes, vano incluso el brazo de la ley. La mujer no quiere
ser más cómplice en la producción de una estirpe de seres humanos enfermizos,
débiles, decrépitos, desgraciados que no tienen la fuerza ni el coraje moral
para liberarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. Desea,
en cambio, menos y mejores hijos, engendrados y criados en el amor, a partir de
una decisión libre; no obligada, como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo
moralistas todavía tienen que aprender el sentido profundo de responsabilidad
hacia el hijo que el amor en libertad ha despertado en el seno de la mujer, que
incluso preferiría renunciar para siempre a la gloria de la maternidad antes
que dar vida en una atmósfera en que sólo se respira destrucción y muerte. Y si
decide ser madre, será para entregarle al hijo lo más entrañable y mejor que su
ser pueda ofrecer. Desarrollarse con el hijo será su máxima; sabe bien que sólo
de esa manera podrá ayudar a construir auténticos hombres y mujeres.
En el retrato
que, con pinceladas maestras, hace de la Sra. Alving, Ibsen debe haber tenido en mente la
idea de una madre libre. Ella era la madre ideal porque había superado el
matrimonio y todos sus horrores, porque había roto sus cadenas y liberado su
espíritu para que renaciera y retornase en una personalidad, regenerada y
fuerte. Ay! Fue demasiado tarde para poder salvar la alegría de su vida, su
Oswald; pero no lo fue tanto como para darse cuenta de que el amor en libertad
es la única condición para vivir una vida plena. Aquél que, como la Sra. Alving, ha debido
pagar con lágrimas y sangre por su despertar espiritual, repudiará el
matrimonio como una imposición, una banalidad, una burla vacía. Sabrá, bien sea
que el amor dure un brevísimo lapso de tiempo o por toda la eternidad, que es
la única base creativa, inspiradora, elevadora, para una nueva estirpe, un
nuevo mundo.
En nuestra
jibarizada condición presente, el amor es realmente un desconocido para la
mayoría de la gente. Mal
comprendido y esquivo, rara vez echa raíces; y si lo hace, muy pronto se
marchita y muere. Su delicadeza no puede soportar no soporta el estrés y la tensión
del trajín cotidiano. Su alma es demasiado compleja para adaptarse a la fangosa
trama de nuestro tejido social. Llora, gime y se lamenta con aquellos que lo
necesitan, pero no están capacitados para ascender a la cima del amor.
Algún día, algún
día, hombres y mujeres ascenderán, alcanzarán la cima de la montaña, allí se
reunirán grandes, fuertes y libres, dispuestos a recibir, a participar y a
bañarse en los dorados rayos del amor. Qué fantasía, qué imaginación, qué genio
poético podría prever, aunque fuese sólo aproximadamente, las potencialidades
de una fuerza tal en la vida de hombres y mujeres. Si el mundo alguna vez diese
a luz a lo que es una auténtica camaradería y unidad, el padre será el amor,
nunca el matrimonio.