Este texto es el programa que tomo la Unione Anarchica Italiana como propio en su congreso de Bologna. El texto fue redactado por Errico Malatesta recuperando y utilizando como base otro texto suyo: “Nuestro Programa”, texto que en chile también fue difundido a principios del siglo XX. Recomendamos este texto, para rescatar el trabajo de los militantes anarquistas de comienzos del siglo pasado y como un referente programático a tomar en cuenta por quienes se interesan o ven como suyo los objetivos anarco-comunistas.
Ediciones Voz Negra
Traducción: José Prat. Editorial Libertad,
Santiago. Digitalización: KCL
NUESTRO PROGRAMA
Nada nuevo podemos decir.
La propaganda no es y no puede ser
más que la repetición continua, incansable, de aquellos principios que deben
servirnos de guía en la conducta que debemos seguir en las varias contingencias
de la vida.
Repetiremos, pues, con palabras más
o menos diferentes, pero con un fondo constante, nuestro viejo programa
socialista-anarquista revolucionario.
Nosotros creemos que la mayor parte
de los males que afligen a los hombres dependen de la mala organización social,
y que los hombres, queriendo y sabiendo, pueden destruirlos.
La sociedad actual es el resultado
de las luchas seculares libradas por los hombres. No comprendo las ventajas que
podrían sacar de la cooperación y de la solidaridad, viendo en los demás
hombres (excepto los más vecinos por los vínculos de la sangre) un competidor y
un enemigo, han procurado acaparar, cada uno para sí, la mayor cantidad posible
de disfrutes sin preocuparse del interés de los demás.
Dada esta lucha, naturalmente debían
salir vencedores los más fuertes o los más afortunados, sometiendo y oprimiendo
a los vencidos en modos diversos.
Mientras el hombre no fue capaz de
producir sino lo que necesitaba para su sostén, los vencedores no podían hacer
otra cosa que matar al vencido y apoderarse de los alimentos por éste cosechados.
Más tare, cuando con el
descubrimiento del pastoreo y de la agricultura un hombre pudo ya producir más
de loa que necesitaba para vivir, los vencedores encontraron más ventajoso
reducir los vencidos a esclavitud y hacerles producir para sus dueños.
Más tarde aún, los vencedores se
dieron cuenta de que era más cómodo, más productivo y más seguro explotar el
trabajo ajeno con otros sistema: retener la propiedad exclusiva de la tierra y
de todos los medios de trabajo y dejar nominalmente libres a los despojados,
los cuales, no teniendo ya medios con que vivir, venían obligados a recurrir a
los propietarios y a trabajar por éstos en las condiciones que éstos querían.
De este modo, poquito a poco, a
través de toda una red complicadísima de luchas de todo género, invasiones,
guerras, rebeliones, represiones, concesiones arrancadas, asociaciones de
vencidos unidos para la defensa y de vencedores unidos para la ofensa, se ha
llega al estado actual de la sociedad, en la cual unos cuantos detienen hereditariamente
la tierra y toda la riqueza social, mientras la gran masa de los hombres,
desheredada de todo, se ve explotada y oprimida por unos pocos propietarios.
De este estado de cosas depende el
estado de miseria en que generalmente se encuentran los trabajadores y además
todos, todos los males que de la miseria derivan: ignorancia, delitos,
prostitución, miseria física, abyección moral y muertes prematuras. De este
modo depende la constitución de una clase especial (el gobierno), la cual,
provista de medios materiales de represión, tiene la misión de legalizar y
defender a los propietarios contra las reivindicaciones de los proletarios,
sirviéndose, además, de esta fuerza, para crearse a sí misma ciertos
privilegios y para someterse, cuando puede, hasta la misma clase propietaria.
De esto depende la constitución de otra clase especial (el clero), la cual, con
una serie de fábulas sobre la voluntad de dios, sobre la vida futura, etc.,
procura persuadir a los oprimidos a que soporten dócilmente al opresor, y como
el gobierno, al propio tiempo que trabaja por el interés de los propietarios,
trabaja también por sus propios intereses. De esto depende la formación de una
ciencia oficial que es, en todo aquello que puede servir los intereses de los
dominadores, la negación de la verdadera ciencia. De esto depende el espíritu
patriótico, los odios de raza, las guerras y la paz armada, más desastrosa que
las mismas guerras. De esto depende el amor transformado en tormento o en
mercado vil. De esto depende el odio más o menos intenso, la rivalidad, la
desconfianza entre los hombres, la incertidumbre y el miedo para todos.
Y este estado de cosas es lo que
nosotros queremos cambiar radicalmente. Y puesto que todos estos males derivan
de la lucha entre los hombres, de esta busca del bienestar individual efectuada
por cuenta propia y contra todo, queremos remediarlo sustituyendo el amor al
odio, la solidaridad a la competencia, la cooperación fraternal para bienestar
de todos a la busca exclusiva del propio bienestar, la libertad a la opresión y
a la imposición, y la verdad a la mentira religiosa y pseudos-científica.
Por consiguiente:
1º. Abolición
de la propiedad privada de la tierra, de las primeras materias y de los
instrumentos de trabajo, a fin de que nadie pueda tener modo de vivir
explotando el trabajo ajeno, y teniendo todos los hombres garantizados los
medios de producir y vivir, puedan ser verdaderamente independientes y puedan
asociarse a los demás libremente en vista del interés común y conforme a las
propias simpatías.
2º. Abolición
del gobierno y de todo poder que haga ley y la imponga a los demás, o sea:
abolición de las monarquías, de las repúblicas, de los parlamentarios, de los
ejércitos, de las policías, de las magistraturas y de todas las demás
instituciones dotadas de medios coercitivos.
3º. Organización
de la vida social mediante la obra de libres asociaciones y federaciones de
productores y de consumidores, hechas y modificadas a tenor de la voluntad de
los componentes, guiados por la ciencia y la experiencia y libres de toda
imposición que no derive de las necesidades naturales, a las cuales, vencido el
hombre por el sentimiento de la misma necesidad inevitable, voluntariamente se
somete.
4º. Garantizados
los medios de vida, de desarrollo y de bienestar a los niños y a todos los que
no estén en estado de proveer a sus necesidades.
5º. Guerra a
las religiones y a todas las mentiras, aunque se oculten bajo el manto de la ciencia. Instrucción
científica para todos hasta en su más elevado grado.
6º. Guerra al
patriotismo. Abolición de las fronteras, fraternización de todos los pueblos.
7º. Reconstitución
de la familia, de modo que resulte de la práctica del amor libre de todo
vínculo legal de toda opresión económica o física, de todo prejuicio religioso.
Este es nuestro ideal.
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Hemos expuesto a grandes rasgos cuál
es la finalidad que perseguimos, el ideal por el cual luchamos.
Pero no basta con desear una cosa.
Si verdaderamente se quiere obtenerla es necesario emplear los medios adecuados
a su conseguimiento. Y estos medios no son arbitrarios: derivan,
necesariamente, del fin a que se tiende y de las circunstancias en que se
lucha; de modo que si nos engañamos en la elección de los medios no llegaremos
a los fines que nos propongamos, sino a otro fin, tal vez muy opuesto, que será
consecuencia natural, necesaria, de los medios que hayamos empleado. El que se
pone en camino y lo equivoca, no va adonde quiere, sino allí donde conduce el
camino que recorrió.
Es necesario, pues, que digamos
cuáles son los medios que según nosotros conducen al fin que nos proponemos y
que nosotros queremos emplear.
Nuestro ideal no es de aquellos cuyo
conseguimiento depende del individuo considerado aisladamente. Se trata de
cambiar el modo de vivir en sociedad, de establecer entre los hombres
relaciones de amor y solidaridad, de conseguir la plenitud del desarrollo
material, moral e intelectual, no para un solo individuo, ni para los miembros
de una dada clase o partido, sino para todos los seres humanos, y esto no es
una cosa que pueda imponerse con la fuerza, sino que debe surgir de la
consciencia iluminada de cada uno y actuarse mediante el libre consentimiento
de todos.
Nuestro primer deber, pues, consiste
en persuadir a la gente.
Es necesario que nosotros llamemos
la atención de los hombres sobre los males que sufren y sobre la posibilidad de
destruirlos. Es necesario que suscitemos en cada uno la simpatía para con los
ajenos males y el vivo deseo del bien de todos.
Al que tenga hambre y frío le
enseñaremos cómo sería posible y fácil asegurar a todos la satisfacción de las
necesidades materiales. Al oprimido y vilipendiado le diremos que se puede
vivir feliz en una sociedad de libres y de iguales. Al atormentado por el odio
y el rencor le enseñaremos el camino para alcanzar, amando a sus semejantes, la
paz y la alegría del corazón.
Y cuando hayamos conseguido hacer
nacer en el ánimo de los hombres el sentimiento de rebelión contra los males
injustos e inevitables que se sufren en la sociedad presente, y cuando les
hayamos hecho comprender las causas de estos males y que de la voluntad humana
depende eliminarlos; cuando hayamos inspirado el deseo vivo, prepotente, de
transformar la sociedad en bien de todos, entonces los convencimientos por
impulso propio y por impulso de los que les precedieron en la convicción, se
unirán y querrán y podrán actuar los comunes ideales.
Hemos dicho ya que sería absurdo y
en contradicción con nuestro objetivo querer imponer la libertad, el amor entre
los hombres, el desarrollo integral de todas las facultades humanas por medio
de la fuerza. Es
necesario, pues, contar con la libre voluntad de los demás, y lo único que
podemos hacer es provocar la formación y la manifestación de dicha voluntad.
Pero sería igualmente absurdo y contrario a nuestro objeto admitir que los que
no piensan como nosotros vayan a impedirnos actuar nuestra voluntad, siempre
que ésta no lesione su derecho a una libertad igual a la nuestra.
Libertad, por consiguiente, para
todos de propagar y experimentar las propias ideas, sin otro límite que el que
resulta naturalmente de la igual libertad de todos.
Pero a esto se oponen -y se oponen
con la fuerza brutal- los que se benefician con los actuales privilegios y
dominan y reglamentan la vida social presente.
Tienen estos en sus manos todos los
medios de producción, y por lo tanto suprimen, no tan solo la posibilidad de
experimentar nuevos modos de convivencia social, no tan sólo el derecho de los
trabajadores a vivir libremente con el propio trabajo, sino también el
mismísimo derecho a la existencia, y obligan al que no es propietario a que se
deje explotar y oprimir si no quiere morirse de hambre.
Tienen a su disposición la policía,
la magistratura y los ejércitos creados expresamente para defender sus
privilegios, y persiguen, encarcelan y matan a los que tienen sometidos.
Dejando a un lado la experiencia
histórica (la que demuestra que jamás una clase privilegiada se ha despojado,
en todo o en parte, de sus privilegios, que jamás un gobierno ha abandonado el
poder sin que la fuerza le haya obligado a ello) bastan los hechos
contemporáneos para convencer a cualquiera de que la burguesía y los gobiernos
emplean la fuerza material para defenderse, no ya contra la expropiación total,
sino contra las más pequeñas pretensiones populares, y que están siempre
dispuestos a las más atroces persecuciones y a las matanzas más sangrientas.
Al pueblo que quiere emanciparse no
le queda otro recurso que oponer la fuerza a la fuerza.
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De cuanto hemos dicho resulta que
debemos trabajar para despertar en los oprimidos el deseo de una radical
transformación social y persuadirlos de que uniéndose tendrán la fuerza para
vencer; debemos propagar nuestro ideal y preparar las fuerzas morales y
materiales necesarias para poder vencer a las fuerzas enemigas y para organizar
la nueva sociedad. Y cuando tengamos la fuerza suficiente debemos, aprovechando
las circunstancias favorables que se producen o creándolas nosotros
mismos, hacer la revolución social, derribando con la fuerza el gobierno, expropiando
con la fuerza a los propietarios, y poniendo en común los medios de vida y de
producción, e impidiendo al propio tiempo que vengan nuevos gobiernos a
imponernos su voluntad y a dificultar la reorganización social hecho
directamente por los interesados.
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Todo esto, empero, es menos simple
de lo que a primera vista podría parecer.
Tenemos que habérnoslas con hombres
de la actual sociedad, hombres que están en condiciones morales y materiales
pésimas, y nos engañaríamos si pensáramos que basta la propaganda para
elevarles a aquel grado de desarrollo intelectual y moral que es necesario para
la actuación de nuestros ideales.
Entre el hombre el ambiente social
hay una acción recíproca. Los hombres hacen la sociedad tal como ésta es, y la
sociedad hace los hombres tal como éstos son, y de esto resulta una especie de
círculo vicioso: para transformar la sociedad es necesario transformar los
hombres y para transformar los hombres es necesario transformar la sociedad.
La miseria embrutece al hombre, y
para destruir la miseria es necesario que los hombres tengan consciencia y
voluntad. La esclavitud educa a los hombres para esclavos, y para libertarse de
la esclavitud se necesitan hombres que aspiren a ser libres. La ignorancia deja
a los hombres sin el conocimiento de las causas de sus males y sin que sepan
como remediarlos, y para destruir la ignorancia es necesario que los hombres
tengan tiempo y modo de instruirse.
El gobierno acostumbra a la gente a
sufrir la ley y a creer que la ley es necesaria a la sociedad, y para abolir el
gobierno es necesario que los hombres se persuadan de su inutilidad y de su
nocividad.
¿Cómo salir de este círculo vicioso?
Afortunadamente la sociedad actual
no ha sido formada por la voluntad esclarecida de una clase dominante que haya
podido reducir todos los dominados a instrumentos pasivos e inconscientes de
sus intereses. Esta sociedad es el resultado de mil luchas intestinas, de mil
factores naturales y humanos agentes casuales sin criterios directivos, y por
consiguiente no hay divisiones netas ni entre los hombres ni entre las clases.
Infinitas son las variedades de
condiciones materiales; infinitos los grados de desarrollo moral e intelectual;
y no siempre -diremos casi muy raramente- el puesto que uno ocupa en la
sociedad corresponde a sus aspiraciones. Muy a menudo los hombres caen en
condiciones inferiores a las que están habituados, y otros, por circunstancias
excepcionalmente favorables, consiguen elevarse a condiciones superiores a
aquellas en que nacieron. Una parte notable del proletariado ha logrado ya
salir del estado de miseria absoluta, embrutecedora, o no ha podido nunca
reducírsele a ella; ningún trabajador, o casi ninguno, se encuentra en el
estado de inconsciencia completa, de completa adaptación a las condiciones que
quisieran los patronos. Y las mismas instituciones, tales como las ha producido
la historia, contienen contradicciones orgánicas que son como gérmenes de
muerte, los que al desarrollarse producen la disolución de la institución
y la necesidad de la transformación.
De aquí la posibilidad del progreso;
pero no la posibilidad de llevar, por medio de la propaganda, todos los hombres
al nivel necesario para que quieran y actúen la anarquía, sin una anterior
gradual transformación del ambiente.
El progreso debe marchar
contemporáneamente, paralelamente en los individuos y en el ambiente. Debemos
aprovechar todos los medios, todas las posibilidades, todas las ocasiones que
nos deja el ambiente actual, para obrar sobre los hombres y desarrollar su
conciencia y sus deseos; debemos utilizar todos los progresos realizados en la
conciencia de los hombres para introducirles a reclamar e imponer aquellas
mayores transformaciones sociales que son posibles y que mejor pueden abrir
paso a progresos ulteriores.
Nosotros no debemos esperar a actuar
la anarquía limitándonos a la simple propaganda. Si así hiciéramos habríamos
agotado pronto el campo de acción; habríamos convertido a todos aquellos que en
el ambiente actual son susceptibles de comprender y aceptar nuestras ideas, y
nuestra ulterior propaganda quedaría estéril; o si de las transformaciones de
ambiente surgieran nuevos estratos populares a la posibilidad de recibir nuevas
ideas, sucedería esto sin la obra nuestra, tal vez contra nuestra obra, y por
lo tanto acaso en perjuicio de nuestras ideas.
Debemos procurar que el pueblo, en
su totalidad o en sus varias fracciones, pretenda, imponga, actúe por sí mismo
todas las mejoras, todas las libertades que desea, tan pronto como las desee y
tenga fuerza para imponerlas, y propagando siempre entero nuestro programa y
luchando siempre en pro de su actuación integral, debemos empujar al pueblo a
que pretenda e imponga cada vez mayores cosas, hasta que llegue a su emancipación
completa.
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La opresión que más directamente
pesa sobre los trabajadores y que es causa principal de todas las sujeciones
morales y materiales a que están sometidos los trabajadores, es la opresión
económica, es decir, la explotación que los patronos y los comerciantes ejercen
sobre los obreros gracias al acaparamiento de todos los grandes medios de
producción y de cambio.
Para suprimir radicalmente y sin
peligro de retorno esta opresión, es necesario que todo el pueblo esté
convencido del derecho que tiene al uso de los medios de producción, y que
actúe este derecho suyo primordial expropiando a los detentadores del suelo y
de todas las riquezas sociales poniendo éstas y aquél a disposición de todos.
¿Pero se puede ahora mismo efectuar
esta expropiación? ¿Se puede hoy pasar directamente, sin grandes
intermediarios, del infierno en que se encuentra el proletariado al paraíso de
la propiedad común?
La prueba de que el pueblo no es aún
capaz de expropiar a los propietarios es que no les expropia.
¿Qué debe hacerse mientras no llega
el día de la expropiación?
Nuestro deber está en preparar el
pueblo moral y materialmente para esta necesaria expropiación e intentarla y
reintentarla cada vez que una sacudida revolucionaria nos dé ocasión, hasta el
triunfo definitivo. ¿Pero cómo prepararemos al pueblo? ¿Cómo preparar las
condiciones que hacen sea posible, no sólo el hecho material de la
expropiación, sino la utilización, a beneficio de todos, de la riqueza común?
Hemos dicho anteriormente que la
sola propaganda, hablada o escrita, es impotente para conquistar a nuestras
ideas toda la gran masa popular. Precisa, pues, una educación práctica que sea
tan pronto causa como efecto de una gradual transformación del ambiente.
Precisa que a medida que se desarrollen en los trabajadores el sentido de
rebelión contra los injustos e inútiles sufrimientos de que son víctimas y el
deseo de mejorar sus condiciones, luchen, unidos y solidarios, para conseguir
lo que desean.
Y nosotros, como anarquistas y como
trabajadores, debemos impulsarles y estimularles a la lucha y luchar con ellos.
¿Pero son posibles en un régimen
capitalista estos mejoramientos? ¿Son útiles, desde el punto de vista de la
futura emancipación integral de los trabajadores?
Sean los que sean los resultados
prácticos de la lucha para las mejoras inmediatas, su utilidad principal está
en la misma lucha. Con esta lucha los obreros aprenden a ocuparse de sus
intereses de clase, aprenden que el patrono tiene intereses opuestos a los
suyos y que no pueden mejorar de condición y aún emanciparse sino uniéndose y
haciéndose más fuertes que los patronos. Si consiguen obtener lo que desean,
estarán mejor, ganarán más, trabajarán menos, dispondrán de más tiempo para
reflexionar sobre las cosas que les interesan y sentirán en seguida mayores
deseos y mayores necesidades. Si no consiguen lo que desean, se verán llevados
a estudiar las causas del fracaso y a reconocer la necesidad de una mayor unión
de una energía mayor, y comprenderán al fin que para vencer con seguridad y
definitivamente es necesario destruir el capitalismo. La causa de la
revolución, la causa de la elevación moral del trabajador y de su emancipación,
saldrá ganando del hecho que los trabajadores se unan y luchan por sus
intereses.
¿Pero es posible, preguntarnos otra
vez, que los trabajadores logren, dentro del actual estado de cosas, mejorar
realmente sus condiciones?
Esto depende del concurso de una
infinidad de circunstancias.
A pesar de lo que sostienen algunos,
no existe una ley natural (ley de los salarios) que determine la parte que
corresponde al trabajador sobre el producto de su trabajo; o, si se quiere
formular una ley, no puede ser más que ésta: el salario no puede descender
normalmente por debajo de aquel tanto que es necesario a la vida, ni puede
normalmente subir tanto que no deje ningún beneficio al patrono. Claro es que
en el primer caso los obreros morirían o no percibirían ya salario, en el
segundo caso los patronos cesarían de hacer trabajar y por tanto no pagarían
más salarios. Pero entre estos dos extremos imposibles hay una infinidad de
grados, que van desde las condiciones casi animalescas de gran parte de los
trabajadores agrícolas hasta aquellas casi decentes de los obreros de los
oficios buenos en las grandes ciudades.
El salario, la duración de la
jornada de trabajo y las demás condiciones de trabajo son el resultado de la
lucha entre patronos y obreros. Aquéllos procuran dar a éstos lo menos posible
y hacerles trabajar hasta extenuarles, y éstos procuran, o deberían procurar,
trabajar lo menos posible y ganar lo más que puedan. Allí donde los
trabajadores se contentan de cualquier modo y aún descontentos no saben oponer
una válida resistencia a los patronos, prontamente quedan reducidos a unas
condiciones de vida animalescas; en cambio, allí donde tienen un concepto algún
tanto elevado del modo cómo deberían vivir los seres humanos y saben unirse y
mediante la huelga y la amenaza latente o explícita de rebelión imponen respeto
a los patronos, éstos les tratan de modo relativamente soportable. De modo que
puede decirse que el salario, dentro ciertos límites, es lo que el obrero (no
como individuo, se entiende, sino como clase) pretende.
Luchando, resistiendo contra los
patronos, pueden, pues, los obreros impedir, hasta cierto punto, que sus
condiciones empeoren y aún obtener mejoras reales. La historia del movimiento
obrero ha demostrado ya esta verdad.
Empero, es necesario no exagerar el
alcance de esta lucha combatida entre obreros y patronos sobre el terreno
exclusivamente económico. Los patronos pueden ceder, y a menudo ceden, ante las
exigencias obreras enérgicamente formuladas, mientras no se trate de pretensiones
demasiado grandes; pero tan pronto como los obreros comiencen (y es urgente que
comiencen) a pretender un tratamiento que absorba el beneficio del patrono,
haciendo así una expropiación indirecta, podemos estar seguros de que los
patronos llamarán al gobierno en su auxilio y procurará obligar por medio de la
violencia a los obreros a permanecer en sus posiciones de esclavos asalariados.
Y aún antes, mucho antes de que los
obreros puedan pretender recibir en compensación de su trabajo el equivalente
de todo lo que han producido, la lucha económica se vuelve impotente para
continuar produciendo el mejoramiento de las condiciones de los trabajadores.
Los obreros lo producen todo y sin
ellos no se puede vivir; parece, pues, que negándose a trabajar han de poder
imponer lo que quieran. Pero la unión de todos los trabajadores, aún de un solo
oficio, es difícil de obtener, y a la unión de los operarios se opone la unión
de los patronos. Los obreros viven al día y si no trabajan pronto se mueren de
hambre, mientras que los patronos disponen, mediante el dinero, de todos los
productos ya acumulados, y por lo tanto pueden esperar muy tranquilamente que
el hambre reduzca a discreción a sus asalariados. El invento o la introducción
de nuevas máquinas vuelve inútil la obra de gran número de obreros y aumenta el
ejército de los sin-trabajo que el hambre obliga a venderse a cualquiera
condición. La inmigración aporta en seguida, en aquellos países donde los
trabajadores viven algo mejor, una oleada de trabajadores famélicos que,
queriendo o no, ofrecen a los patronos modo de rebajar los salarios. Y todos
estos hechos, derivados necesariamente el sistema capitalista, consiguiera
contrabalancear el progreso de la conciencia y de la solidaridad obrera: a
menudo caminan más rápidamente que este progreso y lo detienen y lo destruyen.
Pronto se presenta, pues para los obreros que intentan emanciparse, o
simplemente mejorar de condición, la necesidad de defenderse contra el
gobierno, la necesidad de atacar al gobierno que legitimando el derecho de
propiedad y sosteniéndolo con la fuerza brutal, constituye una barrera al
progreso, barrera que debe derribarse con la fuerza de no querer permanecer
indefinidamente en el estado actual o peor.
De la lucha económica hay que pasar
a la lucha política, es decir, a la lucha contra el gobierno; y en lugar de
oponer a los millones de los capitalistas los escasos céntimos ahorrados con
privaciones mil por los obreros, se hace preciso oponer a los fusiles y a los
cañones que defienden la propiedad aquellos mejores medios que el pueblo
encuentre para vencer la fuerza con la fuerza.
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Por la lucha política entendemos la
lucha contra el gobierno.
Gobierno es el conjunto de aquellos
individuos que detentan el poder de hacer la ley e imponerla a los gobernados,
o sea, al público.
Consecuencia del espíritu de dominio
y de la violencia con los cuales algunos hombres se han impuesto a los demás,
el gobierno es, al propio tiempo, creador y criatura del privilegio y su
defensor natural.
Equivocadamente se dice que el
gobierno desempeña hoy la función de defensor del capitalismo, pero que abolido
el capitalismo el gobierno se trocaría en representante y gerente de los
intereses generales. Ante todo el capitalismo no podrá destruirse sino cuando
los trabajadores, una vez arrojado el gobierno, tomen posesión de la riqueza
social y organicen la producción y el consumo en interés de todos, por sí
mismos, sin esperar la obra de un gobierno, el cual, aunque quisiera, no sería
capaz de hacerlo. Pero hay más: si el capitalismo quedara destruido y se dejara
subsistir un gobierno, éste, mediante la concesión de toda clase de
privilegios, lo crearía nuevamente, puesto que, no pudiendo contentar a todo el
mundo, tendría necesidad de una clase de las protecciones legales y materiales
que del gobierno recibe.
Por consiguiente, no se puede abolir
el privilegio y establecer sólida y definitivamente la libertad y la igualdad
social, sino aboliendo el gobierno, no éste o aquél gobierno, sino la misma
institución del gobierno.
Pero en este como en todos los
hechos de interés general y en éste más que en cualquier otro, se necesita el
consentimiento de la generalidad, y por esto debemos esforzarnos en persuadir a
la gente de que el gobierno es inútil y dañoso y que se puede vivir mejor sin
gobierno.
Pero como ya dijimos, la propaganda
por sí sola es impotente para convencer a todos, y si nosotros quisiéramos
limitarnos a predicar contra el gobierno esperando pasivamente el día en que el
público esté convencido de la posibilidad y utilidad de abolir por completo
toda clase de gobierno, este día no vendrá nunca.
Predicando constantemente contra
toda especie de gobierno y siempre reclamando la libertad integral, debemos
apoyar todas las luchas por las libertades parciales, convencidos de que en la
lucha se aprende a luchar y de que comenzando a catar la libertad se acaba
queriéndola toda. Nosotros debemos estar siempre con el pueblo, y cuando no
consigamos hacerle pretender mucho, procurar que por lo menos pretenda algo, y
debemos esforzarnos para que aprenda, poco o mucho, lo que quiera, a
conquistarlo por sí mismo y a que odie y desprecie al que está en el gobierno o
quiera ser gobierno.
Puesto que el gobierno tiene hoy
poder para reglamentar, mediante las leyes, la visa social y ampliar o
restringir la libertad de los ciudadanos, debemos, no pudiendo arrancarle aún
este poder, obligarle a que haga de él un uso lo menos dañino posible. Pero
esto debemos hacerlo estando siempre fuera y contra el gobierno, haciendo
presión sobre él mediante la agitación de la calle, amenazando tomarnos por las
malas lo que pretendamos. Jamás debemos aceptar una función legislativa
cualquiera, sea general o local, porque de hacer lo contrario disminuiríamos la
eficacia de nuestra acción y traicionaríamos el porvenir de nuestra causa.
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La lucha con el gobierno se
resuelve, en último análisis, en lucha física, material.
El gobierno hace la ley. Este debe, pues,
tener una fuerza material (ejército y policía) para imponer la ley, porque de
otro modo no obedecería sino el que quisiera y la ley no sería ya ley, sino una
simple proposición que cada individuo sería libre de aceptar o de rechazar. Y
los gobiernos tienen esta fuerza y se sirven de ella para poder con leyes
fortificar su dominio y defender los intereses de las clases privilegiadas,
oprimiendo y explotando a los trabajadores.
El límite a la opresión
gubernamental está en la fuerza que el pueblo se muestre capaz de oponerle.
Puede haber conflicto abierto o
latente, pero el conflicto siempre existe, porque el gobierno no se detiene
ante el descontento y la resistencia, sino cuando siente el peligro de la
insurrección.
Cuando el pueblo se somete
dócilmente a la ley o la protesta es débil y platónica, el gobierno hace lo que
tiene por conveniente sin preocuparse de las necesidades populares; cuando la
protesta se hace vida, insistente y amenazadora, el gobierno, según sea más o
menos clarividente, cede o recurre a la opresión. Pero
siempre se llega a la insurrección, porque si el gobierno no cede el pueblo
acaba por rebelarse, y, si cede, el pueblo adquiere confianza en sí mismo y
pide cada vez más, hasta que la incompatibilidad entre la libertad y la
autoridad se hace evidente y estalla el conflicto violento.
Es necesario, por lo tanto,
prepararse moral y materialmente para que cuando estalle la lucha violenta la
victoria quede de parte del pueblo.
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La insurrección victoriosa es el
hecho más eficaz para la emancipación popular, puesto que el pueblo, sacudido
ya el yugo, queda libre de darse a sí mismo aquellas instituciones que cree
mejores, y el tiempo que media entre la ley, siempre en retardo, o el grado de
civilización a que llegó la masa de la población, se cruza de un salto. La
insurrección determina la revolución, es decir, la actuación rápida de las
fuerzas latentes acumuladas durante la precedente evolución.
Todo estriba en lo que el pueblo sea
capaz de querer.
En las pasadas insurrecciones el
pueblo, inconsciente de las verdaderas razones de sus males, quiso siempre muy
poco y muy poco consiguió.
¿Qué es lo que querrá en la próxima
insurrección?
Esto depende en parte de nuestra
propaganda y de la energía que sepamos desarrollar.
Debemos impulsar al pueblo a que
expropie a los propietarios y que ponga en común la riqueza, a que organice la
vida social por sí mismo, mediante asociaciones libremente constituidas, sin
esperar órdenes de nadie y negándose a nombrar a reconocer un gobierno
cualquiera, o un cuerpo cualquiera que pretenda el derecho de hacer la ley e
imponer su voluntad a los demás.
Y si la masa del pueblo no responde
a nuestro llamamiento, deberemos -en nombre del derecho que tenemos a ser
libres aunque los demás quieran continuar siendo esclavos, y por la eficacia
del ejemplo- actuar cuanto podamos nuestras ideas, no reconociendo el nuevo
gobierno, manteniendo viva la resistencia, y hacer de modo que los municipios
que las hayan acogido simpáticamente rechacen toda ingerencia gubernamental y
se obstinen a vivir como les plazca.
Y deberemos, sobre todo, oponernos
por todos los medios a la reconstitución de la policía y del ejército y
aprovechar la ocasión propicia para llevar los trabajadores a la huelga general
con todas aquellas mayores pretensiones que hayamos podido inculcarle.
Y suceda lo que suceda, continuar
luchando, sin interrupción, contra los propietarios y contra el gobierno,
teniendo siempre por mira la emancipación completa, económica, política y moral
de toda la humanidad.
Queremos, por lo tanto, abolir
radicalmente el dominio y la explotación del hombre por el hombre, queremos que
los hombres, hermanados por una solidaridad consciente y querida, cooperen
todos voluntariamente en el bienestar de todos; queremos que la sociedad se
constituya con el fin de suministrar a todos los seres humanos los medios de
alcanzar el máximo bienestar posible, el máximo posible desarrollo moral y
material; queremos para todos pan, libertad, amor y ciencia.
Y para conseguir este fin supremo
creemos necesario que los medios de producción estén a disposición de todos, y
que ningún hombre, o grupo de hombres, pueda obligar a los demás a someterse a
su voluntad, ni ejercer su influencia de otro modo que con la fuerza de la
razón y del ejemplo. Por consiguiente: expropiación de los detentadores del
suelo y del capital a beneficio de todos y abolición del gobierno. E
interinamente esto no se haga, propaganda del ideal; organización de las fuerzas
populares; lucha continua, pacífica o violenta, según las circunstancias,
contra el gobierno y contra los propietarios, a fin de conquistar toda la
libertad y todo el bienestar que se pueda.
LAS DOS TENDENCIAS
¿LIBERTAD O ESCLAVITUD?
No pueden durar perpetuamente las
condiciones actuales de la
sociedad. Sobre esto convienen todos, por lo menos todos
aquéllos que piensan.
Cuando se cree que los sufrimientos
son un castigo o una prueba que nos impone Dios, y que en otro mundo, después de
muertos, se nos pagará con creces todos los males que en éste soportamos, la
cosa puede ir tirando, se puede aguantar el mal.
Pero esta fe, que jamás ha sido, por
lo demás, bastante eficaz, puesto que nunca impidió que la gente se preocupara
de sus intereses terrenales, ha disminuido grandemente, y pronto se extinguirá
del todo. Los mismos curas, que intentan salvar la religión y salvarse ellos
salvándola, se ven obligados a darse aires de querer resolver la cuestión
social y atenuar los males del proletariado.
Tan pronto como los trabajadores
comprenden su situación en la sociedad -y, afortunadamente, ya son muchos los
que la comprenden-, es imposible que consientan para siempre trabajar y morirse
de hambre, producir durante toda su vida por cuenta de los patrones y no tener
en perspectiva sino una vejez sin techo y sin pan asegurados. Es imposible que,
siendo productores de una riqueza siempre creciente, no quieran, al fin, poseer
una parte de ella, suficiente para satisfacer siquiera sus más primordiales
necesidades. Es imposible que, ya más instruidos, afinados por el contacto de
la civilización, aunque ésta sea beneficiosa a otros, habiendo experimentado la
fuerza que pueden darles la unión y el atrevimiento, es imposible, repito, que
no pretendan algún día aquel mínimo de bienestar y de seguridad sin el cual la
vida humana no sería posible.
En otros tiempos, y no muy
distantes, cuando aún florecía el artesano y los capitales no estaban tan
concentrados y las empresas no eran tan colosales, los proletarios más
inteligentes y más enérgicos tenían la esperanza de poder arrinconar un
capitalito y convertirse en pequeños propietarios, en pequeños patrones, y esta
esperanza absorbía sus energías y les hacía soportar sus presentes miserias.
Queda aún en varios países el recurso de la emigración y la esperanza de
enriquecerse en América, pero también este recurso de desesperados va
desvaneciéndose. Actualmente, el que es proletario sabe o va aprendiéndolo que,
por regla general, está condenado a continuar siendo explotado toda su vida,
salvo el caso de que adviniera un cambio radical en el orden social. Y por esto
reclama este cambio y se une a los demás proletarios, pera conquistar la fuerza
necesaria que pueda imponerlo.
Los burgueses y los gobernantes que
les representan y les defienden, conocen este deseo proletario y ven la
necesidad de hacer algo en este sentido, para evitarse sucumbir en un terrible
cataclismo social.
Las masas se agitan, se organizan,
adquieren conciencia de su fuerza. Las cárceles y las matanzas no pueden
constituir un remedio permanente; precisa tirar un hueso al perro rabioso para
que no duerma.
De otra parte, los burgueses
inteligentes comienzan a comprender que el trabajador bien alimentado y
contento produce más; que el esclavo bien tratado es de más fácil manejo; que
actuar de amo en medio de siervos alegres, satisfechos y agradecidos es más que
placentero y más seguro que estar en medio de gente que sufre, maldice, odia y
maquina venganzas. Comprenden que es necesario instruir a los trabajadores para
que sean productores eficaces. Y la instrucción es germen de rebelión.
Los progresos de las ciencias
médicas demuestran, mejor de lo que ha hecho la ciencia económica, que cada
individuo está interesado en que los demás vivan en buenas condiciones. Cuando
se piensa que un tío del rey de Inglaterra, joven, lleno de salud, murió
víctima del tifus, según demostraron las averiguaciones hechas, porque un
pantalón encargado a una gran sastrería lo hizo, efectivamente, un obrero miserable,
en un fétido tugurio, en el cual trabajaba y vivía con su familia, la que en
aquellos momentos tenía un pequeñuelo atacado de dicha enfermedad… uno se
pregunta: ¿cómo garantizarse contra las enfermedades infecciosas, si, aun
siendo ricos, se está siempre en contacto con las gentes pobres, las cuales es
imposible cuiden de las reglas más esenciales de la higiene?
Todo tiende, por consiguiente, a
cambiar las actuales condiciones sociales en el sentido de un mayor bienestar y
mayor justicia para todos. Las mismas clases dominantes están en ello
interesadas.
Ciertamente que, dejada bajo la
dirección de la burguesía, la evolución social sería lentísima, por la
tendencia que tiene el que manda a huir de innovaciones, por los medios de que
esta clase dispone para atraerse, cointeresarse, corromper y absorber a los más
inteligentes y activos que surgen entre el proletariado, y porque, efectuada
por burgueses y en interés de la dominación burguesa, cualquiera mejora sería
un obstáculo puesto a ulteriores, mejoras que se exigieran. Si las masas
proletarias, animales y empujadas por los revolucionarios, no ponen a ello
remedio, pasarán muchas generaciones antes de que se realice una sensible
mejora general, antes de que desaparezcan para todos el hambre, que mata; la
miseria, que embrutece; y la desesperación, que empuja al delito.
Pero antes o después, a saltos o
gradualmente, las condiciones sociales tienen que cambiar, porque es imposible
que los trabajadores las soporten eternamente y porque está en interés de todos
que cambien.
Ahora bien; ¿qué cambio será éste y
hasta qué punto llegará?
La sociedad actual está dividida en
propietarios y proletarios. Puede cambiar aboliendo la condición de proletario
y haciendo que todos sean copropietarios, o puede cambiar conservando esta
distinción fundamental, pero asegurando a los proletarios un mejor tratamiento.
En el primer caso, los hombres
serían libres, socialmente iguales, y organizarían la vida social conforme a
los deseos de cada uno, y todas las potencialidades de la naturaleza humana
podrían desarrollarse con la exuberante variedad. En el segundo, caso, los
proletarios, bestias útiles y bien cebadas, se adaptarían a la posición de
esclavos contentos de tener buenos amos.
Libertad o esclavitud, ANARQUÍA o
estado servil.
Estas dos posibles soluciones dan
lugar a dos tendencias divergentes, que están representadas, en sus
manifestaciones más consecuentes, la una, por los anarquistas; la otra, por los
llamados socialistas reformistas. Con esta diferencia: que mientras los
anarquistas saben y dicen lo que quieren, es decir, la destrucción del Estado y
la organización libre de la sociedad sobre la base de la igualdad económica,
los reformistas, al contrario, se hallan en contradicción consigo mismos,
porque ese llaman socialistas y, en cambio, su acción tiende a sistematizar y
perpetuar, humanizándolo, el sistema capitalista, y, por consiguiente, niegan
el socialismo, que significa, sobre todo, abolición de la división de los
hombres en proletarios y propietarios.
Deber de los anarquistas -y de buena
gana diremos deber de todos los verdaderos socialistas- es oponerse a esta
tendencia hacia el estado servil, hacia un estado de esclavitud atenuada que
castraría la Humanidad de sus mejores dotes, que privaría a la civilización
progresiva de sus flores más bellas, tendencia que sirve para mantener entre
tanto el estado de miseria y de degradación en que se encuentran las masas,
persuadiéndolas de que tengan paciencia y esperen en la provincia del Estado y
en la bondad e inteligencia de los patrones.
Todas las llamadas legislaciones
sociales, todas las medidas estatales, decretadas y propuestas para “proteger”
el trabajo y asegurar a los trabajadores en mínimo de bienestar y de seguridad,
así como todos los medios empleados por los capitalistas inteligentes para atar
el proletariado a la fábrica mediante premios, pensiones y otros beneficios,
cuando no son una mentira y una trampa, son un paso hacia este estado servil,
que amenaza la emancipación de los trabajadores y el progreso de la humanidad.
Salario mínimo establecido por la
ley, limitación legal de la jornada de trabajo, arbitraje obligatorio, contrato
colectivo de trabajo con valor jurídico, personalidad jurídica de los
sindicatos obreros, medidas higiénicas en las fábricas y preseritas por el
Gobierno, seguros estatales para las enfermedades, falta de trabajo, accidentes
del trabajo, pensiones de la vejez, coparticipación en los beneficios, etc.,
etc., son medidas todas contundentes a que los proletarios continúen siendo
proletarios, y los propietarios, propietarios; medidas todas que dan al
trabajador (cuando se lo dan) un poco más de bienestar y de seguridad, pero que
le privan de aquella poca libertad que tienen y tienden a perpetuar la división
de los hombres en amos y siervos.
Bueno es, ciertamente, en espera de
la revolución -y hasta sirve para despertarla más fácilmente-, que los
trabajadores procuren ganar más jornal y trabajar menos horas y en mejores
condiciones; bueno es que los desocupados no se mueran de hambre, que los
enfermos y los viejos no queden abandonados. Pero todo esto los trabajadores
pueden y deben obtenerlo por sí mismos, con la lucha directa contra los
patrones, mediante su organización, con la acción individual y colectiva,
desarrollando en cada individuo el sentimiento de dignidad personal y la
conciencia de sus derechos.
Los “dones” del Estado, los “dones”
de los patronos son frutos envenenados que en sí mismos llevan la semilla de la esclavitud. Es
necesario rechazarlos.