EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD
¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los
materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar se hace imposible.
Sin duda alguna los idealistas se engañan y/o los materialistas tienen razón.
Sí, los hechos están antes que las ideas; el ideal, como dijo Proudhon, no más
que una flor de la cual son raíces las condiciones materiales de existencia.
Toda la historia intelectual y moral, política y social de la humanidad es un
reflejo de su historia económica.
Todas las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y
seria, convergen a la proclamación de esa grande, de esa fundamental y decisiva
verdad: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, en una
palabra, no es otra cosa que el desenvolvimiento último y supremo -para
nosotros al menos relativamente a nuestro planeta-, La manifestación más alta
de la animalidad.
Pero como todo desenvolvimiento implica necesariamente una
negación, la de la base o del punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo
y esencialmente una negación, la negación reflexiva y progresiva de la
animalidad en los hombres; y es precisamente esa negación tan racional como
natural, y que no es racional más que porque es natural, a la vez histórica y
lógica, fatal como lo son los desenvolvimientos y las realizaciones de todas
las leyes naturales en el mundo, la que constituye y crea el ideal, el mundo de
las convicciones intelectuales y morales, las ideas.
Nuestros primeros antepasados, nuestros adanes y
vuestras evas, fueron, si no gorilas, al menos primos muy próximos al gorila,
omnívoros, animales inteligentes y feroces, dotados, en un grado infinitamente
más grande que los animales de todas las otras especies, de dos facultades
preciosas: la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse.
Estas dos facultades, combinando su acción progresiva
en la historia, representan propiamente el “factor”, el aspecto, la potencia
negativa en el desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por
consiguiente, todo lo que constituye la humanidad en los hombres.
La Biblia, que es un libro muy interesante y a veces
muy profundo cuando se lo considera como una de las más antiguas
manifestaciones de la sabiduría y de la fantasía humanas que han llegado hasta
nosotros, expresa esta verdad de una manera muy ingenua en su mito del pecado
original. Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados por los
hombres es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más
injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de
la libertad humanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué capricho (sin duda
para engañar su hastío que debía de ser terrible en su eternamente egoísta
soledad, para procurarse nuevos esclavos), había puesto generosamente a su
disposición toda la Tierra, con todos sus frutos y todos los animales, y no
había puesto a ese goce completo más que un límite. Les había prohibido
expresamente que tocaran los frutos del árbol de la ciencia. Quería
que el hombre, privado de toda conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno
animal, siempre de cuatro patas ante el Dios eterno, su creador su amo. Pero he
aquí que llega Satanás, el eterno rebelde, el primer librepensador y el
emancipador de los mundos. Avergüenza al hombre de su ignorancia de su
obediencia animales; lo emancipa e imprime sobre su frente el sello de la
libertad y de la humanidad, impulsándolo a desobedecer y a comer del fruto de
la ciencia.
Se sabe lo demás. El buen Dios, cuya ciencia innata
constituye una de las facultades divinas, habría debido advertir lo que
sucedería; sin embargo, se enfureció terrible y ridículamente: maldijo a
Satanás, al hombre y al mundo creados por él, hiriéndose, por decirlo así, en
su propia creación, como hacen los niños cuando se encolerizan; y no contento
con alcanzar a nuestros antepasados en el presente, los maldijo en todas las
generaciones del porvenir, inocentes del crimen cometido por aquellos. Nuestros
teólogos católicos y protestantes hallan que eso es muy profundo y muy justo,
precisamente porque es monstruosamente inicuo y absurdo. Luego, recordando que
no era sólo un Dios de venganza y de cólera, sino un Dios de amor, después de
haber atormentado la existencia de algunos millares de pobres seres humanos y
de haberlos condenado a un infierno eterno, tuvo piedad del resto y para
salvarlo, para reconciliar su amor eterno y divino con su cólera eterna y
divina siempre ávida de víctimas y de sangre, envió al mundo, como una víctima
expiatoria, a su hijo único a fin de que fuese muerto por los hombres. Eso se
llama el misterio de la redención, base de todas las religiones cristianas. ¡Y
si el divino salvador hubiese salvado siquiera al mundo humano! Pero no; en el
paraíso prometido por Cristo, se sabe, puesto que es anunciado solemnemente,
que o habrá más que muy pocos elegidos. El resto, la inmensa mayoría de las
generaciones presentes y del porvenir, arderá eternamente en el infierno. En
tanto, para consolarnos, Dios, siempre justo, siempre bueno, entrega la tierra
al gobierno de los Napoleón III, de los Guillermo I, de los Femando de Austria
y de los Alejandro de todas las Rusias. Tales son los cuentos absurdos que se
divulgan y tales son las doctrinas monstruosas que se enseñan en pleno siglo
XIX, en todas las escuelas populares de Europa, por orden expresa de los gobiernos.
¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No es evidente que todos esos
gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los embrutecedores interesados de
las masas populares? Me he dejado arrastrar lejos de mi asunto, por la cólera
que se apodera de mí siempre que pienso en los innobles y criminales medios que
se emplean para conservar las naciones en una esclavitud eterna, a fin de poder
esquilmarlas mejor, sin duda alguna. ¿Qué significan los crímenes de todos los
Tropmann del mundo en presencia de ese crimen de lesa humanidad que se comete
diariamente, en pleno día, en toda la superficie del mundo civilizado, por
aquellos mismos que se atreven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo
al mito del pecado original.
Dios dio la razón a Satanás y reconoció que el diablo
o había engañado a Adán y a Eva prometiéndoles la ciencia y la libertad, como
recompensa del acto de desobediencia que les había inducido a cometer; porque
tan pronto como hubieron comido del fruto prohibido, Dios se dijo a sí mismo
(véase la Biblia): “He aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros,
sabe del bien y del mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna,
a fin de que no se haga inmortal como nosotros”.
Dejemos ahora a un lado la parte fabulesca de este
mito y consideremos su sentido verdadero. El sentido es muy claro. El hombre se
ha emancipado, se ha separado de la animalidad y se ha constituido como hombre;
ha comenzado su historia y su desenvolvimiento propiamente humano por un acto
de desobediencia y de ciencia, es decir, por la rebeldía y por el pensamiento.
Tres elementos o, si queréis, tres principios
fundamentales, constituyen las condiciones esenciales de todo desenvolvimiento
humano, tanto colectivo como individual, en la historia: 1º la animalidad
humana; 2º el pensamiento, y 3º la rebeldía. A la primera corresponde propiamente la
economía social y privada; la segunda, la ciencia, y a la tercera, la libertad.
Los idealistas de todas las escuelas, aristócratas y
burgueses, teólogos y metafísicos, políticos y moralistas, religiosos,
filósofos o poetas, sin olvidar los economistas liberales, adoradores
desenfrenados de lo ideal, como se sabe-, se ofenden mucho cuando se les dice
que el hombre, con toda su inteligencia magnifica, sus ideas sublimes y sus
aspiraciones infinitas, no es, como todo lo que existe en el mundo, más que
materia, más que un producto de esa vil materia. Podríamos responderles que la
materia de que hablan los materialistas -materia espontánea y eternamente
móvil, activa, productiva; materia química u orgánicamente determinada, y
manifestada por las propiedades o las fuerzas mecánicas, físicas, animales o
inteligentes que le son inherentes por fuerza- no tiene nada en común con la
vil materia de los idealistas. Esta última, producto de su falsa abstracción,
es efectivamente un ser estúpido, inanimado, inmóvil, incapaz de producir la
menor de las cosas, un caput mortum, una rastrera imaginación opuesta a
esa bella imaginación que llaman Dios, ser supremo ante el que a materia, la
materia de ellos, despojada por ellos mismos de todo lo que constituye la
naturaleza real, representa necesariamente la suprema Nada. Han
quitado a la materia la inteligencia, la vida, todas las cualidades
determinantes, las relaciones activas o las fuerzas, el movimiento mismo sin el
cual la materia no sería siquiera pesada, no dejándole más que la
imponderabilidad y la inmovilidad absoluta en el espacio; han atribuido todas
esas fuerzas, propiedades y manifestaciones naturales, al ser imaginario creado
por su fantasía abstractiva; después, tergiversando los papeles, han llamado a
ese producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada: “Ser
supremo”. Por consiguiente han declarado que el ser real, la materia, el mundo,
es la Nada. Después
de eso vienen a decirnos gravemente que esa materia es incapaz de reducir nada,
ni aun de ponerse en movimiento por sí misma, y que, por consiguiente, ha
debido ser creada por Dios.
En otro escrito he puesto al desnudo los absurdos
verdaderamente repulsivos a que se es llevado fatalmente por esa imaginación de
un Dios, sea personal, sea creador y ordenador de los mundos; sea impersonal y
considerado como una especie de alma divina difundida en todo el universo, del
que constituiría el principio eterno; o bien como idea indefinida y divina,
siempre presente y activa en el mundo y manifestada siempre por la totalidad de
seres materiales y finitos. Aquí me limitaré a hacer resaltar un solo punto.
Se concibe perfectamente el desenvolvimiento sucesivo
del mundo material, tanto como de la vida orgánica, animal, y de la
inteligencia históricamente progresiva, individual y social, del hombre en ese
mundo. Es un movimiento por completo natural de lo simple a lo compuesto, de
abajo arriba o de lo inferior a lo superior; un movimiento conforme a todas
nuestras experiencias diarias, y, por consiguiente, conforme también a nuestra
lógica natural, a las propias leyes de nuestro espíritu, que, no conformándose
nunca y no pudiendo desarrollarse más que con la ayuda de esas mismas
experiencias, no es, por decirlo así, más que la reproducción mental, cerebral,
o su resumen reflexivo.
El sistema de los idealistas nos presenta
completamente lo contrario. Es el trastorno absoluto de todas experiencias
humanas y de ese buen sentido universal y común que es condición esencial de
toda entente humana y que, elevándose de esa verdad tan simple tan unánimemente
reconocida de que dos más dos son cuatro, hasta las consideraciones científicas
más sublimes y más complicadas, no admitiendo por otra parte nunca nada que no
sea severamente confirmado por la experiencia o por la observación de las cosas
o de los hechos, constituye la única base seria de los conocimientos humanos.
En lugar de seguir la vía natural de abajo arriba, e
lo inferior a lo superior y de lo relativamente simple a lo complicado; en
lugar de acompañar prudente, racionalmente, el movimiento progresivo y real del
mundo llamado inorgánico al mundo orgánico, vegetal, después animal, y después
específicamente humano; de la materia química o del ser químico a la materia
viva o al ser vivo, y del ser vivo al ser pensante, los idealistas,
obsesionados, cegados e impulsados por el fantasma divino que han heredado de
la teología, toman el camino absolutamente contrario. Proceden de arriba a
abajo, de lo superior a lo inferior, de lo complicado a lo simple. Comienzan
por Dios, sea como persona, sea como sustancia o idea divina, y el primer paso
que dan es una terrible voltereta de las alturas sublimes del eterno ideal al
fango del mundo material; de la perfección absoluta a la imperfección absoluta;
del pensamiento al Ser, o más bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo, cómo y
por qué el ser divino, eterno, infinito, lo Perfecto absoluto, probablemente
hastiado de sí mismo, se ha decidido al salto mortale desesperado; he
ahí lo que ningún idealista, ni teólogo, ni metafísico, ni poeta ha sabido comprender
jamás él mismo ni explicar a los profanos.
Todas las religiones pasadas y presentes y todos los
sistemas de filosofía transcendentes ruedan sobre ese único o inicuo misterio.
Santos hombres, legisladores inspirados, profetas, Mesías, buscaron en él la
vida y no hallaron más que la tortura y la muerte. Como la
esfinge antigua, los ha devorado, porque no han sabido explicarlo. Grandes
filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibnitz, Kant,
Fichte, Schelling y Hegel, sin hablar de los filósofos hindúes, han escrito
montones de volúmenes y han creado sistemas tan ingeniosos como sublimes, en
los cuales dijeron de paso muchas bellas y grandes cosas y descubrieron
verdades inmortales, pero han dejado ese misterio, objeto principal de sus
investigaciones trascendentes, tan insondable como lo había sido antes de
ellos. Pero puesto que los esfuerzos gigantes -como de los más admirables
genios que el mundo conoce y que durante treinta siglos al menos han emprendido
siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo- no han culminado sino en la mayor
incomprensión aún de ese misterio, ¿podremos esperar que nos será descubierto
hoy por las especulaciones rutinarias de algún discípulo pedante de una
metafísica artificiosamente recalentadas y eso en una época en que todos los
espíritus vivientes y serios se han desviado de esa ciencia explicable, surgida
de una transacción, históricamente explicable sin duda, entre la irracionalidad
de la fe y la sana razón científica?
Es evidente que este terrible misterio es
inexplicable, es decir, que es absurdo, porque lo absurdo es lo único que no se
puede explicar. Es evidente que el que tiene necesidad de él para su dicha,
para su vida, debe renunciar a su razón y, volviendo, si puede, a la ingenua,
ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y con todos los creyentes sinceros
estas palabras que resumen la quintaesencia misma de la teología: Credoquia
absurdum. Entonces toda discusión cesa, y no queda más que la estupidez
triunfante de la fe. Pero
entonces se promueve también otra cuestión: ¿Cómo puede nacer en un hombre
inteligente e instruido la necesidad de creer en ese misterio?
Que la creencia en Dios creador, ordenador y juez,
maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se haya conservado en el pueblo, y
sobre todo en las poblaciones rurales, mucho más aún que en el proletariado de
las ciudades, nada más natural. El pueblo desgraciadamente, es todavía muy
ignorante; y es mantenido en su ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de
todos los gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sin razón, como una de
las condiciones más esenciales de su propia potencia. Aplastado por su trabajo
cotidiano, privado de ocio, de comercio intelectual, de lectura, en fin, de
casi todos los medios y de una buena parte de los estimulantes que desarrollan
la reflexión en los hombres, el pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en
conjunto las tradiciones religiosas que, envolviéndolo desde su nacimiento en
todas las circunstancias de su vida, y artificialmente mantenidas en su seno
por una multitud de envenenadores oficiales de toda especie, sacerdotes y
laicos, se transforman en él en una suerte de hábito mental moral, demasiado a
menudo más poderoso que su buen sentido natural. Hay otra razón que explica y
que legitima en cierto modo las creencias absurdas del pueblo. Es la situación
miserable a que se encuentra fatalmente condenado por la organización económica
de la sociedad en los países más civilizados de Europa. Reducido, tanto
intelectual y moralmente como en su condición material al mínimo de una
existencia humana, encerrado en su vida como un prisionero en su prisión, sin
horizontes, sin salida, sin porvenir mismo, si se cree a los economistas, el
pueblo debería tener el alma singularmente estrecha y el instinto achatado de
los burgueses para no experimentar la necesidad de salir de ese estado; pero
para eso no hay más que tres medios, dos de ellos ilusorios y el tercero real.
Los dos primeros son el burdel y la iglesia, el libertinaje del cuerpo y el
libertinaje del alma; el tercero es la revolución social. De donde concluyo que
esta última únicamente, mucho más al menos que todas las propagandas teóricas
de los librepensadores, será capaz de destruir hasta los mismos rastros de las
creencias religiosas y de los hábitos de desarreglo en el pueblo, creencias y
hábitos que están más íntimamente ligados de lo que se piensa; que,
sustituyendo los goces a la vez ilusorios y brutales de ese libertinaje
corporal y espiritual, por los goces tan delicados como reales de la humanidad plenamente
realizada en cada uno de nosotros y en todos, la revolución social únicamente
tendrá el poder de cerrar al mismo tiempo todos los burdeles y todas las
iglesias. Hasta entonces, el pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene
razón para creer, tendrá al menos el derecho.
Hay una categoría de gentes que, si no cree, debe
menos aparentar que cree. Son todos los atormentadores, todos los opresores y
todos los explotadores de la humanidad. Sacerdotes, monarcas, hombres de
Estado, hombres de guerra, financistas públicos y privados, funcionarios de
todas las especies, policías, carceleros y verdugos, monopolizadores,
capitalistas, empresarios y propietarios, abogados, economistas, políticos de
todos los colores, hasta el último comerciante, todos repetirán al unísono
estas palabras de Voltaire: Si Dios no existiese habría que inventario. Porque,
comprenderéis, es precisa una religión para el pueblo. Es la válvula de
seguridad.
Existe, en fin, una categoría bastante numerosa de
almas honestas, pero débiles, que, demasiado inteligentes para tomar en serio
los dogmas cristianos, los rechazan en detalle, pero no tienen ni el valor, ni
la fuerza, ni la resolución necesarios para rechazarlos totalmente. Dejan a
vuestra crítica todos los absurdos particulares de la religión, se burlan de
todos los milagros, pero se aferran con desesperación al absurdo principal,
fuente de todos los demás, al milagro que explica y legitima todos los otros
milagros: a la existencia de Dios. Su Dios no es el ser vigoroso y potente, el
Dios brutalmente positivo de la
teología. Es un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo
ilusorio que cuando se cree palparle se transforma en Nada; es un milagro, un ignis
fatuus que ni calienta ni ilumina. Y, sin embargo, sostienen y creen que si
desapareciese, desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfermizas,
desorientadas en la civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al
porvenir, pálidos fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra,
y que ocupan entre la política burguesa y el socialismo del proletariado
absolutamente la misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta
el fin, ni para querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor
esforzándose siempre por conciliar lo inconciliable. En la vida pública se
llaman socialistas burgueses.
Ninguna discusión con ellos ni contra ellos es
posible. Están demasiado enfermos. Pero hay un pequeño número de hombres
ilustres, de los cuales nadie se atreverá a hablar sin respeto, y de los cuales
nadie pensará en poner en duda ni la salud vigorosa, ni la fuerza de espíritu,
ni la buena fe. Baste citar los nombres de Mazzini, de Michelet, de Quinet, de
John Stuart Mill. Almas generosas y fuertes, grandes corazones, grandes
espíritus, grandes escritores y, el primero, resucitador heroico y
revolucionario de una gran nación, son todos los apóstoles del idealismo y los
adversarios apasionados del materialismo, y por consiguiente también del
socialismo, en filosofía como en política. Es con ellos con quienes hay que
discutir esta cuestión.
Comprobemos primero que ninguno de los hombres
ilustres que acabo de mencionar, ni ningún otro pensador idealista un poco
importante de nuestros días, se ha ocupado propiamente de la parte lógica de
esta cuestión. Ninguno ha tratado de resolver filosóficamente la posibilidad
del salto mortale divino de las regiones eternas y puras del espíritu al
fango del mundo material. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble contradicción y
desesperan de resolverla después que han fracasado los más grandes genios de la
historia, o bien a han considerado como suficientemente resuelta ya? Es su
secreto. El hecho es que han dejado a un lado la demostración teórica de la
existencia de un Dios, y que no han desarrollado más que las razones y las
consecuencias prácticas de ella. Han hablado de ella todos como de un hecho
universalmente aceptado y como tal imposible de convertirse en objeto de una
duda cualquiera, limitándose, por toda prueba, a constatar la antigüedad y la
universalidad misma de la creencia en Dios. Esta unanimidad imponente, según la
opinión de muchos hombres y escritores ilustres, y para no citar sino los más
renombrados de ellos, según la opinión elocuentemente expresada de Joseph de
Maistre y del gran patriota italiano Giuseppe Mazzini, vale más que todas las
demostraciones de la ciencia; y si la idea de un pequeño número de pensadores
consecuentes y aun muy poderosos, pero aislados, le es contraria, tanto peor,
dicen ellos, para esos pensadores y para su lógica, porque el consentimiento
general, la adopción universal y antigua de una idea han sido considerados en
todos los tiempos como la prueba más victoriosa de su verdad. El sentimiento de
todo el mundo, una convicción que se encuentra y se mantiene siempre y en todas
partes, no podría engañarse. Debe tener su raíz en una necesidad absolutamente
inherente a la naturaleza misma del hombre. Y puesto que ha sido comprobado que
todos los pueblos pasados y presentes han creído y creen en la existencia de
Dios, es evidente que los que tienen la desgracia de dudar de ella, cualquiera
que sea la lógica que los haya arrastrado a esa duda, son excepciones
anormales, monstruos.
Así, pues, la antigüedad y la universalidad de una
creencia serían, contra toda la ciencia y contra toda lógica, una prueba
suficiente e irreductible de su verdad. ¿Y por qué?
Hasta el siglo de Copérnico y de Galileo, todo el
mundo había creído que el Sol daba vueltas alrededor de la Tierra. ¿No se
engañó todo el mundo? ¿Hay cosa más antigua y más universal que la esclavitud?
La antropofagia quizá. Desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestros
días hubo siempre y en todas partes explotación del trabajo forzado de las
masas, esclavas, siervas o asalariadas, por alguna minoría dominante; la opresión
de los pueblos por la iglesia y por el estado. ¿Es preciso concluir que esa
explotación y esa opresión sean necesidades absolutamente inherentes a la
existencia misma de la sociedad humana? He ahí ejemplos que muestran que la
argumentación de los abogados del buen Dios no prueba nada.
Nada es en efecto tan universal y tan antiguo como lo
inicuo y lo absurdo, y, al contrario, son la verdad la justicia las que, en el
desenvolvimiento de las sociedades humanas, son menos universales y más
jóvenes; lo que explica también el fenómeno histórico constante de las
persecuciones inauditas de que han sido y continúan siendo objeto aquellos que
las proclaman, primero por parte de los representantes oficiales, patentados e
interesados de las creencias “universales” y “antiguas”, y a menudo por parte
también de aquellas mismas masas populares que, después de haberlos
atormentado, acaban siempre por adoptar y hacer triunfar sus ideas.
Para nosotros, materialistas y socialistas
revolucionarios, no hay nada que nos asombre ni nos espante en ese fenómeno
histórico. Fuertes en nuestra conciencia, nuestro amor a la verdad, en esa
pasión lógica que constituye por sí una gran potencia, y al margen de la cual
no hay pensamiento; fuertes en nuestra pasión por la justicia y en nuestra fe
inquebrantable en el triunfo de la humanidad sobre todas las bestialidades
teóricas prácticas; fuertes, en fin, en la confianza y en el apoyo mutuos que
se prestan el pequeño número de los que comparten nuestras convicciones, nos
resignamos por nosotros mismos a todas las consecuencias de ese fenómeno
histórico, en el que vemos la manifestación de una ley social tan natural, tan
necesaria y tan invariable como todas las demás leyes que gobiernan el mundo.
Esta ley es una consecuencia lógica, inevitable, del
origen animal de la sociedad humana; ahora bien, frente a todas las pruebas
científicas, psicológicas, históricas que se han acumulado en nuestros días,
tanto como frente a los hechos de los alemanes, conquistas de Francia, que dan
hoy una demostración tan brillante de ello, no es posible, verdaderamente,
dudar de la realidad de ese origen. Pero desde el momento que se acepta ese
origen animal del hombre, se explica todo. La historia se nos aparece,
entonces, como la negación revolucionaria, ya sea lenta, apática, adormecida,
ya sea apasionada y poderosa del pasado. Consiste precisamente en la negación
progresiva de la animalidad primera del hombre por el desenvolvimiento de su
humanidad. El hombre, animal feroz, primo del gorila, ha partido de la noche
profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica
de una manera completamente natural todas sus divagaciones pasadas, y nos
consuela en parte de sus errores presentes. Ha partido de la esclavitud animal
y después de atravesar su esclavitud divina, término transitorio entre su
animalidad y su humanidad, marcha hoy a la conquista y a la realización de su
libertad humana. De donde resulta que la antigüedad de una creencia, de una
idea, lejos de probar algo en su favor, debe, al contrario, hacérnosla
sospechosa. Porque detrás de nosotros está nuestra animalidad y ante nosotros
la humanidad, y la luz humana, la única que puede calentarnos e iluminamos, la
única que puede emanciparnos, nos hace dignos, libres, dichosos, y la realización
de la fraternidad entre nosotros no está al principio, sino, relativamente a la
época en que vive, al fin de la
historia. No miremos, pues, nunca atrás, miremos siempre
hacia adelante, porque adelante está nuestro sol y nuestra salvación; y si es
permitido, si es útil y necesario volver nuestra vista al estudio de nuestro
pasado, no es más que para comprobar lo que hemos sido y lo que no debemos ser
más, lo que hemos creído y pensado, y lo que no debemos creer ni pensar más, lo
que hemos hecho y lo que no debemos volver a hacer.
Esto por lo que se refiere a la antigüedad. En
cuanto a la universalidad de un error, no prueba más que una cosa: la
similitud, si no la perfecta identidad de la naturaleza humana en todos los
tiempos y bajo todos los climas. Y puesto que se ha comprobado que los pueblos
de todas las épocas de su vida han creído, y creen todavía, en Dios, debemos
concluir simplemente que la idea divina, salida de nosotros mismos, es un error
históricamente necesario en el desenvolvimiento de la humanidad, y preguntarnos
por qué y cómo se ha producido en la historia, por qué la inmensa mayoría de la
especie humana la acepta aún como una verdad.
En tanto que no podamos darnos cuenta de la manera
cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino y cómo ha debido
fatalmente producirse en el desenvolvimiento histórico de la conciencia humana,
podremos estar científicamente convencidos del absurdo de esa idea, pero no
llegaremos a destruirla nunca en la opinión de la mayoría. En efecto: no
estaremos en condiciones de atacarla en las profundidades mismas del ser
humano, donde ha nacido, y, condenados una lucha estéril, sin salida y sin fin,
deberemos contentamos siempre con combatirla sólo en la superficie, en sus
innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, apenas derribado por los golpes del
sentido común, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva no menos insensata.
En tanto que persista la raíz de todos los absurdos que atormentan al mundo, la
creencia en Dios permanecerá intacta, no cesará de echar nuevos retoños. Es así
como en nuestros días, en ciertas regiones de la más alta sociedad, el
espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo.
No es sólo en interés de las masas, sino también en
de la salvación de nuestro propio espíritu debemos forzarnos en comprender la
génesis histórica de la idea de Dios, la sucesión de las causas que
desarrollaron produjeron esta idea en la conciencia de los hombres. Podremos
decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos comprendido esas causas, nos
dejaremos dominar más o menos por los clamores de esa conciencia universal de
la que no habremos sorprendido el secreto; y, vista la debilidad natural del
individuo, aun del más fuerte ante la influencia omnipotente del medio social que
lo rodea, corremos siempre el riesgo de volver a caer tarde o temprano, y de
una manera o de otra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos e esas
conversiones vergonzosas son frecuentes en la sociedad actual.
He señalado ya la razón práctica principal del poder
ejercido aún hoy por las creencias religiosas sobre las masas. Estas
disposiciones místicas no denotan tanto en sí una aberración del espíritu como
un profundo descontento del corazón. Es la protesta instintiva y apasionada del
ser humano contra las estrecheces, las chaturas, los dolores y las vergüenzas
de una existencia miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, no hay más que un
remedio: la revolución social. Entre tanto, otras veces he tratado de exponer
las causas que presidieron el nacimiento y el desenvolvimiento histórico de las
alucinaciones religiosas en la conciencia del hombre. Aquí no quiero tratar esa
cuestión de la existencia de un Dios, o del origen divino del mundo y del
hombre, más que desde el punto de vista de su utilidad moral y social, y sobre
la razón teórica de esta creencia no diré más que pocas palabras, a fin de
explicar mejor mi pensamiento.
Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses
y sus profetas, sus Mesías y sus santos, han sido creadas por la fantasía
crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena
posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo
religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la
ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y
trastrocada, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del
nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron
en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la
inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que, en su
marcha históricamente regresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la
naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un defecto cualquiera, lo
atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, ampliado
desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de su
fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de los
hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la
tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el cielo,
más miserable se volvía la
tierra. Una vez instalada la divinidad, fue proclamada
naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto de todas
las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el hombre, su
verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, se
arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo. El
cristianismo es, precisamente, la religión por excelencia, porque expone y
manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema
religioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la
humanidad en beneficio de la divinidad.
Siendo Dios todo, el mundo real y el hombre no son
nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo bello, la potencia y la
vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia
y la muerte.
Siendo Dios el amo, el hombre es el esclavo. Incapaz de
hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida eterna, no puede llegar a
ellas más que mediante una revelación divina. Pero quien dice revelación, dice
reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y legisladores inspirados por Dios,
mismo; y una vez reconocidos aquellos como representantes de la divinidad en la
Tierra, como los santos institutores de la humanidad, elegidos por Dios mismo
para dirigirla por la vía de la salvación, deben ejercer necesariamente un
poder absoluto. Todos los hombres les deben una obediencia ilimitada y pasiva,
porque contra la razón divina no hay razón humana y contra la justicia de Dios
no hay justicia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los hombres deben
serlo también de la iglesia y del Estado, en tanto que este último es
consagrado por la iglesia.
He ahí lo que el cristianismo comprendió mejor que todas las
religiones que existen o que han existido, sin exceptuar las antiguas
religiones orientales, que, por lo demás, no han abarcado más que pueblos
concretos y privilegiados, mientras que el cristianismo tiene la pretensión de
abarcar la humanidad entera; y he ahí lo que, de todas las sectas cristianas,
sólo el catolicismo romano ha proclamado y realizado con una consecuencia
rigurosa. Por eso el cristianismo es la religión absoluta, la religión última,
y la iglesia apostólica y romana la única consecuente, legítima y divina. Que
no parezca mal a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos,
políticos o poetas: la idea de Dios implica la abdicación de la razón humana y
de la justicia humana, es la negación más decisiva de la libertad humana y
lleva necesariamente a la esclavitud los hombres, tanto en la teoría como en la práctica. A menos de
querer la esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como lo quieren los
jesuitas, como lo quieren los monjes, los pietistas o los metodistas
protestantes, no podemos, no debemos hacer la menor concesión ni al dios de la
teología ni al de la metafísica porque en ese alfabeto místico, el que comienza
por decir A deberá fatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere adorar a Dios
debe, sin hacerse ilusiones pueriles, renunciar bravamente a su libertad y a su
humanidad.
Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el
hombre puede y debe ser libre: por consiguiente, Dios no existe.
Desafío a quienquiera que sea a salir de ese círculo,
y ahora, escojamos. ¿Es necesario recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen
las religiones a los pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumento
principal de la emancipación humana, y los reducen a la imbecilidad, condición
esencial de su esclavitud. Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signo y
una fuente de servidumbre.
Matan la noción y el sentimiento de la justicia
humana, haciendo inclinar siempre la balanza del lado de los pícaros
triunfantes, objetos privilegiados de la gracia divina. Matan la altivez y la
dignidad, no protegiendo más que a los que se arrastran y a los que se
humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de fraternidad
humana, llenándolo de crueldad divina.
Todas las religiones son crueles, todas están
fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del
sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la
insaciable venganza de la
divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre
la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la
gracia, es el divino verdugo. Eso nos explica por qué los sacerdotes de todas
las religiones, los mejores, los más humanos, los más suaves, tienen casi
siempre en el fondo de su corazón -y si no en el corazón en su imaginación, en
espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una otro ejercen sobre el
corazón de los hombres)- por qué hay, digo, en los sentimientos de todo
sacerdote algo de cruel y de sanguinario.
Todo esto, nuestros ilustres idealistas
contemporáneos lo saben mejor que nadie. Son hombres sabios e conocen la
historia de memoria; y como son al mismo tiempo hombres vivientes, grandes
almas penetradas por un amor sincero y profundo hacia el bien de la humanidad,
han maldito y zaherido todos estos efectos, todos estos crímenes de la religión
con una elocuencia sin igual. Rechazan con indignación toda solidaridad con el
Dios de las religiones positivas y con sus representantes pasados y presentes
sobre la Tierra.
El Dios que adoran o que creen adorar se distingue
precisamente de los dioses reales de la historia, en que no es un Dios
positivo, ni determinado de ningún modo, ya sea teológico, ya sea
metafísicamente. No es ni el ser supremo de Robespierre y de Rousseau, ni el
Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios a la vez trascendente e
inmanente y muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de darle una determinación
positiva cualquiera, sintiendo que toda determinación lo sometería a la acción
disolvente de la crítica.
No dirán de él si es un Dios personal o impersonal, si ha
creado o si no ha creado el mundo; no hablarán siquiera de su divina
providencia. Todo eso podría comprometerlos. Se contentarán con decir: “Dios” y
nada más. Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una idea, es una aspiración.
Es el nombre genérico de todo lo que les parece de,
bueno, bello, noble, humano. Pero, ¿por qué dicen entonces: “hombre”? ¡Ah! es
que el rey Guillermo de Prusia y Napoleón III y todos sus semejantes son
igualmente hombres; y he ahí lo que más les embaraza. La humildad real nos
presenta el conjunto de todo lo que hay de más sublime, de más bello y de todo
lo que hay de más vil y de más monstruoso en el mundo. ¿Cómo salir de ese
atolladero? Llaman a lo uno divino y a lo otro bestial, representándose la
divinidad y la animalidad como los dos polos entre los cuales se coloca la humanidad. No
quieren o no pueden emprender que esos tres términos no forman más que uno y
que si se los separa se los destruye.
No están fuertes en lógica, y se diría que la desprecian. Es eso
lo que los distingue de los metafísicos y deístas, y lo que imprime a sus ideas
el carácter de un idealismo práctico, sacando mucho menos sus inspiraciones del
desenvolvimiento severo de un pensamiento, que de las experiencias, casi diré
de las emociones, tanto históricas y colectivas como individuales de la vida. Eso da a su
propaganda una apariencia de riqueza y de potencia vital, pero una apariencia
solamente porque la vida misma se hace estéril cuando es paralizada por una
contradicción lógica.
La contradicción es ésta: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se
obstinan en poner juntos esos dos términos, que, una vez separados, no pueden
encontrarse de nuevo más que para destruirse recíprocamente. Dicen de un tirón:
“Dios y la libertad del hombre”; “Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad,
la fraternidad y la prosperidad de los hombres”, sin preocuparse de la lógica
fatal conforme a la cual, si Dios existe todo queda condenado a la no-existencia. Porque
si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoluto, y si amo
existe el hombre es esclavo; pero si es esclavo, no hay para él ni justicia ni
igualdad ni fraternidad ni prosperidad posibles. Podrán, contrariamente al buen
sentido y a todas las experiencias de la historia, reventarse a su Dios animado
del más tierno amor por la libertad humana: un amo, haga lo que quiera y por
liberal que quiera mostrarse, no deja de ser un amo y su existencia implica
necesariamente la esclavitud de todo lo que se encuentra por debajo de él.
Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para
él más que un solo medio de servir a la libertad humana: dejar de existir.
Como celoso amante de la libertad humana y
considerándolo como la condición absoluta de todo lo que adoramos y respetamos
en la humanidad, doy vuelta a la frase de Voltaire y digo: si Dios existiese
realmente, habría que hacerlo desaparecer.
La severa lógica que me dicta estas palabras es
demasiado evidente para que tenga necesidad de desarrollar más esta
argumentación. Y me parece imposible que los hombres ilustres a quienes
mencioné, tan célebres y tan justamente respetados, no hayan sido afectados por
ella y no se hayan percatado de la contradicción en que caen al hablar de Dios
y de la libertad humana a la
vez. Para que lo hayan pasado por alto, a sido preciso que
hayan pensado que esa inconsecuencia o que esa negligencia lógica era necesaria
prácticamente para el bien mismo de la humanidad.
Quizá también, al hablar de la libertad como de una
cosa que es para ellos muy respetable y muy querida, la comprenden de distinto
modo a como nosotros la entendemos, nosotros, materialistas y socialistas
revolucionarios. En efecto; no hablan de ella sin añadir inmediatamente otra
palabra, la de autoridad, una palabra y una cosa que detestamos de todo
corazón.
¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las
leyes naturales que se manifiestan en el encadenamiento y en la sucesión fatal
de los fenómenos, tanto del mundo físico como del mundo social? En efecto;
contra esas leyes, la rebeldía no sólo está prohibida, sino que es imposible.
Podemos desconocerlas o no conocerlas siquiera, pero no podemos desobedecerlas,
porque constituyen la base y las condiciones mismas de nuestra existencia; nos
envuelven, nos penetran, regulan todos nuestros movimientos, nuestros
pensamientos y nuestros actos; de manera que, aun cuando las queramos
desobedecer, no hacemos más que manifestar su omnipotencia.
Sí, somos absolutamente esclavos de esas leyes. Pero
no hay nada de humillante en esa esclavitud. Porque la esclavitud supone un amo
exterior, un legislador que se encuentre al margen de aquel a quien ordena;
mientras que estas leyes no están fuera de nosotros, nos son inherentes,
constituyen nuestro ser, todo nuestro ser, tanto corporal como intelectual y
moral; no vivimos, no respiramos, no obramos, no pensamos, no queremos sino
mediante ellas. Fuera de ellas no somos nada, no somos. ¿De dónde procedería,
pues, nuestro poder y nuestro querer rebelamos contra ellas?
Frente a las leyes naturales no hay para el hombre
más que una sola libertad posible: la de reconocerlas y de aplicarlas cada vez
más, conforme al fin de la emanación o de la humanización, tanto colectiva como
individual que persigue. Estas leyes, una vez reconocidas, ejercen una
autoridad que no es discutida por la masa de los hombres. Es preciso, por
ejemplo, ser loco o teólogo, o por lo menos un metafísico, un jurista, o un
economista burgués para rebelarse contra esa ley según a cual dos más dos suman
cuatro. Es preciso tener fe para imaginarse que no se quemará uno en el fuego y
que no se ahogará en el agua, a menos que se recurra a algún subterfugio
fundado aun sobre alguna otra ley natural. Pero esas rebeldías, o más bien esas
tentativas esas locas imaginaciones de una rebeldía imposible no forman más que
una excepción bastante rara; porque, en general, se puede decir que la masa de
los hombres, en su vida cotidiana, se deja gobernar de una manera casi absoluta
por el buen sentido, lo que equivale a decir por la suma de las leyes
generalmente reconocidas.
La gran desgracia es que una gran cantidad de leyes
naturales ya constadas como tales por la ciencia, permanezcan desconocidas para
las masas populares, gracias a los cuidados de esos gobiernos tutelares que no
existen, como se sabe, más que para el bien de los pueblos... Hay otro inconveniente:
la mayor parte de las leyes naturales inherentes al desenvolvimiento de la
sociedad humana, y que son también necesarias, invariables, fatales, como las
leyes que gobiernan el mundo físico, no han sido debidamente comprobadas y
reconocidas por la ciencia misma.
Una vez que hayan sido reconocidas primero por la
ciencia y que la ciencia, por medio de un amplio sistema de educación y de
instrucción populares, las hayan hecho pasar a la conciencia de todos, la
cuestión de la libertad estará perfectamente resuelta. Los autoritarios más
recalcitrantes deben reconocer que entonces no habrá necesidad de organización
política ni de dirección ni de legislación, tres cosas que, ya sea que emanen
de la voluntad del soberano, ya que resulten de los votos de un parlamento
elegido por sufragio universal y aun cuando estén conformes con el sistema de
las leyes naturales -lo que no tuvo lugar jamás y no tendrá jamás lugar-, son
siempre igualmente funestas y contrarias a la libertad de las masas, porque les
impone un sistema de leyes exteriores y, por consiguiente, despóticas.
La libertad del hombre consiste únicamente en esto,
que obedece a las leyes naturales, porque las ha reconocido él mismo como tales
y no porque le hayan sido impuestas exteriormente por una voluntad extraña,
divina o humana cualquiera, colectiva o individual.
Suponed una academia de sabios, compuesta por los
representantes más ilustres de la ciencia; suponed que esa academia sea
encargada de la legislación, de la organización de la sociedad y que, sólo
inspirándose en el puro amor a la verdad, no le dicte más que leyes
absolutamente conformes a los últimos descubrimientos de la ciencia. Y bien, yo
pretendo que esa legislación y esa organización serán una monstruosidad, y esto
por dos razones: La primera, porque la ciencia humana es siempre imperfecta
necesariamente y, comparando lo que se ha descubierto con lo que queda por
descubrir, se puede decir que está todavía en la cuna. De suerte que si
quisiera forzar la vida práctica de los hombres, tanto colectiva como
individual, a conformarse estrictamente, exclusivamente con los últimos datos
de la ciencia, se condenaría a la sociedad y a los individuos a sufrir el
martirio sobre el lecho de Procusto, que acabaría pronto por dislocarlos y por sofocarlos,
pues la vida es siempre infinitamente más amplia que la ciencia.
La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciere
a la legislación de una academia científica, no porque hubiere comprendido su
carácter racional por sí misma (en cuyo caso la existencia de la academia sería
inútil), sino porque una legislación tal, emanada de esa academia, se impondría
en nombre de una ciencia venerada sin comprenderla, sería, no una sociedad de
hombres, sino de brutos. Sería una segunda edición de esa pobre república del
Paraguay que se dejó gobernar tanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una
sociedad semejante no dejaría de caer bien pronto en el más bajo grado del
idiotismo.
Pero hay una tercera razón que hace imposible tal
gobierno: es que una academia científica revestida de esa soberanía digamos que
absoluta, aunque estuviere compuesta por los hombres más ilustres, acabaría
infaliblemente y pronto por corromperse moral e intelectualmente. Esta es hoy,
ya, con los pocos privilegios que se les dejan, la historia de todas las
academias. El mayor genio científico, desde el momento en que se convierte en
académico, en sabio oficial, patentado, cae inevitablemente y se adormece.
Pierde su espontaneidad, su atrevimiento revolucionario, y esa energía incómoda
y salvaje que caracteriza la naturaleza de los grandes genios, llamados siempre
a destruir los mundos caducos y a echar los fundamentos de mundos nuevos. Gana
sin duda en cortesía, sabiduría utilitaria y práctica, lo que pierde en
potencia de pensamiento. Se corrompe, en una palabra.
Es propio del privilegio y de toda posición
privilegiada el matar el espíritu y el corazón de los hombres. El hombre
privilegiado, sea política, sea económicamente, es un hombre intelectual y
moralmente depravado. He ahí una ley social que no admite ninguna excepción, y
que se aplica tanto a las naciones enteras como a las clases, a las compañías
como a los individuos. Es la ley de la igualdad, condición suprema de la
libertad y de la
humanidad. El objetivo principal de este libro es
precisamente desarrollarla y demostrar la verdad en todas las manifestaciones
de la vida humana.
Un cuerpo científico al cual se haya confiado el
gobierno de la sociedad, acabará pronto por no ocuparse absolutamente nada de
la ciencia, sino de un asunto distinto; y ese asunto, como sucede con todos los
poderes establecidos, será el de perpetuarse a sí mismo, haciendo que la
sociedad confiada a sus cuidados se vuelva cada vez más estúpida, y por consiguiente
más necesitada de su gobierno y de su dirección.
Pero lo que es verdad para las academias científicas
es verdad igualmente para todas las asambleas constituyentes y legislativas,
aunque hayan salido del sufragio universal. Este puede renovar su composición,
es verdad, pero eso no impide que se forme en unos pocos años un cuerpo de
políticos, privilegiados de hecho, o de derecho, y que, al dedicarse
exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, acaban formar
una especie de aristocracia o de oligarquía política. Ved si no los Estados
Unidos de América y Suiza. Por tanto, nada de legislación exterior y de
legislación interior, pues por otra parte una es inseparable de la otra, y
ambas tienden al sometimiento de la sociedad y al embrutecimiento de los
legisladores mismos.
¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad?
Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad
del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril,
consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra, ciencia
especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que se impongan a mí ni el
zapatero, ni el arquitecto ni el sabio. Les escucho libremente y con todo el
respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su saber, pero me reservo mi
derecho incontestable de crítica y de control. No me contento con consultar una
sola autoridad especialista, consulto varias; comparo sus opiniones, y elijo la
que me parece más justa. Pero no reconozco autoridad infalible, ni aun en
cuestiones especiales; por consiguiente, no obstante el respeto que pueda tener
hacia la honestidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo fe
absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a mi razón, la libertad y al
éxito mismo de mis empresas; me transformaría inmediatamente en un esclavo
estúpido y en un instrumento de la voluntad y de los intereses ajenos. Si me
inclino ante la autoridad de los especialistas si me declaro dispuesto a
seguir, en una cierta medida durante todo el tiempo que me parezca necesario
sus indicaciones y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta
por nadie, ni por los hombres ni por Dios. De otro modo la rechazaría con honor
y enviaría al diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me
harían pagar con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de
verdad humana, envueltos en muchas mentiras, que podrían darme.
Me inclino ante la autoridad de los hombres
especiales porque me es impuesta por la propia razón. Tengo conciencia de no
poder abarcar en todos sus detalles y en sus desenvolvimientos positivos más
que una pequeña parte de la ciencia humana. La más grande inteligencia no
podría abarcar el todo. De donde resulta para la ciencia tanto como para la industria,
la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Yo recibo y doy,
tal es la vida humana. Cada uno es autoridad dirigente y cada uno es dirigido a
su vez. Por tanto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de
autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.
Esa misma razón me impide, pues, reconocer una
autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre universal, hombre
que sea capaz de abarcar con esa riqueza de detalles (sin la cual la aplicación
de la ciencia a la vida no es posible), todas las ciencias, todas las ramas de
la vida social. Y si una tal universalidad pudiera realizarse en un solo
hombre, quisiera prevalerse de ella para imponemos su autoridad, habría que
expulsar a ese hombre de la sociedad, porque su autoridad reduciría
inevitablemente a todos los demás a la esclavitud y a la imbecilidad. No
pienso que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho
hasta el presente. Pero no pienso tampoco que deba engordarlos demasiado, ni
concederles sobre todo privilegios o derechos exclusivos de ninguna especie; y
esto por tres razones: primero, porque sucedería a menudo que se tomaría a un
charlatán por un hombre de genio; luego, porque, por este sistema de privilegios,
podría transformar en un charlatán a un hombre de genio, desmoralizarlo y
embrutecerlo, y en fin, porque se daría uno a sí mismo un déspota.
Resumo. Nosotros reconocemos, pues, la autoridad
absoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otro objeto que la
reproducción mental, reflexiva y todo lo sistemática que sea posible, de las
leyes naturales inherentes a la vida tanto material como intelectual y moral
del mundo físico y del mundo social; esos dos mundos no constituyen en realidad
más que un solo y mismo mundo natural. Fuera de esa autoridad, la única
legítima, porque es racional y está conforme a la naturaleza humana, declaramos
que todas las demás son mentirosas, arbitrarias, despóticas y funestas.
Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero
rechazamos la infabilidad y la universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra
iglesia -séame permitido servirme un momento de esta expresión que por otra
parte detesto; la iglesia y el Estado mis dos bestias negras-, en nuestra
iglesia, como en la iglesia protestante, nosotros tenemos un jefe, un Cristo
invisible, la ciencia; y como los protestantes, consecuentes aún que los
protestantes, no quieren sufrir ni papas ni concilios, ni cónclaves de
cardenales infalibles, ni obispos, ni siquiera sacerdotes, nuestro Cristo se
distingue del Cristo protestante y cristiano en que este último es un ser
personal, y el nuestro es impersonal; el Cristo cristiano, realizado ya en un
pasado eterno, se presenta como un ser perfecto, mientras que la realización y
el perfeccionamiento de nuestro Cristo, de la ciencia, están siempre en el
porvenir, lo que equivale a decir que no se realizarán jamás. No reconociendo
la autoridad absoluta más que ciencia absoluta, no comprometemos de ningún
momento nuestra libertad.
Entiendo por las palabras “ciencia absoluta”, la
única verdaderamente universal que reproduciría idealmente el universo, en toda
su extensión y en todos sus detalles infinitos, el sistema o la coordinación de
todas las leyes naturales que se manifiestan en el desenvolvimiento incesante
de los mundos. Es evidente que esta ciencia, objeto sublime de todos los
esfuerzos del espíritu humano, no se realizará nunca en su plenitud absoluta.
Nuestro Cristo quedará, pues, eternamente inacabado, lo cual debe rebajar mucho
el orgullo de sus presentantes patentados entre nosotros. Contra ese Dios hijo,
en nombre del cual pretenderían imponernos autoridad insolente y pedantesca,
apelaremos al Dios padre, que es el mundo real, la vida real de lo cual El no
es más que una expresión demasiado imperfecta y de quien nosotros somos los
representantes inmediatos, los seres reales, que viven, trabajan, combaten,
aman, aspiran, gozan y sufren.
Pero aun rechazando la autoridad absoluta, universal
e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la
autoridad respetable, pero relativa, muy pasajera, muy restringida, de los
representantes de las ciencias especiales, no exigiendo nada mejor que
consultarles en cada caso y muy agradecidos por las indicaciones preciosas que
quieran darnos, a condición de que ellos quieran recibirlas de nosotros sobre
cosas y en ocasiones en que somos más sabios que ellos; y en general, no
pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran
experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre
nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada, y nunca
impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o
celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de
hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho,
y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en
una mentira, nos impondría infaliblemente, como creo haberío demostrado
suficientemente, la esclavitud y el absurdo.
En una palabra, rechazamos toda legislación, toda
autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales,
aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino
en provecho de una minoría dominadora y explotadora, contra los intereses de la
inmensa mayoría sometida.
He aquí en qué sentido somos realmente anarquistas.
Los idealistas modernos entienden la autoridad de una
manera completamente diferente. Aunque libre de las supersticiones
tradicionales de todas las religiones as existentes, asocian, sin embargo, a
esa idea de autoridad un sentido divino, absoluto. Esta autoridad no es la de
una verdad milagrosamente revelada, ni la de una verdad rigurosa y
científicamente demostrada. La fundan sobre un poco de argumentación casi
filosófica, y sobre mucha fe vagamente religiosa, sobre mucho sentimiento
ideal, abstractamente poético. Su religión es como un último ensayo de
divinización de lo que constituye la humanidad en los hombres. Eso es todo lo
contrario de la obra que nosotros realizamos. En vista de la libertad humana,
de la dignidad humana y de la prosperidad humana, creemos deber quitar al cielo
los bienes que ha robado a la tierra, para devolverlos a la tierra; mientras
que esforzándose por cometer un nuevo latrocinio religiosamente heroico, ellos
querrían al contrario, restituir de nuevo al cielo, a ese divino ladrón hoy
desenmascarado -pasado a su vez a saco por la impiedad audaz y por el análisis
científico de los librepensadores-, todo lo que la humanidad contiene de más
grande, de más bello, de más noble.
Les parece, sin duda, que, para gozar de una mayor
autoridad entre los hombres, las ideas y las cosas humanas deben ser investidas
de alguna sanción divina. ¿Cómo se anuncia esa sanción? No por un milagro o en
las religiones positivas, sino por la grandeza o por la santidad misma de las
ideas y de las cosas: lo que es grande, lo que es bello, lo que es noble, lo
que es justo, es reputado divino. En este nuevo culto religioso, todo hombre
que se inspira en estas ideas, en estas cosas, se transforma en un sacerdote,
inmediatamente consagrado por Dios mismo. ¿Y la prueba? Es la grandeza misma de
las ideas que expresa, y de las cosas que realiza: no tiene necesidad de otra.
Son tan santas que no pueden haber sido inspiradas más que por Dios.
He ahí, en pocas palabras, toda su filosofía:
filosofía de sentimientos, no de pensamientos reales, una especie e pietismo
metafísico. Esto parece inocente, pero no lo es, y la doctrina muy precisa, muy
estrecha y muy seca que se oculta bajo la ola intangible de esas formas
poéticas, conduce a los mismos resultados desastrosos que todas las religiones
positivas; es decir, a la negación más completa de la libertad y de la dignidad
humanas.
Proclamar como divino todo lo que haya de grande,
justo, noble, bello en la humanidad, es reconocer, implícitamente, que la
humanidad habría sido incapaz por sí misma de producirlo; lo que equivale a
decir que abandonada a sí misma su propia naturaleza es miserable, inicua, vil
y fea. Henos aquí vueltos a la esencia de toda religión, es decir, a la denigración
de la humanidad para mayor gloria de la divinidad. Y desde el momento que son admitidas
la inferioridad natural del hombre y su incapacidad profunda para elevarse por
sí, fuera de toda inspiración divina, hasta las ideas justas y verdaderas, se
hace necesario admitir también todas las consecuencias ideológicas, políticas y
sociales de las religiones positivas. Desde el momento que Dios, el ser
perfecto y supremo se pone frente a la humanidad, los intermediarios divinos,
los elegidos, los inspirados de Dios salen de la tierra para ilustrar, dirigir
y para gobernar en su nombre a la especie humana especie humana.
¿No se podría suponer que todos los hombres son
igualmente inspirados por Dios? Entonces no habría necesidad de intermediarios,
sin duda. Pero esta suposición es imposible, porque está demasiado contradicha
por los hechos. Sería preciso entonces atribuir a la inspiración divina todos
los absurdos y los errores que se manifiestan, y todos los horrores, las
torpezas, las cobardías y las tonterías que se cometen en el mundo humano. Por
consiguiente, no hay en este mundo más que pocos hombres divinamente
inspirados. Son los grandes hombres de la historia, los genios virtuosos como
dice el ilustre ciudadano y profeta italiano Giuseppe Mazzini. Inmediatamente
inspirados por Dios mismo y apoyándose en el consentimiento universal,
expresado por el sufragio popular -Dio e Popo-, están llamados a gobernar la
sociedad humana.
Henos aquí de nuevo en la iglesia y en el Estado. Es
verdad que en esa organización nueva, establecida, como todas las
organizaciones políticas antiguas, por la gracia de Dios, pero apoyada esta
vez, al menos en la forma, a guisa de concesión necesaria al espíritu moderno,
y como en los preámbulos de los decretos imperiales de Napoleón III, sobre la
voluntad (ficticia) del pueblo; la iglesia no se llamará ya iglesia, se llamará
escuela. Pero sobre los bancos de esa escuela no se sentarán solamente los
niños: estará el menor eterno, el escolar reconocido incapaz para siempre de
sufrir sus exámenes, de elevarse a la ciencia de sus maestros y de pasarse sin
su disciplina: el pueblo. El Estado no se llamará ya monarquía, se llamará
república, pero no dejará de ser Estado, es decir, una tutela oficial y
realmente establecida por una minoría de hombres competentes, de hombres de
genio o de talento, virtuosos, para vigilar y para dirigir la conducta de ese
gran incorregible y niño terrible: el Pueblo. Los profesores de la escuela y
los funcionarios del Estado se harán republicanos; pero no serán por eso menos
tutores, pastores, y el pueblo permanecerá siendo lo que ha sido eternamente
hasta aquí: un rebaño. Cuidado entonces con los esquiladores; porque allí donde
hay un rebaño, habrá necesariamente también esquiladores y aprovechadores del
rebaño.
El pueblo, en ese sistema, será el escolar y el
pupilo eterno. A pesar de su soberanía completamente ficticia, continuará
sirviendo de instrumento a pensamientos, a voluntades y por consiguiente
también a intereses que no serán los suyos. Entre esta situación y la que
llamamos de libertad, de verdadera libertad, hay un abismo. Habrá, bajo formas
nuevas, la antigua opresión y la antigua esclavitud, y allí donde existe la
esclavitud, están la miseria, el embrutecimiento, la verdadera materialización
de la sociedad, tanto de las clases privilegiadas, como de las masas.
Al divinizar las cosas humanas, los idealistas llegan
siempre al triunfo de un materialismo brutal. Y esto por una razón muy
sencilla: lo divino se evapora y sube hacia su patria, el cielo, y en la tierra
queda solamente lo brutal.
Si, el idealismo en teoría tiene por consecuencia
necesaria el materialismo más brutal en la práctica; o, sin duda, para aquellos
que lo predican de buena fe -el resultado ordinario para ellos es ver atacado,
de esterilidad todos sus esfuerzos-, sino para los que se esfuerzan por
realizar sus preceptos en la vida, para la sociedad entera, en tanto ésta se
deja dominar por las doctrinas idealistas.
Para demostrar este hecho general y que puede parecer
extraño al principio, pero que se explica generalmente cuando se reflexiona
más, las pruebas históricas no faltan.
Comparad las dos últimas civilizaciones del mundo
antiguo, la civilización griega y la civilización romana. ¿Cuál es la
civilización más materialista, la más natural por su punto de partida y la más
humana e ideal en sus resultados? La civilización griega.
¿Cuál es al contrario la más abstractamente ideal en
su punto de partida que sacrifica la libertad material del hombre a la libertad
ideal del ciudadano, representada por la abstracción del derecho jurídico, y el
desenvolvimiento natural de la sociedad a la abstracción del Estado, y cuál es
la más brutal en sus consecuencias. La civilización romana, sin duda. La
civilización griega, como todas las civilizaciones antiguas, comprendida la de Roma, ha sido
exclusivamente nacional y ha tenido por base la esclavitud. Pero
a pesar de estas dos grandes faltas históricas, no ha concebido menos y
realizado la idea de la humanidad, y ennoblecido y realmente idealizado la vida
de los hombres; ha transformado los rebaños humanos en asociaciones libres de
hombres libres; ha creado las ciencias, las artes, una poesía, una filosofía
inmortales y las primeras nociones el respeto humano por la libertad. Con la
libertad política y social ha creado el libre pensamiento. Y al final de la Edad Media, en la época
del Renacimiento, ha bastado que algunos griegos emigrados aportasen algunos de
sus libros inmortales a Italia para que resucitaran la vida, la libertad, el
pensamiento, la humanidad, enterrados en el sombrío calabozo del catolicismo.
La emancipación humana, he ahí el nombre de la civilización griega. ¿Y el
nombre de la civilización romana? Es la conquista con todas sus brutales
consecuencias. ¿Y su última palabra? La omnipotencia de los Césares. Es el
envilecimiento y la esclavitud de las naciones y de los hombres. Y hoy aún,
¿qué es lo que mata, qué es lo que aplasta brutalmente, materialmente, en todos
los países de Europa, la libertad y la humanidad? Es el triunfo del principio
cesarista o romano.
Comparad ahora dos civilizaciones modernas: la
civilización italiana y la civilización alemana. La primera representa, sin
duda, en su carácter general, el materialismo; la segunda representa, al
contrario, todo lo que hay de más abstracto, de más puro y de más trascendente
en idealismo. Veamos cuáles son los frutos prácticos de una y de otra.
Italia ha prestado ya inmensos servicios a la causa
de la emancipación humana. Fue la primera que resucitó y que aplicó ampliamente
el principio de la libertad en Europa y que dio a la humanidad sus títulos de
nobleza: la industria, el comercio, la poesía, las artes, las ciencias
positivas, el libre pensamiento. Aplastada después por tres siglos de
despotismo imperial y papas, y arrastrada al lodo por su burguesía dominante,
aparece hoy, es verdad, muy decaída en comparación con lo que ha sido. Y sin
embargo, ¡qué diferencia si se la compara con Alemania! En Italia, a pesar de
esa decadencia, que esperamos pasajera, se puede vivir y respirar humanamente,
libremente, rodeado de un pueblo que parece haber nacido para la libertad. Italia
-aun su burguesía- puede mostrados con orgullo hombres como Mazzini y
Garibaldi. En Alemania se respira la atmósfera de una inmensa esclavitud
política y social, filosóficamente explicada y aceptada por un gran pueblo con
una resignación y una buena voluntad reflexivas. Sus héroes - hablo siempre de
la Alemania presente, no de la Alemania del porvenir; de la Alemania
nobiliaria, burocrática, política y burguesa, no de la Alemania proletaria son
todo lo contrario de Mazzini y de Garibaldi: son hoy Guillermo I, el feroz e
ingenuo representante del dios protestante, son los señores Bismarck y Moltke,
los generales Manteufel Werder. En todas sus relaciones internacionales,
Alemania desde que existe, ha sido lenta, sistemáticamente invasora,
conquistadora, ha estado siempre dispuesta a extender sobre los pueblos vecinos
su propio sometimiento voluntario; y después que se ha constituido en potencia
unitaria, se convirtió en una amenaza, en un peligro para la libertad de toda
Europa. El nombre de Alemania, hoy, es la servilidad brutal y triunfante.
Para mostrar cómo el idealismo teórico se transforma
incesante y fatalmente en materialismo práctico, no hay más que citar el
ejemplo de todas las iglesias cristianas, y naturalmente, y ante todo, el de la
iglesia apostólica y romana. ¿Qué hay de más sublime, en el sentido ideal, de
más desinteresado, de más apartado de todos los intereses de esta tierra que la
doctrina de Cristo predicada por esa iglesia, y qué hay de más brutalmente
materialista que la práctica constante de esa misma iglesia desde el siglo
octavo, cuando comenzó a constituirse como potencia? ¿Cuál ha sido y cuál es
aún el objeto principal de todos sus litigios contra los soberanos de Europa?
Los bienes temporales, las rentas de la iglesia, primero, y luego la potencia
temporal, los privilegios políticos de la iglesia. Es preciso
hacer justicia a esa iglesia, que ha sido la primera en descubrir en la
historia moderna la verdad incontestable, pero muy poco cristiana, de que la
riqueza y el poder económico y la opresión política de las masas son los dos
términos inseparables del reino de la idealidad divina sobre la tierra: la
riqueza que consolida y aumenta el poder que descubre y crea siempre nuevas
fuentes de riquezas, y ambos que aseguran mejor que el martirio y la fe de los apóstoles,
y mejor que la gracia divina, el éxito de la propaganda cristiana. Es una
verdad histórica que las iglesias protestantes no desconocen tampoco. Hablo
naturalmente de las iglesias independientes de Inglaterra, de Estados Unidos y
de Suiza, no de las iglesias sometidas de Alemania. Estas no tienen iniciativa
propia; hacen lo que sus amos, sus soberanos temporales, que son al mismo
tiempo sus jefes espirituales, les ordenan hacer. Se sabe que la propaganda
protestante, la de
Inglaterra y la de Estados Unidos sobre todo, se relaciona de una
manera estrecha con la propaganda de los intereses materiales, comerciales, de
esas dos grandes naciones; y se sabe también que esta última propaganda no
tiene por objeto de ningún modo el enriquecimiento y la prosperidad material de
los países en los que penetra, en compañía de la palabra de Dios, sino más bien
la explotación de esos países, en vista del enriquecimiento y de la prosperidad
material creciente de ciertas clases, muy explotadoras y muy piadosas a la vez,
en su propio país.
En una palabra, no es difícil probar, con la historia
en la mano, que la iglesia, que todas las iglesias, cristianas y no cristianas,
junto a su propaganda espiritualista, y probablemente para acelerar y
consolidar su éxito, no han descuidado jamás la organización de grandes
compañías para la explotación económica de las masas, del trabajo de las masas
bajo la protección con la bendición directas y especiales de una divinidad
cualquiera; que todos los Estados que, en su origen, como se sabe, no han sido,
con todas sus instituciones políticas y jurídicas y sus clases dominantes y
privilegiadas, nada más que sucursales temporales de esas iglesias, no han
tenido igualmente por objeto principal mas que esa misma explotación en
beneficio de las minorías laicas, indirectamente legitimadas por la iglesia; y
que en general la acción del buen Dios y de todos los idealistas divinos sobre
la tierra ha culminado por siempre y en todas partes, en la fundación del
materialismo próspero del pequeño número sobre el idealismo fanático y
constantemente excitado de las masas.
Lo que vemos hoy es una prueba nueva. Con excepción
de esos grandes corazones y de esos grandes espíritus extraviados que he
nombrado, ¿quiénes son hoy los defensores más encarnizados del idealismo?
Primeramente todas las cortes soberanas. En Francia fueron Napoleón III y su
esposa Eugenia; son todos sus ministros de otro tiempo, cortesanos y
ex-mariscales, desde Rouher y Bazaine hasta Fleury y Pietri; son los hombres y
las mujeres de ese mundo imperial, que han idealizado también y salvado a
Francia. Son esos periodistas y esos sabios: los Cassagnac, los Girardin, los
Duvemois, los Veuillot, los Leverrier, los Dumas. Es en fin la negra falange de
los y de las jesuitas de toda túnica; es toda la nobleza y toda la alta y media
burguesía de Francia. Son los doctrinarios liberales y los liberales sin
doctrina: los Guizot, los Thiers, los Jules Favre, los Jules Simon, todos
defensores encarnizados de la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, es
Guillermo I, el verdadero demostrador actual del buen Dios sobre la tierra; son
todos los generales, todos sus oficiales pomeranos y de los otros, todo su
ejército que, fuerte en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia de la
manera ideal que se sabe. En Rusia es el zar y toda su corte; son los Muravief
y los Berg, todos los degolladores y los piadosos convertidores de Polonia. En
todas partes, en una palabra, el idealismo, religioso o filosófico -el uno no
es sino la traducción más o menos libre del otro-, sirve de bandera a la fuerza
sanguinaria y brutal, a la explotación material desvergonzada; mientras que, al
contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad
económica y de la justicia social, ha sido levantada por el idealismo práctico
de las masas oprimidas y hambrientas, que tienden a realizar la más grande
libertad y el derecho humano de cada uno en la fraternidad de todos los hombres
sobre la tierra. ¿Quiénes son los verdaderos idealistas -no los idealistas de
la abstracción, sino de la vida; no del cielo, sino de la tierra- y quiénes son
los materialistas? Es evidente que el idealismo teórico o divino tiene
condición esencial el sacrificio de la lógica, de la razón humana, la
renunciación a la ciencia.
Se ve, por otra parte, que al defender las doctrinas
idealistas se halla uno forzosamente arrastrado al partido de los opresores y
de los explotadores de las masas populares. He ahí dos grandes razones que
parecían deber bastar para alejar del idealismo todo gran espíritu, todo gran
corazón. ¿Cómo es que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes,
ciertamente, no es el espíritu, ni el corazón, ni la buena voluntad lo les
falta, y que han consagrado su existencia entera al servicio de la humanidad,
cómo es que se obstinan en permanecer en las filas de los representantes de una
doctrina en lo sucesivo condenada y deshonrada? Es preciso que sean impulsados
a ello por una razón muy poderosa. No pueden ser ni la lógica ni la ciencia,
porque la ciencia y la lógica han pronunciado su veredicto contra la doctrina
idealista. No pueden ser tampoco los intereses personales, porque esos hombres
infinitamente por encima de todo lo que tiene nombre de interés personal. Es
preciso que sea una poderosa razón moral. ¿Cuál? No puede haber más una: esos
hombres ilustres piensan, sin duda, que las teorías o las creencias idealistas
son esencialmente necesarias para la dignidad y la grandeza moral del hombre, y
que las teorías materialistas, al contrario, lo rebajan al nivel de los
animales.
¿Y si la verdad fuera todo lo contrario? Todo
desenvolvimiento, he dicho, implica la negación del punto de partida. El punto
de partida, según la escuela materialista, es material, y la negación debe ser
necesariamente ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real, o de lo que se
llama abstractamente la materia, se llega lógicamente a la idealización real,
es decir, a la humanización, a la emancipación plena y entera de la sociedad. Al
contrario, y por la misma razón, siendo ideal el punto de partida de la escuela
idealista, esa escuela llega forzosamente a la materialización de sociedad, a
la organización de un despotismo brutal y de una explotación inicua e innoble,
bajo la forma de la iglesia y del Estado. El desenvolvimiento histórico del
hombre, según la escuela materialista, es una ascensión progresiva; en el
sistema idealista, no puede haber más que una caída continua.
En cualquier cuestión humana que se quiera
considerar, se encuentra siempre esa misma contradicción esencial entre las dos
escuelas. Por tanto, como hice observar ya, el materialismo parte de la
animalidad para constituir la humanidad; el idealismo parte de la divinidad
para constituir la esclavitud y condenar a las masas a una animalidad sin
salida. El materialismo niega el libre albedrío y llega a la constitución de la
libertad; el idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre
albedrío y sobre las ruinas de toda libertad funda la autoridad. El
materialismo rechaza el principio de autoridad porque lo considera, con mucha
razón, como el corolario de la animalidad y, al contrario, el triunfo de la
humanidad, que según él es el fin y el sentido principal de la historia, no es
realizable más que por la
libertad. En una palabra, en toda cuestión hallaréis a los
idealistas en flagrante delito siempre de materialismo práctico, mientras que,
al contrario, veréis a los materialistas perseguir y realizar las aspiraciones,
los pensamientos más ampliamente ideales.
EL PRINCIPIO DIVINO
La historia, en el sistema de los idealistas, he
dicho ya, no puede ser más que una caída continúa. Comienzan con una caída
terrible, de la cual no se vuelven a levantar jamás: por el salto mortale
divino de las regiones sublimes de la idea pura, absoluta, a la materia. Observad
aun en qué materia: no en una materia eternamente activa y móvil, llena de
propiedades y fuerzas, de vida y de inteligencia, tal como se presenta a
nosotros en el mundo real; sino en la materia abstracta, empobrecida, reducida
a la miseria absoluta por el saqueo en regla de esos prusianos del pensamiento,
es decir, de esos teólogos y metafísicos que la desproveyeron de todo para
dárselo a su emperador, a su Dios; en esa materia que, privada de toda
propiedad, de toda acción y de todo movimiento propios, no representa ya, en
oposición a la idea divina, más que la estupidez, la impenetrabilidad, la
inercia y la inmovilidad absolutas.
La caída es tan terrible que la divinidad, la persona
o la idea divina, se aplasta, pierde la conciencia de sí misma y no se vuelve a
encontrar jamás. ¡Y en esa situación desesperada, es forzada aún a hacer
milagros! Porque desde el momento en que la materia es inerte, todo movimiento
que se produce en el mundo, aun en el material, es un milagro, no puede ser
sino el efecto de una intervención divina, de la acción de Dios sobre la materia. Y he ahí que
esa pobre divinidad, desgraciada y casi anulada por su caída, permanece algunos
millares de siglos en ese estado de desvanecimiento, después se despierta lentamente,
esforzándose siempre en vano por recuperar algún vago recuerdo de sí misma; y
cada movimiento que hace con ese fin en la materia se transforma en una
creación, en una formación nueva, en un milagro nuevo. De este modo pasa por
todos los grados de la materialidad y de la bestialidad; primero gas, cuerpo
químico simple o compuesto, mineral, se difunde luego por la tierra como
organismo vegetal y animal, después se concentra en el hombre. Aquí parece
volver a encontrarse a sí misma, porque en cada ser humano arde una chispa
angélica, una partícula de su propio ser divino, el alma inmortal.
¿Cómo ha podido llegar a alojarse una cosa
absolutamente inmaterial en una cosa absolutamente material?, ¿Cómo ha podido
el cuerpo contener, encerrar, paralizar, limitar el espíritu puro? He ahí una
de esas cuestiones que sólo la fe, esa afirmación apasionada estúpida de lo
absurdo, puede resolver. Es el más grande de los milagros. Aquí, no tenemos
sino que constatar los efectos, las consecuencias prácticas de ese milagro.
Después de millares de siglos de vanos esfuerzos para
volver a sí misma, la divinidad, perdida y esparcida en la materia que anima y
que pone en movimiento, encuentra un punto de apoyo, una especie de hogar para
su propio recogimiento.
Es el hombre, es su alma mortal aprisionada
singularmente en un cuerpo mortal. Pero cada hombre considerado individualmente
es infinitamente restringido, demasiado pequeño para encerrar la inmensidad; no
puede contener más que una pequeña partícula, inmortal como el todo, pero
infinitamente más pequeña que el todo. Resulta de ahí que el ser divino, el ser
absolutamente inmaterial, el espíritu, es divisible como la materia. He ahí un
misterio del que es preciso dejar la solución a la fe.
Si Dios entero puede alojarse en cada hombre,
entonces cada hombre sería Dios. Tendríamos una inmensa cantidad de dioses,
limitado cada cual por todos los otros y, sin embargo, siendo infinito cada
uno; contradicción que implicaría necesariamente la destrucción mutua de los
hombres, la imposibilidad de que hubiese más que uno. En cuanto a las
partículas, esto es otra cosa: nada más racional, en efecto, que a partícula
sea limitada por otra, y que sea más pequeña que el todo. Sólo que aquí se
presenta otra contradicción. Ser limitado, ser más grande o más pequeño, son
atributos de la materia, no del espíritu. Del espíritu tal como lo entienden
los materialistas, sí, sin duda, porque, según los materialistas, el espíritu
real no es más que el funcionamiento del organismo por completo material del
hombre; y entonces la grandeza o la pequeñez del espíritu dependen en absoluto
de la mayor o menor perfección material del organismo humano. Pero estos mismos
atributos de limitación y de grandeza relativa no pueden ser atribuidos al
espíritu tal como lo entienden los idealistas, al espíritu absolutamente
inmaterial, al espíritu que existe fuera de toda materia. En él no puede haber
ni más grande ni más pequeño, ni ningún límite entre los espíritus, porque no
hay más que un espíritu: Dios. Si se añade que las partículas infinitamente
pequeñas y limitadas que constituyen las almas humanas son al mismo tiempo
inmortales, se colmará la contradicción. Pero ésta es una cuestión de fe.
Pasemos a otra cosa. He ahí, pues, a la divinidad desgarrada, y arrojada por
partes infinitamente pequeñas en una inmensa cantidad de seres de todo sexo, de
toda edad, de todas las razas y de todos los colores. Esa es una situación
excesivamente incómoda y desgraciada para ella porque las partículas divinas se
conocen unas a otras poco, al principio de su existencia humana, que comienzan
por devorarse mutuamente. Por tanto, en medio de este estado de barbarie y de
brutalidad por completo animal, las partículas divinas, las almas humanas,
conservan como un vago recuerdo de su divinidad primitiva, son invenciblemente
arrastradas hacia su Todo; se buscan, lo buscan. Esa es la divinidad misma,
difundida y perdida en el mundo material, que se busca en los hombres está de
tal modo destruida por esa multitud de prisiones humanas en que se encuentra
repartida, que al buscarse comete un montón de tonterías.
Comenzando por el fetichismo, se busca y se adora a
sí misma, tan pronto en una piedra, como en un trozo de madera, o en un trapo.
Es muy probable también que no hubiese salido nunca del trapo si la otra
divinidad que no se ha dejado caer en la materia, y que se ha conservado en el
estado de espíritu puro en las alturas sublimes del ideal absoluto, o en las
regiones celestes, no hubiese tenido piedad de ella.
He aquí un nuevo misterio. Es el de la divinidad que
se escinde en dos mitades, pero igualmente totales e infinitas ambas, y de las
cuales una -Dios padre- se conserva en las puras regiones inmateriales;
mientras que la otra -Dios hijo- se ha dejado caer en la materia. Vamos a
ver al momento establecerse relaciones continuas de arriba a abajo y de abajo a
arriba entre estas dos divinidades, separada una de otra; y estas relaciones,
consideradas como un solo acto eterno y constante, constituirán el Espíritu
Santo. Tal es, en su verdadero sentido teológico y metafísico, el grande, el
terrible misterio de la trinidad cristiana. Pero dejemos lo antes posible estas
alturas y veamos lo que pasa en la tierra.
Dios padre, viendo, desde lo alto de su esplendor
eterno, que ese pobre Dios hijo, achatado y pasmado por su caída, se sumergió y
perdió de tal modo en la que, aun llegado al estado humano, no consigue
encontrarse, se decide, por fin, a ayudarlo. Entre esa inmensa cantidad de
partículas a la vez inmortales, divinas e infinitamente pequeñas en que el Dios
hijo se diseminó hasta el punto de no poder volver a reconocerse, el Dios padre
eligió las que le agradaron más y las hizo sus inspirados, sus profetas, sus
“hombres de genio virtuosos”, los grandes bienhechores y legisladores de la
humanidad: Zoroastro, Buda, Moisés, Confucio, Licurgo, Solón, Sócrates, el
divino Platón, y Jesucristo, sobre todo, la completa realización de Dios hijo,
en fin, recogida y concentrada en una sola persona humana; todos los apóstoles,
San Pedro, San Pablo y San Juan, sobre todo; Constantino el Grande, Mahoma;
después Carlomagno, Gregorio VII, Dante; según unos Lutero también, Voltaire y
Rousseau, Robespierre y Dantón, y muchos otros grandes y santos personajes
históricos de los que es imposible recapitular todos los nombres, pero entre
los cuales, como ruso, ruego que no se olvide a San Nicolás.
Henos aquí, pues, llegados a la manifestación de Dios
sobre la tierra. Pero
tan pronto como Dios aparece, el hombre se anula. Se dirá que no se anula del
todo, puesto que él mismo es una partícula de Dios. ¡Perdón! Admito que una
partícula, una parte de un todo determinado, limitado, por pequeña que sea la
parte, sea una cantidad, un tamaño positivo. Pero una parte, una partícula de
lo infinitamente grande, comparada con él, es, necesariamente, infinitamente
pequeña. Multiplicad los millones y millones por millones y millones; su
producto, en comparación con lo infinitamente grande, será infinitamente
pequeño, lo infinitamente pequeño es igual a cero. Dios es todo, por
consiguiente el hombre y todo el mundo real con él, el universo, no son nada.
No saldréis de ahí.
Dios aparece, el hombre se anula; y cuanto más grande
se hace la divinidad, más miserable se vuelve la humanidad. He ahí
toda la historia de todas las religiones; he ahí el efecto de todas las
inspiraciones y de todas las legislaciones divinas. En historia el nombre de
Dios es la terrible maza histórica con la cual los hombres divinamente
inspirados, los grandes “genios virtuosos” han abatido la libertad, la
dignidad, la razón y la prosperidad de los hombres.
Hemos tenido primeramente la caída de Dios. Tenemos
ahora una caída que nos interesa mucho más: la del hombre, causada por la sola
aparición o manifestación de Dios en la tierra. Ved, pues, en qué error profundo se
encuentran nuestros queridos e ilustres idealistas. Hablándonos de Dios, creen,
quieren elevarnos, emanciparnos, ennoblecernos y, al contrario, nos aplastan y
nos envilecen. Con el nombre de Dios se imaginan poder establecer la
fraternidad entre los hombres, y, al contrario, crean el orgullo, el desprecio;
siembran la discordia, el odio, la guerra, fundan la esclavitud. Porque
con Dios vienen necesariamente los diferentes grados de inspiración divina; la
humanidad se divide en muy inspirados, menos inspirados y en no inspirados de
ningún modo. Todos son igualmente nulos ante Dios, es verdad; pero comparados
entre sí, los unos son más grandes que los otros; y no solamente de hecho -lo
que no sería nada, porque una desigualdad de hecho se pierde por sí misma en la
colectividad, cuando no encuentra nada, ninguna ficción o institución legal a
cual pueda engancharse-; no, los unos son más grandes que los otros por el
derecho divino de la inspiración: lo que constituye de inmediato una
desigualdad fija, constante, petrificada. Los más inspirados deben ser
escuchados y obedecidos por los menos inspirados. He ahí al fin el -principio
de autoridad bien establecido, y con él las dos instituciones fundamentales de
la esclavitud: la Iglesia y el Estado.
De todos los despotismos el de los doctrinarios o de
los inspirados religiosos es el peor. Son tan celosos de la gloria de su Dios y
del triunfo de su idea, que no les queda corazón ni para la libertad, ni para
la dignidad, ni aun para los sufrimientos de los hombres vivientes, de los
hombres reales. El celo divino, la preocupación por la idea acaban por desecar
en las almas más tiernas, en los corazones más solidarios, las fuentes del amor
humano. Considerando todo lo que es, todo lo que se hace en el mundo, desde el
punto vista de la eternidad o de la idea abstracta, tratan con desdén las cosas
pasajeras; pero toda la vida de los hombres reales, de los hombres de carne y
hueso, no está compuesta más que de cosas pasajeras; ellos mismos no son más
que seres que pasan y que, una vez pasados, son reemplazados por otros
igualmente pasajeros, pero que no vuelven jamás en persona. Lo que hay de
permanente o de relativamente eterno en los hombres reales, es el hecho de la
humanidad que, al desenvolverse constantemente, pasa, cada vez más rica, de una
generación a otra. Digo relativamente eterno, porque una vez destruido nuestro
planeta -y puede por menos de perecer tarde o temprano, pues do lo que ha
comenzado debe necesariamente terminar-, una vez descompuesto nuestro planeta,
para servir sin duda de elemento a alguna formación nueva en el sistema del
universo, el único realmente eterno, ¿quién sabe lo que pasará con todo nuestro
desenvolvimiento humano? Por consiguiente, como el momento de esa disolución
está inmensamente lejos de nosotros, podemos considerar a la humanidad como
eterna, dada en relación a la vida humana, tan corta. Pero este mismo hecho de
la humanidad progresiva no es real y viviente más que en tanto que se
manifiesta y se realiza en tiempos determinados, en lugares determinados, en
hombres realmente vivos, y no en su ideal general.
La idea general es siempre una abstracción y por eso
mismo, en cierto modo, una negación de la vida real. En mi Apéndice
Consideraciones filosóficas he comprobado esta propiedad del pensamiento
humano, y por consiguiente, también de la ciencia, de no poder aprehender y
nombrar en los hechos reales más que su sentido general, sus relaciones generales,
sus leyes generales; en una palabra, lo que es permanente en sus
transformaciones continuas, pero jamás su aspecto material, individual, y, por
decirlo así, palpitante de realidad y de vida, pero por eso mismo fugitivo, no
la realidad misma; el pensamiento de la vida, no la vida. He ahí su límite,
el único límite verdaderamente infranqueable para ella, porque está fundado
sobre la naturaleza misma del pensamiento humano, que es el único órgano de la
ciencia.
Sobre esta naturaleza se fundan tres derechos
incontestables y la gran misión de la ciencia, pero también su impotencia vital
y su acción malhechora siempre que, por sus representantes oficiales,
patentados, se atribuye el derecho de gobernar la vida. La misión de la
ciencia es ésta: Al constatar las relaciones generales de las cosas pasajeras y
reales y al reconocer las leyes generales inherentes al desenvolvimiento de los
fenómenos, tanto del mundo físico como del mundo social, planta, por decirlo
así, los jalones inmutables de la marcha progresiva de la humanidad, indicando
a los hombres las condiciones generales cuya observación rigurosa es necesaria
y cuya ignorancia u olvido serán siempre fatales. En una palabra, la ciencia es
la brújula de la vida, pero no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal,
general, abstracta, insensible, como las leyes de que no es más que la
reproducción ideal, reflexiva o mental, es decir, cerebral (para recordamos que
la ciencia misma no es más que un producto material de un órgano material, de
la organización material del hombre, del cerebro). La vida es fugitiva,
pasajera, pero también palpitante de realidad y de, individualidad, de
sensibilidad, de sufrimientos, de alegrías, de aspiraciones, de necesidades y
de pasiones. Es ella la que espontáneamente crea las cosas y todos los seres
reales. La ciencia no crea nada, constata y reconoce solamente las creaciones
de la vida. Y
siempre que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, se mezclan
a la creación viviente en el mundo real, todo lo que proponen o lo que crean es
pobre, ridículamente abstracto, privado de sangre y de vida, muerto nonato,
semejante al humunculus creado por Wagner, el discípulo pedante del
inmortal doctor Fausto. Resulta de ello que la ciencia tiene por misión única
esclarecer la vida, no gobernarla.
El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia
aunque se llamen positivistas, discípulos de August Comte, o discípulos de la
escuela doctrinaria del comunismo alemán, no puede ser sino impotente,
ridículo, inhumano y cruel, opresivo, explotador, malhechor. Se puede decir que
los hombres de ciencia, como tales, lo que he dicho de los teólogos y de los
metafísicos: no tienen ni sentido ni corazón para los seres individuales y
vivientes. No se les puede hacer siquiera un reproche por ello, porque es la
consecuencia natural de su oficio. En tanto que hombres de ciencia no se
preocupan, no pueden interesarse más que por las generalidades, por las
leyes... [Faltan tres páginas del manuscrito de Bakunin]... no son
exclusivamente hombres de ciencia, son también más o menos hombres de la vida.
Pero no hay que fiarse demasiado, y si se puede estar
seguro poco más o menos de que ningún sabio se atreverá a tratar hoy a un
hombre como se trata a un conejo, es de temer siempre que el gobierno de los
sabios, si se le deja hacer, querrá someter a los hombres vivos a experiencias
científicas, sin duda menos crueles pero que no serían menos desastrosas para
sus víctimas humanas. Si los sabios no pueden hacer experiencias sobre el
cuerpo de los hombres, no querrán nada mejor que hacerlas sobre el cuerpo
social, y he ahí lo que hay que impedir a toda cosa.
En su organización actual, monopolistas de la ciencia
y que quedan, como tales, fuera de la vida social, los sabios forman
ciertamente una casta aparte que ofrece mucha analogía con la casta de los
sacerdotes. La abstracción científica es su Dios, las individualidades
vivientes y reales son las víctimas, y ellos son los inmoladores consagrados y
patentados.
La ciencia no puede salir de la esfera de las
abstracciones. Bajo este aspecto, es infinitamente inferior al arte, -el cual
tampoco tiene propiamente que ver más que con los tipos generales y las
situaciones generales, pero que, por un artificio que le es propio, sabe
encarnar en formas que aunque no sean vivas, en el sentido de la vida real, no
provocan menos en nuestra imaginación el sentimiento o el recuerdo de esa vida;
individualiza en cierto modo los tipos y las acciones que concibe y, por esas
individualidades sin carne y sin hueso, y como tales permanentes e inmortales,
que tiene el poder de crear, nos recuerda las individualidades vivientes,
reales, que aparecen y que desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, pues, en
cierto modo la vuelta de la abstracción a la vida. La ciencia es, al
contrario, la inmolación perpetua de la vida fugitiva, pasajera, pero real,
sobre el altar de las abstracciones eternas.
La ciencia es tan poco capaz de aprehender la
individualidad de un hombre como la de un conejo. Es decir, es tan indiferente para
una como para otra. No es que ignore el principio de la individualidad. La
concibe perfectamente como principio, pero no como hecho. Sabe muy bien que
todas las especies animales, comprendida la especie humana, no tienen
existencia real más que en un número indefinido de individuos que nacen y que
mueren, haciendo lugar a individuos nuevos igualmente pasajeros. Sabe que a
medida que se eleva de las especies animales a las especies superiores, el
principio de la individualidad se determina más, los individuos aparecen más
completos y más libres. Sabe en fin que el hombre, el último y el más perfecto
animal de esta tierra, presenta la individualidad más completa y más digna de
consideración, a causa de su capacidad de concebir y de concretar, de personificar
en cierto modo en sí mismo, y en su existencia tanto social como privada, la
ley universal. Sabe, cuando no está viciada por el doctrinarismo teológico,
metafísico, político o jurídico, o aun por un orgullo estrictamente científico,
y cuando no es sorda a los instintos y a las aspiraciones espontáneas de la
vida, sabe (y ésa es su última palabra), que el respeto al hombre es la ley
suprema de la humanidad, y que el grande, el verdadero fin de la historia, el
único legítimo, es la humanización y la emancipación, es la libertad, la
prosperidad real, la felicidad de cada individuo que vive en sociedad. Porque,
al fin de cuentas, a menos de volver a caer en la ficción liberticida del bien
público representado por el Estado, ficción fundada siempre sobre la inmolación
sistemática de las masas populares, es preciso reconocer que la libertad y la
prosperidad colectivas no son reales más que cuando representan la suma de las
libertades y de las prosperidades individuales.
La ciencia sabe todo eso, pero no va, no puede ir más
allá. Al constituir la abstracción su propia naturaleza, puede muy bien
concebir el principio de la individualidad real y viva, pero no puede tener
nada que ver con individuos reales y vivientes. Se ocupa de los individuos en
general, pero no de Pedro o de Santiago, no de tal o cual otro individuo, que
no existen, que no pueden existir para ella. Sus individuos no son, digámoslo
aún, más que abstracciones. Por consiguiente, no son esas individualidades
abstractas, sino los individuos reales, vivientes, pasajeros, los que hacen la historia. Las
abstracciones no tienen piernas para marchar, no marchan más que cuando son
llevadas por hombres reales. Para esos seres reales, compuestos no sólo de
ideas sino realmente de carne y sangre, la ciencia no tiene corazón. Los
considera a lo sumo como carne de desenvolvimiento intelectual y social. ¿Qué
le importan las condiciones particulares y la suerte fortuita de Pedro y de
Santiago? Se haría ridícula, abdicaría, se aniquilaría si quisiese ocuparse de ellas
de otro modo que como de un ejemplo en apoyo de sus teorías eternas. Y sería
ridículo querer que lo hiciera, porque no es ésa su misión. No puede percibir
lo concreto; no puede moverse más que en abstracciones. Su misión es ocuparse
de la situación y de las condiciones generales de la existencia y del
desenvolvimiento, sea de la especie humana en general, sea de tal raza, de tal
pueblo, de tal clase o categoría de individuos; de las causas generales de su
prosperidad o de su decadencia, y de los medios generales para hacerlos avanzar
en toda suerte de progresos. Siempre que realice amplia y racionalmente esa
labor, habrá cumplido todo su deber, y sería verdaderamente ridículo e injusto
exigirle más.
Pero sería igualmente ridículo, sería desastroso confiarle
una misión que es incapaz de ejecutar. Puesto que su propia naturaleza la
obliga a ignorar la existencia y la suerte de Pedro y de Santiago, no hay que
permitirle, ni a ella ni a nadie en su nombre, gobernar a Pedro y a Santiago.
Porque sería muy capaz de tratarlos poco más o menos que como trata a los
conejos. O más bien, continuaría ignorándolos; pero sus representantes
patentados, hombres de ningún modo abstractos, sino al contrario muy vivientes,
que tienen intereses muy reales, cediendo a la influencia perniciosa que ejerce
fatalmente el privilegio sobre los hombres, acabarían por esquilmarlos en
nombre de la ciencia como los han esquilmado hasta aquí los sacerdotes, los
políticos de todos los colores y los abogados, en nombre de Dios, del estado y
del derecho jurídico. Lo que predico es, pues, hasta un cierto punto, la
rebelión de la vida contra la ciencia, o más bien contra el gobierno de la ciencia. No para
destruir la ciencia - eso sería un crimen de lesa humanidad-, sino para ponerla
en su puesto, de manera que no pueda volver a salir de él. Hasta el presente
toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta
de millones de pobres seres humanos a una abstracción despiadada cualquiera:
Dios, patria, poder el estado, honor nacional, derechos históricos, derechos
jurídicos, libertad política, bien público. Tal ha sido hasta hoy el movimiento
natural, espontáneo y fatal de las sociedades humanas. No podemos hacer nada
ahí, debemos aceptarlo en cuanto al pasado, como aceptamos todas las
fatalidades naturales. Es preciso creer que, ésa era la única ruta posible para
la educación de la especie humana. Porque no hay que engañarse: aun cediendo la
parte más grande a los artificios maquiavélicos de las clases gobernantes, debemos
reconocer que ninguna minoría hubiese sido bastante poderosa para imponer todos
esos terribles sacrificios a las masas, si no hubiese habido en esas masas
mismas un movimiento vertiginoso, espontáneo, que las llevase a sacrificarse
siempre de nuevo a una de esas abstracciones devoradoras que, como los vampiros
de la historia, se alimentaron siempre de sangre humana.
Que los teólogos, los políticos y los juristas hallen
eso muy bien, se concibe. Sacerdotes de esas abstracciones, no viven más que de
esa continua inmolación de las masas populares. Que la metafísica dé también su
consentimiento a ello, no debe asombramos tampoco. No tiene otra misión que la
de legitimar y racionalizar todo lo posible lo que es inicuo y absurdo. Pero
que la ciencia positiva misma haya mostrado hasta aquí idénticas tendencias, he
ahí lo que debemos constatar y deplorar. No ha podido hacerlo más que por dos
razones: primero, porque, constituida al margen de la vida popular, está
representada por un cuerpo privilegiado; y además porque se ha colocado ella
misma, hasta aquí, como el fin absoluto y último de todo desenvolvimiento
humano; mientras que, mediante una crítica juiciosa, de que es capaz y que en
última instancia se verá forzada a ejecutar contra sí misma, habría debido comprender
que es realmente un medio necesario para la realización de un fin mucho más
elevado: el de la completa humanización de la situación real de todos los
individuos reales que nacen, viven y mueren sobre la tierra.
La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre la
teología, la metafísica, la política y el derecho jurídico, consiste en esto:
que en lugar de las abstracciones mentirosas y funestas predicadas por esas
doctrinas, plantea abstracciones verdaderas que experimentan la naturaleza
general o la lógica misma de las cosas, sus relaciones generales y las leyes
generales de su desenvolvimiento. He ahí lo que la separa profundamente de
todas las doctrinas precedentes y lo que le asegurará siempre una gran posición
en la sociedad humana. Constituirá en cierto modo su conciencia colectiva. Pero
hay un aspecto por el que se asocia absolutamente a todas esas doctrinas: que
no tiene y no puede tener por objeto más que las abstracciones, y es forzada,
por su naturaleza misma, a ignorar los individuos reales, al margen de los
cuales, aun las abstracciones más verdaderas no tienen existencia real. Para
remediar este defecto radical, he aquí la diferencia que deberá establecerse
entre la acción práctica de las doctrinas precedentes y la ciencia positiva. Las
primeras se han prevalido de la ignorancia de las masas para sacrificarlas con
voluptuosidad a sus abstracciones, por lo demás siempre muy lucrativas para sus
representantes corporales. La segunda, reconociendo su incapacidad absoluta
para concebir los individuos reales e interesarse en su suerte, debe definitiva
y absolutamente, renunciar al gobierno de la sociedad; porque, si se mezclase
en él, no podría obrar de otro modo que sacrificando siempre los hombres
vivientes, que ignora, a sus abstracciones que forman el único objeto de sus
preocupaciones legítimas.
La verdadera ciencia de la historia, por ejemplo, no
existe todavía, y apenas si se comienzan hoy a entrever las condiciones
inmensamente complicadas de esa ciencia. Pero supongámosla en fin realizada:
¿qué podrá darnos? Reproducirá el cuadro razonado y fiel del desenvolvimiento
natural de las condiciones generales, tanto materiales como ideales, tanto
económicas como políticas, de las sociedades que han tenido una historia. Pero
ese cuadro universal de la civilización, por detallado que sea, no podrá nunca
contener más que apreciaciones generales y por consiguiente abstractas. En este
sentido, los millares de millones de individuos que han formado la materia viva
y sufriente de esa historia -a la vez triunfal y lúgubre desde el punto de
vista de la inmensa hecatombe de víctimas “aplastadas bajo su carro”, los
millares de millones de individuos oscuros, pero sin los cuales no habría sido
obtenido ninguno de los grandes resultados abstractos de la historia -y que,
notadlo bien, no aprovecharon jamás ninguno de esos resultados- esos individuos
no encontrarán la más humilde plaza en la historia. Han
vivido, han sido inmolados, en bien de la humanidad abstracta; he ahí todo.
¿Habrá que reprocharle eso a la ciencia de la
historia? Sería ridículo e injusto. Los individuos son inapercibibles por el
pensamiento, por la reflexión, aun por la palabra humana, que no es capaz de
expresar más que abstracciones; inapercibibles en el presente lo mismo que en
el pasado. Por tanto, la ciencia social misma, la ciencia del porvenir,
continuará ignorándolos forzosamente. Todo lo que tenemos el derecho a exigir
de ella es que nos indique, con una mano firme y fiel, las causas generales de
los sufrimientos individuales; entre esas causas no olvidará, sin duda, la
inmolación y la subordinación, demasiado habituales todavía, de los individuos
vivientes a las generalidades abstractas; y que al mismo tiempo nos muestre las
condiciones generales necesarias para la emancipación real de los individuos
que viven en la sociedad.
He ahí su misión, he ahí también sus límites, más allá de los
cuales la acción de la ciencia social no podría ser sino impotente y funesta.
Porque más allá de esos límites comienzan las pretensiones doctrinarias y
gubernamentales de sus representantes patentados, de sus sacerdotes. Y es
tiempo de acabar con todos los papas y todos los sacerdotes: no los queremos ya
aunque se llamen demócratas-socialistas. Otra vez más, la única misión de la
ciencia es iluminar la
ruta. Pero sólo la vida, liberada de todos los obstáculos
gubernamentales y doctrinarios y devuelta a la plenitud de su acción
espontánea, puede crear.
¿Cómo resolver esta antinomia? Por una parte la
ciencia es indispensable a la organización racional de la sociedad; por otra,
incapaz de interesarse por lo que es real y viviente, no debe mezclarse en la
organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción no puede ser
resuelta más que de un solo modo: la liquidación de la ciencia como ser moral
existente al margen de la vida social de todo el mundo, y representada, como
tal, por un cuerpo de patentados, y su difusión entre las masas populares.
Estando llamada la ciencia en lo sucesivo a representar la conciencia colectiva
de la sociedad, debe realmente convertirse en propiedad de todo el mundo. Por
eso, sin perder nada de su carácter universal -del que no podrá jamás
apartarse, bajo pena de cesar de ser ciencia, y aun continuando ocupándose
exclusivamente de las causas generales, de las condiciones reales y de las
relaciones generales, de los individuos y de las cosas-, se fundirá en la
realidad con la vida inmediata y real de todos los individuos humanos. Este era
un movimiento análogo a aquél que ha hecho decir a los protestantes, al
comienzo de la Reforma religiosa, que no había necesidad de sacerdotes, pues el
hombre se convertiría en adelante en su propio sacerdote y gracias a la
intervención invisible, única, de Jesucristo, había llegado a tragarse en fin
su propio Dios. Pero no se trata aquí ya ni de nuestro señor Jesucristo, ni del
buen Dios, ni de la libertad política, ni del derecho jurídico, todas cosas
reveladas, sea teológica, sea metafísicamente, y todas igualmente indigestas,
como se sabe. El mundo de las abstracciones científicas no es revelado; es
inherente al mundo real, del cual no es más que la expresión y la
representación general o abstracta. En tanto que forma una región separada,
representada especialmente por el cuerpo de los sabios, ese mundo ideal nos
amenaza con ocupar, frente al mundo real, el puesto del buen Dios y con
reservar a sus representantes patentados el oficio de sacerdotes. Por esa
razón, por la instrucción general, igual para todos y para todas, hay que
disolver la organización social separada de la ciencia, a fin de que las masas,
cesando de ser rebaños dirigidos y esquilmados por los pastores privilegiados,
puedan tomar en sus manos sus propios destinos históricos.
Pero en tanto que las masas no hayan llegado a ese
grado de instrucción, ¿será necesario que se dejen gobernar por los hombres de
ciencia? ¡No lo quiera Dios! Sería mejor que vivieran sin la ciencia antes de
dejarse gobernar por los sabios. El gobierno de los sabios tendría por primera
consecuencia hacer inaccesible al pueblo la ciencia y sería necesariamente un
gobierno aristocrático, porque la institución actual de la ciencia es una
institución aristocrática. ¡La aristocracia de la inteligencia! Desde el punto
de vista práctico la más implacable, desde el punto de vista social la más arrogante
y la más insultante: tal sería el poder constituido en nombre de la ciencia. Ese régimen
sería capaz de paralizar la vida y el movimiento la sociedad. Los
sabios, siempre presuntuosos, siempre llenos de suficiencia, y siempre
impotentes, querrían mezclarse en todo, y todas las fuentes de la vida se
secarían bajo su soplo abstracto y sabio.
Una vez más, la vida, no la ciencia, crea la vida; la
acción espontánea del pueblo mismo es la única que puede crear la libertad
popular. Sin duda, sería muy bueno que la ciencia pudiese, desde hoy, iluminar
la marcha espontánea del pueblo hacia su emancipación pero más vale la ausencia
de luz que una luz vertida con parsimonia desde afuera con el fin evidente de
extraviar al pueblo. Por otra parte, el pueblo no carecerá absolutamente de
luz. No en vano ha recorrido la larga carrera histórica y ha pagado sus errores
con siglos de sufrimientos horribles. El resumen práctico de esas dolorosas
experiencias constituye una especie de ciencia tradicional que, bajo ciertos
aspectos, equivale perfectamente a la ciencia teórica. En fin, una parte de la
juventud estudiosa, aquellos de entre los burgueses estudiosos que sienten
bastante odio contra la mentira, contra la hipocresía, contra la iniquidad y
contra la cobardía de la burguesía, para encontrar en sí el valor de volverle
las espaldas, y bastante pasión para abrazar sin reservas la causa justa y
humana del proletariado, esos serán, como lo he dicho ya, los instructores
fraternales del pueblo; aportándole conocimientos que le faltan aún, harán
perfectamente inútil el gobierno de los sabios.
Si el pueblo debe preservarse del gobierno de los
sabios, con mayor razón debe premunirse contra el de los idealistas inspirados.
Cuanto más sinceros son esos creyentes y esos poetas del cielo, más peligrosos
se vuelven. La abstracción científica, lo he dicho ya, es una abstracción
racional, verdadera en su esencia, necesaria a la vida de la que es
representación teórica, conciencia. Puede, debe ser absorbida y digerida por la vida. La abstracción
idealista, Dios, es un veneno corrosivo que destruye y descompone la vida, que
la falsea y la mata. El
orgullo de los idealistas, no siendo personal, sino un orgullo divino, es
invencible e implacable. Puede, debe morir, pero no cederá nunca, y en tanto
que le quede un soplo, tratará de someter el mundo al talón de su Dios, como
los lugartenientes de Prusia, esos idealistas prácticos de Alemania, quisieran
verlo aplastado bajo la bota con espuelas de su rey. Es la misma fe -los
objetivos no son siquiera y diferentes- y el mismo resultado de la fe: la
esclavitud.
Es al mismo tiempo el triunfo del materialismo más
craso y más brutal: no hay necesidad de demostrarlo por lo que se refiere a
Alemania, porque habría que estar verdaderamente ciego para no verlo, en los
tiempos que corren. Pero creo necesario aun demostrarlo con relación al
idealismo divino.
El hombre, como todo el resto del mundo, es un ser
completamente material. El espíritu, la facultad de pensar, de recibir y de
reflejar las diversas sensaciones, tanto exteriores como interiores, de
recordarlas después de haber pasado y de reproducirlas por la imaginación, de
compararlas y distinguirlas, de abstraer determinaciones comunes y de crear por
eso mismo generales o abstractas, a fin de formar las ideas agrupando y
combinando las nociones según modos diferentes, la inteligencia en una palabra,
el único creador de todo nuestro mundo ideal, es una propiedad del cuerpo
animal y principalmente de la organización completamente material del cerebro.
Lo sabemos de una manera muy segura, por la
experiencia universal, que no ha desmentido nunca hecho alguno y que todo
hombre puede verificar a cada instante de su vida. En todos los animales, sin
exceptuar las especies más inferiores, encontramos un cierto grado de
inteligencia y vemos que en la serie de las especies la inteligencia animal se
desarrolla tanto más cuanto más la organización de una especie se aproxima a la
del hombre; pero que en el hombre solamente llega a esa potencia de abstracción
que constituye propiamente el pensamiento.
La experiencia universal, que en definitiva es el
único origen, la fuente de todos nuestros conocimientos, nos demuestra, pues:
1º), que toda inteligencia está siempre asociada a un cuerpo animal cualquiera,
y 2º), que la intensidad, la potencia de esa función animal depende de la
perfección relativa de la organización animal. Este segundo resultado de la
experiencia universal no es aplicable solamente a las diferentes especies
animales; lo comprobamos igualmente en los hombres, cuyo poder intelectual y
moral depende, de una manera demasiado evidente, de la mayor o menor perfección
de su organismo, como raza, como nación, como clase y como individuos, para que
sea necesario insistir demasiado sobre este punto.
Por otra parte, es cierto que ningún hombre ha visto
nunca ni podido ver el espíritu puro, separado de toda forma material,
existiendo independientemente de un cuerpo animal cualquiera. Pero si nadie lo
ha visto, ¿cómo han podido los hombres llegar a creer en su existencia? Porque
el hecho de esa creencia es notorio y, si no universal, como lo pretenden los
idealistas, al menos es muy general; y como tal es digno de nuestra atención
respetuosa, porque una creencia general, por tonta que sea, ejerce siempre una
influencia demasiado poderosa sobre los destinos humanos para que esté
permitido ignorarla o hacer abstracción de ella.
El hecho de esa creencia histórica se explica, por
otra parte, de una manera natural y racional. El ejemplo que nos ofrecen los
niños y los adolescentes, incluso muchos hombres que han pasado la edad de la
mayoría, nos prueba que el hombre puede ejercer largo tiempo sus facultades
mentales antes de darse cuenta la manera cómo las ejerce, antes de llegar a la
conciencia clara de ese ejercicio. En ese período del funcionamiento del
espíritu inconsciente de sí mismo, de esa acción de la inteligencia ingenua o
creyente, el hombre, obsesionado por el mundo exterior e impulsado por ese
aguijón interior que se llama la vida, crea cantidad de imaginaciones, de
nociones y de ideas, necesariamente muy imperfectas al principio, muy poco
conformes a la realidad de las cosas y de los hechos que se esfuerzan por
expresar. Y como no tiene la conciencia de su propia acción inteligente, como
no sabe todavía que es él mismo el que ha producido y el que continúa
produciendo esas imaginaciones, esas nociones, esas ideas, como ignora su
origen subjetivo, es decir, humano, las considera naturalmente, necesariamente,
como seres objetivos, como seres reales, en absoluto independientes de él, que
existen por sí y en sí. Es así cómo los pueblos primitivos, al salir lentamente
de su inocencia animal, han creado sus dioses habiéndolos creado, no pensando
que fuesen ellos mismos los creadores únicos, los han adorado; considerándolos
como seres reales, infinitamente superiores ellos mismos, les han atribuido la
omnipotencia y se han reconocido sus criaturas, sus esclavos. A medida e las
ideas humanas se desenvolvían más, los dioses, que como hice observar ya, no
fueron nunca más que la reverberación fantástica, ideal, poética o la imagen
trastornada, se idealizaban también. Primero fetiches groseros, se hicieron
poco a poco espíritus puros, con existencia fuera del mundo visible, y en fin,
a continuación de un largo desenvolvimiento histórico, acabaron por confundirse
en un solo ser divino, espíritu puro, eterno, absoluto, creador y amo de los
mundos.
En todo desenvolvimiento, justo o falso, real o
imaginario, colectivo o individual, es siempre el primer paso el que cuesta, el
primer acto el más difícil. Una vez franqueado ese paso y realizado ese primer
acto, el resto transcurre naturalmente, como una consecuencia necesaria. Lo que
era difícil en el desenvolvimiento histórico de esa terrible locura religiosa
que continúa obsesionándonos y aplastándonos, era poner un mundo divino tal
cual, fuera del mundo real. Ese primer acto de locura, tan natural desde el
punto de vista fisiológico y por consiguiente necesario en la historia la
humanidad, no se realiza de un solo golpe. Han sido necesarios no sé cuántos
siglos para desarrollar y para hacer penetrar esa creencia en los hábitos
mentales de los hombres. Pero, una vez establecida, se ha vuelto omnipotente,
como lo es necesariamente toda cura que se apodera del cerebro humano.
Considerad un loco: cualquiera que sea el objeto especial de su locura,
hallaréis que la idea oscura y fija que le obsesiona le parece la más natural
del mundo, y al contrario, las cosas naturales y reales que están en
contradicción con esa idea, le parecerán locuras ridículas y odiosas. Y bien,
la religión es una locura colectiva, tanto más poderosa cuanto que es una
locura tradicional y que su origen se pierde en una antigüedad excesivamente
lejana. Como locura colectiva, ha penetrado en todos los detalles, tanto
públicos como privados de la existencia social de un pueblo, se ha encarnado en
la sociedad, se ha convertido por decirlo así en el alma el pensamiento
colectivos. Todo hombre es envuelto desde su nacimiento en ella, la mama con la
leche de la madre, la absorbe con todo lo que oye, en todo lo ve. Ha sido tan
alimentado, tan envenenado, tan penetrado en todo su ser por ella, que más
tarde, por poderoso que sea su espíritu natural, tiene necesidad de hacer
esfuerzos inauditos para libertarse y no lo consigue nunca de una manera
completa. Nuestros idealistas modernos son una demostración de esto y nuestros
materialistas doctrinarios, los comunistas alemanes, son otra. No han sabido deshacerse
de la religión del Estado.
Una vez bien establecido el mundo sobrenatural, el
mundo divino en la imaginación tradicional de los pueblos, el desenvolvimiento
de los diversos sistemas religiosos ha seguido su curso natural y lógico,
siempre conforme, por otra parte, al desenvolvimiento contemporáneo y real de
las relaciones económicas y políticas que han sido en todo tiempo, en el mundo
de la fantasía religiosa, la reproducción fiel y la consagración divina. Es así
como la locura colectiva e histórica que se llama religión se ha desarrollado
desde el fetichismo, pasando por todos los grados del politeísmo, basta el
monoteísmo cristiano. El segundo paso, en el desenvolvimiento de las creencias
religiosas y el más difícil sin duda después del establecimiento de un mundo
divino separado, fue precisamente esa transición del politeísmo al monoteísmo,
del materialismo religioso de los paganos a la fe espiritualista de los
cristianos. Los dioses paganos -y éste fue su carácter principal-, eran ante
todo dioses exclusivamente nacionales. Después, como eran numerosos,
conservaron necesariamente, más o menos, un carácter material o, más bien, es
porque eran materiales por lo que fueron tan numerosos, pues la diversidad es
uno de los atributos principales del mundo real. Los dioses paganos no eran aún
propiamente la negación de las cosas reales: no eran más que su exageración
fantástica.
Hemos visto cuánto costó esa transición al pueblo
judío, del que constituyó, por decirlo así, toda la historia. Moisés
y los profetas se complacían en predicarle el Dios único; el pueblo volvía a
caer en su idolatría primitiva, en la fe antigua, comparativamente mucho más
natural, más cómoda en muchos buenos dioses, más materiales, más humanos, más
palpables. Jehová mismo, su dios único, el dios de Moisés y de los profetas,
era un dios excesivamente nacional aunque no se servía, para recompensar y
castigar a sus fieles, a su pueblo elegido, más que de argumentos materiales, a
menudo estúpidos y siempre brutales y feroces. No parece que la fe en su
existencia haya implicado la negación de la existencia de los dioses
primitivos.
El dios judío no renegaba de la existencia de esos
rivales, sólo que no quería que su pueblo los adorase a su lado, porque ante
todo Jehová era un dios muy envidioso y su primer mandamiento fue éste: “Soy el
señor tu Dios y no adorarás a otros dioses más que a mí”. Jehová no fue más que
un esbozo primero, muy material, muy grosero del idealismo moderno. No era, por
lo demás, sino un dios nacional, como el dios ruso que adoran los generales
rusos súbditos del zar y patriotas del imperio de todas las Rusias, como el
dios alemán que, sin duda, van a proclamar bien pronto los pietistas y los
generales alemanes súbditos de Guillermo I, en Berlín. El ser supremo no puede
ser un Dios nacional, debe ser el de la humanidad entera. El ser supremo no
puede ser tampoco un ser material, debe ser la negación de toda materia, el
espíritu puro. Para la realización del culto del ser supremo han sido
necesarias dos cosas: 1º) una realización de la humanidad por la negación de
las nacionalidades y de los cultos nacionales; 2º) un desenvolvimiento ya muy
avanzado de las ideas metafísicas para espiritualizar al Jehová tan grosero de
los judíos.
La primera condición fue cumplida por los romanos de
una manera muy negativa, sin duda: por la conquista de la mayor parte de los
países conocidos de los antiguos y por la destrucción de sus instituciones
nacionales. Gracias a ellos el altar de un dios único y supremo pudo establecerse
sobre las ruinas de otros millares de altares nacionales. Los dioses de todas
las naciones vencidas, reunidos en el Panteón, se anularon mutuamente. Ese fue
el primer esbozo, muy tosco y por completo negativo, de la humanidad. En cuanto
a la segunda condición, la espiritualización de Jehová, fue realizada por los
griegos mucho antes de la conquista de su país por los romanos. Ellos fueron
los creadores de la
metafísica. Grecia, en su cuna histórica, había encontrado un
mundo divino que se estableció definitivamente en la fe tradicional de sus
pueblos; ese mundo le había sido legado y materialmente aportado por el
Oriente. En su período instintivo, anterior a su historia política, lo había
desarrollado y humanizado prodigiosamente por sus poetas, y cuando comenzó
propiamente su historia tenía una religión hecha, la más simpática y la más
noble de todas las religiones que hayan existido jamás, en cuanto una religión,
es decir, una mentira, pueda ser noble y simpática. Sus grandes pensadores -y
ningún pueblo los tuvo mayores que Grecia- al encontrar el mundo divino
establecido, no sólo fuera del pueblo, sino también en él mismo como hábito de
sentir y de pensar, lo tomaron necesariamente por punto de partida. Fue ya
mucho que no hicieran teología, es decir, que no perdieran el tiempo en
reconciliar la razón naciente con los absurdos de tal o cual otro Dios, como lo
hicieron en la Edad Media
los escolásticos. Dejaron a los dioses fuera de sus especulaciones y se
asociaron directamente a la idea divina, una, invisible, omnipotente, eterna y
absolutamente espiritualista, pero no personal. Desde el punto de vista del
espiritualismo, los metafísicos griegos fueron, mucho más que los judíos, los
creadores del dios cristiano. Los judíos no han añadido más que la brutal
personalidad de su Jehová.
Que un genio sublime como el gran Platón haya podido
estar absolutamente convencido de la realidad de la idea divina, eso nos
demuestra cuán contagiosa es, cuán omnipotente es la tradición de la locura
religiosa, aun en relación con los más grandes espíritus. Por lo demás, no hay
que, asombrarse, pues aún en nuestros días, el mayor genio que ha existido
después de Aristóteles y Platón, Hegel, a pesar de la crítica por lo demás
imperfecta y muy metafísica de Kant, que había demolido la objetividad o la
realidad de las ideas divinas, se ha esforzado por reinstaurarlas de nuevo
sobre su trono trascendente o celeste. Es verdad que procedió de una manera tan
poco cortés que ha matado definitivamente al buen dios, ha quitado a esas ideas
su corona divina, mostrando a quien supo leerlo que no fueron nunca más que una
pura creación del espíritu humano que recorrió la historia en busca de sí
mismo. Para poner fin a todas las locuras religiosas y al milagro divino, no le
hacía falta más que pronunciar una gran definición que fue dicha después de él,
casi al mismo tiempo, por otros dos grandes espíritus, sin ningún acuerdo mutuo
y sin que hubiesen nunca oído hablar uno del otro: por Ludwig Feuerbach, el
discípulo y el demoledor de Hegel, en Alemania, y por August Comte, el fundador
de la filosofía positiva, en Francia. He aquí esa definición: “La metafísica se
reduce a la
psicología.” Todos los sistemas de metafísica no han sido más
que la psicología humana que se desarrolla en la historia.
Ahora ya no nos es difícil comprender cómo han nacido
las ideas divinas, cómo han sido creadas sucesivamente por la facultad
abstractiva del hombre. Pero en la época de Platón ese conocimiento era
imposible. El espíritu colectivo, y por consiguiente también el espíritu
individual, aun el del mayor genio, no estaba maduro para eso. Apenas había
dicho con Sócrates: “Conócete a ti mismo”. Ese conocimiento de sí mismo no
existía más que en el estado de intuición; en realidad era nulo. Era imposible que
el espíritu humano imaginase que era él el único creador del mundo divino. Lo
encontró ante él, lo encontró como historia, como sentimiento, como hábito de
pensar, e hizo necesariamente de él un objeto de sus más elevadas
especulaciones. Así es como nació la metafísica y como las ideas divinas, bases
del espiritualismo, fueron desarrolladas y perfeccionadas. Es verdad que
después de Platón hubo en el desenvolvimiento del espíritu como un movimiento
inverso. Aristóteles, el verdadero padre de la ciencia y de la filosofía
positiva, no negó el mundo divino, sino que se ocupó de él lo menos posible.
Fue el primero que estudió como un analista y un experimentador que era, la
lógica, las leyes del pensamiento humano, y al mismo tiempo el mundo físico, no
en su esencia ideal, ilusoria, sino en su aspecto real. Sus seguidores, los
griegos de Alejandría, establecieron la primera escuela de científicos
positivos. Fueron ateos. Pero su ateísmo quedó sin influencia en sus
contemporáneos. La ciencia tendió más y más a aislarse de la vida. Después de
Platón la idea divina fue rechazada de la metafísica misma; eso hicieron los
epicúreos y los escépticos, dos sectas que contribuyeron mucho a depravar la
aristocracia humana pero que permanecieron sin influencia alguna sobre las
masas.
Otra escuela infinitamente más influyente sobre las
asas se formó en Alejandría. Fue la escuela de los neoplatónicos. Confundiendo
en una mezcolanza impura las imaginaciones monstruosas de Oriente con las ideas
e Platón, ellos fueron los verdaderos preparadores y más tarde los elaboradores
de los dogmas cristianos. Por consiguiente, el egoísmo personal y grosero de
Jehová, la dominación no menos brutal y grosera de los romanos y la ideal
especulación metafísica de los griegos, materializada por el contacto del
Oriente, tales fueron los tres elementos históricos que constituyeron a
religión espiritualista de los cristianos.
Para establecer sobre las ruinas de sus altares tan
numerosos el altar de un dios único y supremo, amo del mundo, ha sido preciso
que fuera destruida primero la existencia autónoma de las diferentes naciones
que imponían el mundo pagano o antiguo. Es lo que hicieron brutalmente los
romanos que, al conquistar la mayor parte del mundo conocido de los antiguos,
crean en cierto modo el primer esbozo, sin duda por completo negativo y burdo,
de la humanidad.
Un dios que se levantaba así por encima de todas las
diferencias nacionales, tanto materiales como sociales, de todos los países,
que era como su negación directa debía ser necesariamente un ser inmaterial y
abstracto. Pero la fe tan difícil en la existencia de un ser semejante no ha
podido nacer de un solo golpe. Por tanto, como lo he demostrado en el
mencionado Apéndice Consideraciones filosóficas, fue largamente preparada y desarrollada
por la metafísica griega, la primera en establecer de una manera filosófica la
noción de la idea divina, modelo eternamente creador y siempre reproducido por
el mundo visible. Pero la divinidad concebida y creada por la filosofía griega
era una divinidad impersonal, pues ninguna metafísica, si es consecuente y
seria, se podía elevar, o más bien rebajar, a la idea de un dios personal. Ha
sido preciso encontrar, pues, un dios que fuese único y que fuese muy personal
a la vez. Se
encontró en la persona, muy brutal, muy egoísta, muy cruel de Jehová, el dios
nacional de los judíos. Pero los judíos, a pesar de ese espíritu nacional
exclusivo que los distingue aún hoy, se habían convertido de hecho, mucho antes
del nacimiento de Cristo, en el pueblo más internacional del mundo. Arrastrados
en parte como cautivos, pero mucho más aún por esa pasión mercantil que
constituye uno de los rasgos principales de su carácter nacional, se habían
esparcido por todos los países, llevando a todas partes el culto a Jehová, al
que se volvían tanto más fieles cuanto más los abandonaba.
En Alejandría, ese Dios terrible de los judíos
conoció personalmente la divinidad metafísica de Platón, ya muy corrompida por
el contacto con el Oriente y que se corrompió más aún después por el suyo. A
pesar de su exclusivismo nacional, envidioso y feroz, no pudo resistir a la
larga los encantos de esa divinidad ideal e impersonal de los griegos. Se casó
con ella, y de ese matrimonio nació el dios espiritualista -no espiritual- de
los cristianos. Se sabe que los neoplatónicos de Alejandría fueron los
principales creadores de la teología cristiana.
Pero la teología no constituye todavía la religión,
como los elementos históricos no bastan para crear la historia. Yo llamo
elementos históricos a las disposiciones y condiciones generales de un
desenvolvimiento real cualquiera: por ejemplo, en este caso, la conquista de
los romanos y el encuentro del dios de los judíos con la divinidad ideal de los
griegos. Para fecundar los elementos históricos, para hacerles producir una
serie de transformaciones históricas nuevas, es preciso un hecho vivo,
espontáneo, sin el cual harían podido quedar muchos siglos aún en estado de
elementos, sin producir nada. Este hecho no faltó al cristianismo: fue la propaganda,
el martirio y la muerte de Jesús.
No sabemos casi nada de ese grande y santo personaje;
todo lo que los evangelios nos dicen es tan contradictorio y tan fabuloso que
apenas podemos tomar de allí algunos rasgos reales y vivientes. Lo que es cierto
es que fue el predicador del pobre pueblo, el amigo, el consolador de los
miserables, de los ignorantes, de los esclavos y de las mujeres, y que fue muy
amado por éstas. Prometió a todos los que eran oprimidos, a todos los que
sufrían aquí abajo -y el número es inmenso-, la vida eterna. Fue, como es
natural, crucificado por los representantes de la moral oficial y del orden
público de la época. Sus
discípulos, y los discípulos de sus discípulos, pudieron esparcirse, gracias a
la conquista de los romanos, que habían destruido las barreras nacionales y
llevaron, en efecto, la propaganda del evangelio a todos los países conocidos
de los antiguos. En todas partes fueron recibidos con los brazos abiertos por
los esclavos y por las mujeres, las dos clases más oprimidas, las que más
sufrían y naturalmente también las más ignorantes del mundo antiguo. Si
hicieron algunos prosélitos en el mundo privilegiado e instruido, no lo
debieron, en gran parte, más que a la influencia de las mujeres. Su propaganda
más amplia se ejerció casi exclusivamente en el pueblo, tan desgraciado como
embrutecido por la
esclavitud. Ese fue el primer despertar, la primera rebelión
del proletariado.
El gran honor del cristianismo, su mérito
incontestable y todo el secreto de su triunfo inaudito y por otra parte en
absoluto legítimo, fue el de haberse dirigido a ese público doliente e inmenso,
a quien el mundo antiguo, que constituía una aristocracia intelectual y
política estrecha y feroz, negaba hasta los últimos atributos y los derechos más
elementales de la
humanidad. De otro modo no habría podido nunca difundirse. La
doctrina que enseñaban los apóstoles de Cristo, por consoladora que haya podido
aparecer a los desgraciados, era demasiado repulsiva, demasiado absurda desde
el punto de vista de la razón humana, para que los hombres ilustrados hubieran
podido aceptarla. ¡Con qué triunfo habla el apóstol San Pablo del escándalo de
la fe y del triunfo de esa divina locura rechazada por los poderosos y los
sabios del siglo, pero tanto más apasionadamente aceptada por los sencillos,
por los ignorantes y por los pobres de espíritu!
En efecto, era preciso un profundo descontento de la
vida, una gran sed del corazón y una pobreza poco menos que absoluta de
espíritu para aceptar el absurdo cristiano, el más atrevido y monstruoso de
todos los absurdos religiosos. No era sólo la negación de todas las
instituciones políticas, sociales y religiosas de la antigüedad: era el
derrumbamiento absoluto del sentido común y de toda razón humana. El ser efectivamente
existente, el mundo real, fue considerado en lo sucesivo como la nada; producto
de la facultad abstracta del hombre, la última, la suprema abstracción, en la
que esa facultad, habiendo superado todas las cosas existentes y hasta las
determinaciones más generales del ser real, tales como las ideas del espacio y
del tiempo, no teniendo nada que superar ya, se reposa en la contemplación de
su vacío y de la inmovilidad absoluta; esta abstracción, este caput mortuum
absolutamente vacío de todo contenido, el verdadero nada, Dios, es proclamado
el único real, eterno, omnipotente. El Todo real es declarado nulo, y el nulo
absoluto, es declarado el Todo. La sombra se convierte en el cuerpo y el cuerpo
se desvanece como una sombra.
Eso fue de una audacia y un absurdo inauditos, el
verdadero escándalo de la fe, el triunfo de la tontería creyente sobre el
espíritu, para las masas; y para algunos, la ironía triunfante de un espíritu
fatigado, corrompido, desilusionado y disgustado de la investigación honesta y
seria de la verdad; la necesidad de aturdirse y de embrutecerse, necesidad que
se encuentra a menudo en los espíritus extenuados: Credo quod absurdum.
Creo lo absurdo; y no creo sólo lo absurdo; creo precisamente y sobre todo en
ello porque es absurdo. Es así como muchos espíritus distinguidos y
esclarecidos de nuestros días creen en el magnetismo animal, en el espiritismo,
en las mesas móviles -y ¿por qué ir tan lejos?-: creen en el cristianismo, en
el idealismo, en Dios.
La creencia del proletariado antiguo, lo mismo que la
de las masas modernas después, era más robusta, de gusto menos elevado y más
sencillo. La propaganda cristiana se había dirigido a su corazón, no a su
espíritu; a sus aspiraciones eternas, a sus sufrimientos, a su esclavitud, no a
su corazón que dormía aún y para la cual las contradicciones lógicas, la
evidencia del absurdo, no podían existir, por consiguiente. La sola cuestión
que le interesaba era saber cuándo sonaría la hora de la liberación prometida,
cuándo llegaría el reino de Dios. En cuanto a los dogmas teológicos, no se
preocupaba de ellos, porque no los comprendía de ningún modo. El proletariado
convertido al cristianismo constituía la potencia material ascendente, no el
pensamiento teórico.
En cuanto a los dogmas cristianos, fueron elaborados,
como se sabe, en una serie de trabajos teológicos, literarios, y en los
concilios, principalmente por los neoplatónicos convertidos del Oriente. El
espíritu griego había caído tan bajo que en el cuarto siglo de la Era Cristiana, época
del primer concilio, ya encontramos la idea de un Dios personal, espíritu puro,
eterno absoluto, creador y señor supremo del mundo, con existencia fuera del
mundo, unánimemente aceptada por todos los padres de la Iglesia; y como
consecuencia lógica de este absurdo absoluto, la creencia desde entonces
natural y necesaria en la inmaterialidad y en la inmortalidad del alma humana,
alojada y aprisionada en un cuerpo mortal, pero mortal sólo en parte; porque en
ese cuerpo mismo hay una parte que, aun siendo corporal, es inmortal como el
alma y debe resucitar como el alma. ¡Tan difícil ha sido, aun para los padres
de la Iglesia, representarse el espíritu puro al margen de toda forma corporal!
Es preciso observar que, en general, el carácter de o
razonamiento teológico y metafísico también, es tratar de explicar un absurdo
por otro. Ha sido una dicha para el cristianismo haber hallado el mundo de los
esclavos. Tuvo otra dicha: la invasión de los bárbaros. ¡Los bárbaros eran
buenas gentes, llenas de fuerza natural y sobre todo animadas e impulsadas por
una gran necesidad y por una gran capacidad de vivir; bandidos a toda prueba,
capaces de devastarlo todo y de arrasarlo todo, lo mismo que sus sucesores, los
alemanes actuales; mucho menos sistemáticos y pedantes en su bandolerismo que
estos últimos, mucho menos morales, menos sabios; pero por el contrario, mucho
más independientes y más altivos, capaces de ciencia y no incapaces de
libertad, como los burgueses de la Alemania moderna. Pero con todas estas
grandes cualidades, no eran nada más que bárbaros, es decir, tan indiferentes
como los esclavos antiguos -de los cuales muchos, por lo demás, pertenecían a
su raza- con respecto a todas las cuestiones de la teología y de la metafísica. De
suerte que una vez rota su repugnancia práctica, no fue difícil convertirlos
teóricamente al cristianismo.
Durante diez siglos consecutivos, el cristianismo,
armado de la omnipotencia de la Iglesia y del Estado, y sin concurrencia alguna
de parte de unos o de otros, pudo depravar, bastardear y falsear el espíritu de
Europa. No tuvo concurrentes, puesto que fuera de la Iglesia no había
pensadores, ni aun gentes instruidas. Si se levantaron herejías en su seno, no
atacaron nunca más que los desenvolvimientos teológicos prácticos del dogma
fundamental, no el dogma mismo. La creencia en Dios, espíritu puro y creador
del mundo, y la creencia en la inmaterialidad del alma permanecieron intactas.
Esta doble creencia se convirtió en la base ideal de toda la civilización
occidental y oriental de Europa, y penetró, se encarnó en todas las
instituciones, en todos los detalles de la vida, tanto pública como privada de
todas las clases como de las masas.
¿Se puede uno asombrar, después de esto, que se haya
mantenido esa creencia hasta nuestros días, y que continúe ejerciendo su
influencia desastrosa aun sobre espíritus escogidos como Mazzini, Michelet,
Quinet, y tantos otros? Hemos visto que el primer ataque fue promovido contra ella
por el Renacimiento, que produjo héroes y mártires como Vanini, como Giordano
Bruno y como Galileo y que, bien que ahogado pronto por el ruido, el tumulto y
las pasiones de la reforma religiosa, continuó silenciosamente su trabajo
invisible legando a los más nobles espíritus de cada generación nueva esa obra
de la emancipación humana mediante la instrucción de lo absurdo, hasta que, en
fin, en la segunda mitad del siglo XVIII reaparece de nuevo a la luz del día,
levantando atrevidamente la bandera del ateísmo y del materialismo.
Se pudo creer entonces que el espíritu humano iba,
por fin, a libertarse, una vez por todas, de todas las obsesiones divinas. Fue
un error. La mentira divina, de que se había alimentado la humanidad -para no
hablar más que del mundo cristiano durante dieciocho siglos, debía mostrarse,
una vez más, más poderosa que la humana verdad. No pudiendo ya servirse de la
gente negra, de los cuervos consagrados de la iglesia, de los sacerdotes
católicos o protestantes que habían perdido todo crédito, se sirvió de los
sacerdotes laicos, de los mentirosos y de los sofistas de túnica corta, entre
los cuales el papel principal fue dado a dos hombres fatales: uno, el espíritu
más falso, el otro, la voluntad más doctrinariamente despótica del siglo
pasado: a J. J. Rousseau y a Robespierre.
El primero representa el verdadero tipo de la
estrechez de la mezquindad sombría, de la exaltación, sin otro objeto que su
propia persona, del entusiasmo en frío de la hipocresía a la vez sentimental e
implacable, de la mentira forzada del idealismo moderno. Se le puede considerar
como el verdadero creador de la reacción moderna. En apariencia el escritor más
democrático del siglo XVIII, incuba en sí el despotismo despiadado del
estadista. Fue el profeta del Estado doctrinario, como Robespierre, su digno y
fiel discípulo, que trató de convertirse en el gran sacerdote. Habiendo oído
decir a Voltaire que si no hubiese existido Dios habría sido necesario
inventarlo, J. J. Rousseau inventó el ser supremo, el dios abstracto y estéril
de los deístas. Y en nombre de ese ser supremo y de la virtud hipócrita
ordenada por el ser supremo, Robespierre guillotinó a los hebertistas primero,
luego al genio mismo de la revolución, a Dantón, en cuya persona asesinó la
república, preparando así el triunfo, desde entonces necesario, de la dictadura
de Bonaparte l. Después de este gran triunfo, la reacción idealista buscó y
encontró servidores menos fanáticos, menos terribles, medidos por la talla
considerablemente empequeñecida de la burguesía de nuestro siglo. En Francia
fueron Chateaubriand, Lamartine y -¿es preciso decirlo? ¿Y por qué no? hay que
decirlo todo, cuando es verdad- fue Víctor Hugo mismo, el demócrata, el
republicano, el casi socialista de hoy, y tras él toda la cohorte melancólica y
sentimental de espíritus flacos y pálidos, quienes constituyeron, bajo la
dirección de esos maestros, la escuela del romanticismo moderno. En Alemania
fueron los Schlegel, los Tieck, los Novalis, los Werner, fue Schellíng, y
tantos otros aun cuyos nombres no merecen siquiera ser mencionados.
La literatura creada por esa escuela fue el verdadero
reino de los espectros y de los fantasmas. No soportaban la luz del día, pues
el claroscuro era el único elemento en que podía vivir. No soportaba tampoco el
contacto brutal de las masas; era la literatura de las almas tiernas,
delicadas, distinguidas, que aspiraban al cielo, a su patria, y que vivían como
a su pesar sobre a tierra. Tenía horror y desprecio a la política, a las
cuestiones del día; pero cuando hablaba por azar de ellas, se mostraba
francamente reaccionaria, tomando partido de la Iglesia contra la insolencia de
los librepensadores, de los reyes contra los pueblos, y de todas las
aristocracias contra la vil canalla de las calles. Por lo demás, como acabo de
decir, lo que dominaba en la escuela era una indiferencia casi completa ante
las cuestiones políticas. En medio de las nubes en que vivían, no podía
distinguir más que dos puntos reales: el desenvolvimiento rápido del
materialismo burgués y el desencadenamiento desenfrenado de las vanidades
individuales. Para comprender esa literatura es preciso buscar la razón de ser
en la transformación que se había operado en el seno de la clase burguesa desde
la revolución de 1793.
Desde el Renacimiento y la Reforma hasta esa
revolución, la burguesía, si no en Alemania, al menos en Italia, en Francia, en
Suiza, en Inglaterra, en Holanda, fue el héroe y representó el genio
revolucionario de la
historia. De su seno salieron en su mayoría los librepensadores
del siglo XV, los grandes reformadores religiosos de los dos siglos siguientes
y los apóstoles de la emancipación humana del siglo pasado, comprendidos esta
vez también los de Alemania. Ella sola, naturalmente apoyada en las simpatías y
en los brazos del pueblo que tenía fe en ella, hizo la revolución del 89 y la
del 93. Había proclamado la decadencia de la realeza y de la iglesia, la
fraternidad de los pueblos, los derechos del hombre y del ciudadano. He ahí sus
títulos de gloria: son inmortales.
Desde entonces se escindió. Una parte considerable de
adquirentes de bienes nacionales, enriquecidos y apoyándose esta vez no sobre
el proletariado de las ciudades, sino sobre la mayor parte de los campesinos de
Francia que se habían hecho igualmente propietarios agrícolas, aspiraba a la
paz, al restablecimiento del orden público, a la fundación de un gobierno
regular y poderoso. Aclamó, pues, con felicidad la dictadura del primer
Bonaparte y, aunque se mantuviese volteriana, no vio con malos ojos su Concordato
con el Papa y el restablecimiento de la iglesia oficial en Francia: “¡La
religión es tan necesaria para el pueblo!”; lo que quiere decir que, ya
saciada, esa parte de la burguesía comenzó desde entonces a comprender que era
urgente, en interés de la conservación de su posición y de sus bienes
adquiridos, engañar el hambre no satisfecha del pueblo con las promesas de un
maná celeste. Fue entonces cuando comenzó a predicar Chateaubriand.
Napoleón cayó. La Restauración devolvió a Francia,
con la monarquía legítima, la potencia de la iglesia y de la aristocracia
nobiliaria, que se rehicieron, si no con todo, al menos con una considerable
parte de su antiguo poder. Esta reacción arrojó a la burguesía a la revolución;
y con el espíritu revolucionario se despertó otra vez en ella también la incredulidad. Con
Chateauriand a un lado, volvió a comenzar a leer a Voltaire.
No legó hasta Diderot: sus nervios debilitados no soportaban ya un alimento tan
fuerte. Voltaire, a la vez incrédulo y teísta, le convenía, al contrario,
mucho. Béranger Paul Louis Courier expresaron perfectamente esta tenencia
nueva. El “Dios de las buenas gentes” y el ideal del rey burgués, a la vez
liberal y democrático, dibujado sobre el fondo majestuoso y en lo sucesivo
inofensivo de las victorias gigantescas del imperio, tal fue en esa época, el
alimento intelectual cotidiano de la burguesía de Francia. Lamartine,
aguijoneado por la envidia vanidosamente ridícula de elevarse a la altura del
gran poeta inglés Byron, había comenzado sus himnos fríamente delirantes en
honor del dios de los gentiles hombres y de la monarquía legítima. Pero sus
cantos no repercutían más que en los salones aristocráticos. La burguesía no
los oía. Su poeta era Béranger, y Courier, su escritor político. La revolución
de julio tuvo por consecuencia el ennoblecimiento de sus gustos. Se sabe que
todo burgués de Francia lleva en sí el tipo imperecedero del burgués
gentilhombre, que no deja nunca de aparecer tan pronto como adquiere un poco de
riqueza y de poder. En 1830, la rica burguesía había reemplazado
definitivamente a la antigua nobleza en el poder. Tendió naturalmente a fundar
una nueva aristocracia: aristocracia del capital, sin duda, ante todo, pero
también aristocracia de inteligencia, de buenas maneras y de sentimientos
delicados. La burguesía comenzó a sentirse religiosa.
No fue por su parte una simple imitación de las
costumbres aristocráticas, sino que era al mismo tiempo una necesidad de
posición. El proletariado le había hecho un último servicio, ayudándola a
derribar una vez más a la
nobleza. Ahora, la burguesía no tenía necesidad de su ayuda,
porque se sentía sólidamente sentada a la sombra del trono de junio, y la
alianza con el pueblo, desde entonces inútil, comenzaba a hacérsele incómoda.
Era preciso devolverlo a su lugar, lo que no podía hacerse naturalmente sin
provocar una gran indignación en las masas. Se hizo necesario contenerlas.
¿Pero en nombre de qué? ¿En nombre del interés burgués crudamente confesado?
Eso hubiese sido demasiado cínico. Cuanto más injusto e inhumano es un interés,
más necesidad tiene, de ser sancionado, y ¿dónde hallar la sanción, sino en la
religión, esa buena protectora de todos los hartos, y esa consoladora tan útil
de todos los que tienen hambre? Y más que nunca, la burguesía triunfante sintió
que la religión era absolutamente necesaria para el pueblo.
Después de haber ganado sus títulos imperecederos de
gloria en la oposición, tanto religiosa y filosófica como política, en la
protesta y en la revolución se había convertido en -fin en la clase dominante,
y por eso mismo en la defensora y la conservadora del Estado, pues este último
se había convertido a su vez en la institución regular de la potencia exclusiva
de esa clase. El Estado es la fuerza y tiene para sí ante todo el derecho de la
fuerza, el argumento triunfante del fusil. Pero el hombre está hecho tan
singularmente que esa argumentación, por elocuente que parezca, no le basta a la larga. Para imponerle
respeto, es preciso una sanción moral cualquiera. Es preciso, además, que esa
sanción sea de tal modo evidente y sencilla que pueda convencer a las masas,
que, después de haber sido reducidas por la fuerza del Estado, deben ser
inducidas luego al reconocimiento moral de su derecho.
No hay más que dos medios para convencer a las masas
de la bondad de una institución social cualquiera. El primero, el único real,
pero también el más difícil, porque implica la abolición del Estado -es decir
la abolición de la explotación políticamente organizada e la mayoría por una minoría
cualquiera-, sería la satisfacción directa y completa de todas las necesidades,
de todas las aspiraciones humanas de las masas; lo que equivaldría a la
liquidación completa de la existencia tanto política como económica de la
clase, burguesa, y como acabo de decirlo, a la abolición del Estado. Este medio
sería, sin duda, saludable para las masas, pero funesto para los intereses
burgueses. Por consiguiente, no hay ni que hablar de él.
Hablemos de otro medio, que, funesto para el pueblo
solamente, es, al contrario, precioso para la salvación de los -privilegios
burgueses. Este otro medio no puede ser más que la religión. Es ese
milagro eterno el que arrastra a las masas a la busca de los tesoros divinos,
mientras que, mucho más moderada, la clase dominante se contenta con compartir,
muy desigualmente por otra parte y dando siempre más al que más posee, entre
sus propios miembros, los miserables bienes de la tierra y los despojos humanos
del pueblo, comprendida su libertad política y social.
No existe, no puede existir Estado sin religión.
Tomad los Estados más libres del mundo, los Estados Unidos de América o la Confederación Helvética,
por ejemplo, y ved qué papel tan importante desempeña la providencia divina,
esa sanción suprema de todos los Estados, en todos los discursos oficiales.
Pero siempre -que un jefe de Estado habla de Dios,
sea Guillermo I, emperador knutogermánico, o Grant, presidente de la gran
república, estén seguros que se prepara de nuevo a esquilmar a su
pueblo-rebaño.
La burguesía francesa, liberal, volteriana e
impulsada por su temperamento a un positivismo, por no decir a un materialismo,
singularmente estrecho y brutal, convertida, por su triunfo de 1830 en la clase
del Estado, -ha debido, pues, darse necesariamente una religión oficial. La
cosa no era fácil. No podía ponerse francamente bajo el yugo del catolicismo
romano. Había entre ella y la Iglesia de Roma un abismo de sangre y de odio y,
por práctica y prudente que se hubiese vuelto, no llegaría nunca a reprimir en
su seno una pasión desarrollada por la historia. Por lo demás, la burguesía francesa se
habría cubierto de ridículo si hubiera vuelto a la iglesia para tomar parte en
las piadosas ceremonias del culto divino, condición esencial de una conversión
meritoria y sincera. Muchos lo han tratado de hacer, pero su heroísmo no tuvo
otro resultado que el escándalo estéril. En fin, la vuelta al catolicismo era
imposible a causa de la contradicción insoluble que existe entre la política
invariable de Roma y el desenvolvimiento de los intereses económicos y
políticos de la clase media.
Bajo este aspecto, el protestantismo es mucho más
cómodo. Es la religión burguesa por excelencia. Concede justamente tanta
libertad como es necesaria para los burgueses, y ha encontrado el medio de
conciliar las aspiraciones celestes con el respeto que reclaman los intereses
terrestres. Así vemos que es sobre todo en los países protestantes donde se
desarrollaron el comercio y la industria. Pero era imposible para la burguesía
de Francia hacerse protestante. Para pasar de una religión a otra -al menos que
sea por cálculo, como proceden alguna vez los judíos en Rusia y en Polonia, que
se hacen bautizar tres, cuatro veces, a fin de recibir remuneraciones nuevas-,
para cambiar de religión, hay que tener una gran fe religiosa. Y bien, en el
corazón exclusivamente positivo del burgués francés, no hay lugar para ese
grano. Profesa la indiferencia más profunda para todas las cuestiones,
exceptuada la de la bolsa ante todo, y la de su vanidad social después. Es tan
indiferente ante el protestantismo como ante el catolicismo. Por otra parte, la
burguesía francesa no habría podido abrazar el protestantismo sin ponerse en
contradicción con la rutina católica de la mayoría del pueblo francés, lo que
hubiese constituido una gran imprudencia de parte de una clase que quería
gobernar Francia.
No quedaba más que un medio: el de volver a la
religión humanitaria y revolucionaria del siglo XVIII. Pero esa religión lleva
demasiado lejos. Por consiguiente, la burguesía tuvo que crear, para sancionar
el nuevo Estado, el Estado burgués que acababa de fundar, una religión nueva,
que pudiese ser, sin demasiado ridículo ni escándalo, la religión profesada
altamente por toda la clase burguesa. Es así como nació el Ateísmo doctrinario.
Otros han hecho, mucho mejor de lo que yo sabría
hacerlo, la historia del nacimiento y del desenvolvimiento de esa escuela, que
tuvo una influencia tan decisiva y, puedo decirlo sin dudar, tan funesta sobre
la educación política, intelectual y moral de la juventud burguesa de Francia.
Data de Benjamín Constant y Madame Staël, pero su verdadero fundador fue Royer
Collard; sus apóstoles: los señores Guizot, Cousin, Villemain y muchos otros;
su objetivo abiertamente confesado: la reconciliación de la revolución con la
reacción, o para hablar el lenguaje de la escuela, del principio de libertad
con el de autoridad, naturalmente en provecho de esta última.
Esta reconciliación significaba, en política, el
escamoteo de la libertad popular en provecho de la dominación burguesa,
representada por el Estado monárquico y constitucional; en filosofía, la
sumisión reflexiva de la libre razón a los principios eternos de la fe.
Se sabe que esta filosofía fue elaborada
principalmente por Cousin, el padre del eclecticismo francés. Hablador
superficial y pedante; inocente de toda concepción original, de todo
pensamiento propio, pero muy fuerte en lugares comunes -que ha cometido el
error de confundir con el sentido común-, este filósofo ilustre ha preparado
sabiamente, para el uso de la juventud estudiante de Francia, un plato
metafísico a su modo y cuyo consumo, obligatorio en todas las escuelas del
Estado por debajo de la universidad, ha condenado a varias generaciones
consecutivas a una indigestión cerebral. Imagínese una ensalada filosófica
compuesta de los sistemas más opuestos, una mezcla de padres de la Iglesia,
escolásticos, de Descartes y de Pascal, de Kant y de psicólogos escoceses,
superpuesto a las ideas divinas e innatas de Platón y recubierto de la capa de
inmanencia hegeliana, acompañada necesariamente de una ignorancia tan desdeñosa
como completa de las ciencias naturales y que prueba como dos y dos son cinco
la existencia de un dios personal.
DIOS Y EL ESTADO
En nombre de esa ficción que apela tanto al interés
colectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y a la libertad colectivas,
los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de J. J. Rousseau
y de Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del derecho
absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la apoyan, con
mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de dios. Los doctrinarios
liberales, al menos aquellos que toman las teorías liberales en serio, parten
del principio de la libertad individual, se colocan primeramente, se sabe, como
adversarios de la del
Estado. son ellos los primeros que dijeron que el gobierno
–es decir, el cuerpo de funcionarios organizado de una manera o de otra, y
encargado especialmente de ejercer la acción, el Estado es un mal necesario, y
que toda la civilización consistió en esto, en disminuir cada vez más sus
atributos y sus derechos. Sin embargo, vemos que en la práctica, siempre que ha
sido puesta seriamente en tela de juicio la existencia del Estado, los
liberales doctrinarios se mostraron partidarios del derecho absoluto del
Estado, no menos fanáticos que los absolutistas monárquicos y jacobinos.
Su culto incondicional del Estado, en apariencia al
menos tan completamente opuesto a sus máximas liberales, se explica de dos
maneras: primero prácticamente, por los intereses de su clase, pues la inmensa
mayoría de los liberales doctrinarios pertenecen a la burguesía. Esa
clase tan numerosa y tan respetable no exigiría nada mejor que se le concediese
el derecho o, más bien, el privilegio de la más completa anarquía; toda su
economía social, la base real de su existencia política, no tiene otra ley,
como es sabido, que esa anarquía expresada en estas palabras tan célebres:
“Laissez faire et laissez passer”. Pero no quiere esa anarquía más que para sí
misma y sólo a condición de que las masas, “demasiado ignorantes para
disfrutarla sin abusar”, queden sometidas a la más severa disciplina del
Estado. Porque si las masas, cansadas de trabajar para otros, se insurreccionasen,
toda la existencia política y social de la burguesía se derrumbaría. Vemos
también en todas partes y siempre que, cuando la masa de los trabajadores se
mueve, los liberales burgueses más exaltados se vuelven inmediatamente
partidarios tenaces de la omnipotencia del Estado. Y como la agitación de las
masas populares se hace de día en día un mal creciente y crónico, vemos a los
burgueses liberales, aun en los países más libres, convertirse más y más al
culto del poder absoluto.
Al lado de esta razón práctica, hay otra de
naturaleza por completo teórica y que obliga igualmente a los liberales más
sinceros a volver siempre al culto del Estado. Son y se llaman liberales porque
toman la libertad individual por base y por punto de partida de su teoría, y es
precisamente porque tienen ese punto de partida o esa base que deben llegar,
por una fatal consecuencia, al reconocimiento del derecho absoluto del Estado.
La libertad individual no es, según ellos, una
creación, un producto histórico de la sociedad. Pretenden
que es anterior a toda sociedad, y que todo hombre la trae al nacer, con su
alma inmortal, como un don divino. De donde resulta que el hombre es algo, que
no es siquiera completamente él mismo, un ser entero y en cierto modo absoluto
más que fuera de la
sociedad. Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad,
forma necesariamente esta última por un acto voluntario y por una especie de
contrato, sea instintivo o tácito, sea reflexivo o formal. En una palabra, en
esa teoría no son los individuos los creados por la sociedad, son ellos, al
contrario, los que la crean, impulsados por alguna necesidad exterior, tales
como el trabajo y la guerra.
Se ve que en esta teoría, la sociedad propiamente
dicha no existe; la sociedad humana natural, el punto de partida real de toda
civilización humana, el único ambiente en el cual puede nacer realmente y
desarrollarse la personalidad y la libertad de los hombres, le es perfectamente
desconocida. No reconoce de un lado más que a los individuos, seres existentes
por sí mismos y libres de sí mismos, y por otro, a esa sociedad convencional,
formada arbitrariamente por esos individuos y fundada en un contrato, formal o
tácito, es decir, al Estado (Saben muy bien que ningún Estado histórico ha tenido
jamás un contrato por base y que todos han sido fundados por la violencia, por la conquista. Pero
esa ficción del contrato libre, base del Estado, les es necesaria, y se la
conceden sin más ceremonias).
Los individuos humanos, cuya masa convencionalmente
reunida forma el Estado, aparecen, en esta teoría, como seres completamente
singulares y llenos de contradicciones. Dotados cada uno de un alma inmortal y
de una libertad o de un libre arbitrio inherentes, son, por una parte, seres
infinitos, absolutos y como tales complejos en sí mismos, por si mismos,
bastándose a sí y no teniendo necesidad de nadie, en rigor ni siquiera de dios,
porque, siendo inmortales e infinitos, ellos mismos son dioses. Por otra parte,
son seres brutalmente materiales, débiles, imperfectos, limitados y
absolutamente dependientes de la naturaleza exterior, que los lleva, los
envuelve y acaba por arrastrarlos tarde o temprano. Considerados desde el
primer punto de vista, tienen tan poca necesidad de la sociedad, que esta
última aparece más bien como un impedimento a la plenitud de su ser, a su
libertad perfecta. Hemos visto, desde el principio del cristianismo, hombres
santos y rígidos que, tomando la inmortalidad y la salvación de sus almas en
serio, han roto sus lazos sociales y huyendo de todo comercio humano, buscaron
en la soledad la perfección, la virtud, dios. Han considerado la sociedad, con
mucha razón, con mucha consecuencia lógica, como una fuente de corrupción, y el
aislamiento absoluto del alma, como la condición de todas las virtudes. Si
salieron alguna vez de su soledad no fue nunca por necesidad, sino por
generosidad, por caridad cristiana hacia los hombres que, al continuar
corrompiéndose en el medio social, tenían necesidad de sus consejos, de sus
oraciones y de su dirección. Fue siempre para salvar a los otros, nunca para
salvarse y para perfeccionarse a sí mismos. Arriesgaban al contrario la pérdida
de sus almas al volver a esa sociedad de que habían huido con horror como de la
escuela de todas las corrupciones, y una vez acabada su santa obra, volvían lo
más pronto posible a su desierto para perfeccionarse allí de nuevo por la
contemplación incesante de su ser individual, de su alma solitaria en presencia
de dios solamente.
Este es un ejemplo que todos aquellos que creen
todavía hoy en la inmortalidad del alma, en la libertad innata o en el libre
arbitrio, debían seguir, por poco que deseen salvar sus almas y prepararlas
dignamente para la vida eterna. Lo repito aún, los santos anacoretas que
llegaban a fuerza de aislamiento a una imbecilidad completa, eran perfectamente
lógicos. Desde el momento que el alma es inmortal, es decir, infinita por su
esencia, libre y de sí misma, debe bastarse. Únicamente los seres pasajeros,
limitados y finitos pueden completarse mutuamente; el infinito no se completa.
Al encontrar a otro, que no es él mismo, se siente, al contrario, restringido;
por tanto, debe huir, ignorar todo lo que no es él mismo. En rigor, he dicho,
el alma debía poder pasarse sin dios. Un ser infinito en sí no puede reconocer
otro que le sea igual a su lado, ni menos aún que le sea superior por encima de
sí mismo. Todo ser tan infinito como él mismo y distinto de él, le pondría un
límite y por consecuencia haría de él un ser determinado y finito. Reconociendo
un ser tan infinito como ella, fuera de sí, el alma inmortal se reconoce por
tanto, necesariamente, un ser finito. Porque lo infinito no es realmente tal
más que si lo abarca todo y no deja nada afuera de sí. Con mayor razón, un ser
infinito no podrá, no deberá reconocer otro ser infinito y superior. La
infinitud no admite nada relativo, nada comparativo; estas palabras, infinitud
superior e infinitud inferior, implican, pues, un absurdo. La teología, que
tiene el privilegio de ser absurda, y que cree en las cosas precisamente porque
son absurdas, ha puesto por encima de las almas humanas inmortales y por
consecuencia infinitas, la infinitud superior, absoluta de dios. Pero para
corregirse, ha creado la ficción de Satanás, que representa precisamente la rebelión
de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta, contra dios.
Y lo mismo que Satanás se ha rebelado contra la infinitud superior de dios, los
santos anacoretas del cristianismo, demasiado humildes para rebelarse contra
dios, se han rebelado contra la infinitud igual de los hombres, contra la sociedad. Han
declarado con mucha razón que no tenían necesidad de ello para salvarse; y que,
puesto que por una fatalidad extraña para infinitos (una palabra ilegible en el
original) y decaídos, la sociedad de dios, la contemplación de sí mismos en
presencia de esa infinitud absoluta les bastaba.
Y lo declaro aún, es un ejemplo a seguir para todos
los que creen en la inmortalidad del alma. Desde este punto de vista, la
sociedad no puede ofrecerles más que una perdición segura. En efecto, ¿que da a
los hombres? Las riquezas materiales primeramente, que no pueden ser producidas
en proporción suficiente más que por el trabajo colectivo. Pero para quien cree
en una existencia eterna, ¿no deben ser esas riquezas un objeto de desprecio?
Jesucristo ha dicho a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en esta tierra,
porque donde están vuestros tesoros está vuestro corazón”; y otra vez: “es más
fácil que una maroma pase por el agujero de una aguja, que un rico entre en el
reino de los cielos” (Me imagino la cara que deben poner los piadosos y ricos
burgueses protestantes de Inglaterra y de Estados Unidos, de Alemania, de
Suiza, al leer estas sentencias tan decisivas y tan desagradables para ellos).
Jesucristo tiene razón; entre la codicia de las
riquezas materiales y la salvación de las almas inmortales, hay una
incompatibilidad absoluta. Y entonces, por poco que se crea realmente en la
inmortalidad del alma, ¿no vale más renunciar al confort y al lujo que da
sociedad y vivir de raíces, como hicieron los anacoretas, salvando su alma para
la eternidad, que perderla al precio de algunas decenas de años de goces
materiales? Este cálculo es tan sencillo, tan evidentemente justo, que estamos
forzados a pensar que los piadosos y ricos burgueses, banqueros, industriales,
comerciantes, que hacen tan excelentes negocios por los medios que se sabe, aun
llevando siempre palabras del evangelio en los labios, no tienen en cuenta de
ningún modo la inmortalidad del alma y que abandonan generosamente al
proletariado esa inmortalidad, reservándose humildemente par sí mismos los
miserables bienes materiales que amontonan sobre la tierra.
Aparte de los bienes materiales, ¿qué da la sociedad?
Los afectos carnales, humanos, terrestres, la civilización y la cultura del
espíritu, cosas todas inmensas desde el punto de vista humano, pasajero y
terrestre, pero que ante la eternidad, ante la inmortalidad, ante dios son
iguales a cero. La mayor sabiduría humana, ¿no es locura ante dios?
Una leyenda de la iglesia oriental cuenta que dos
santos anacoretas se habían encarcelado voluntariamente durante algunas decenas
de años en una isla desierta, aislándose además uno de otro y pasando día y
noche en la contemplación y en la oración, habiendo llegado a tal punto que
perdieron el uso de la palabra; de todo su antiguo diccionario, no habían
conservado más que tres o cuatro palabras que, reunidas, no representaban
sentido alguno, pero que no expresaban menos ante dios las aspiraciones mas sublimes
de sus almas. Vivían naturalmente de raíces, como los animales herbívoros.
Desde el punto de vista humano, esos dos hombres eran imbéciles o locos, pero
desde el punto de vista divino, desde el de la creencia en la inmortalidad del
alma, se han revelado calculadores mucho más profundos que Galileo y Newton.
Porque sacrificaron algunas decenas de años de prosperidad terrestre y de
espíritu mundano para ganar la beatitud eterna y el espíritu divino.
Por tanto es evidente que, dotado de un alma inmortal,
de una infinitud y de una libertad inherentes a esa alma, el hombre es un ser
eminentemente antisocial. Y si hubiese sido siempre prudente, exclusivamente
preocupado de su eternidad, si hubiese tenido ánimo para despreciar todos los
bienes, todos los afectos y todas las vanidades de esta tierra, no habría nunca
salido de ese estado de inocencia o de imbecilidad divina y no se habría
formado nunca la
sociedad. En una palabra, Adán y Eva no habrían probado el
fruto del árbol de la ciencia y nosotros viviríamos todos como animales en el
paraíso terrestre que dios les había asignado por morada. Pero desde el momento
que los hombres quisieron saber, civilizarse, humanizarse, pensar, hablar y
gozar de los bienes materiales, han debido salir necesariamente de su soledad y
organizarse en sociedad. Porque tanto como son interiormente infinitos,
inmortales, libres, tanto son exteriormente limitados, mortales, débiles y
dependientes del mundo exterior.
Considerados desde el punto de vista de sus
existencia terrestre, es decir, no ficticia, sino real, la masa de los hombres
presenta un espectáculo de tal modo degradante, tan melancólicamente pobre de
iniciativa, de voluntad y de espíritu, que es preciso estar dotado
verdaderamente de una gran capacidad de ilusionarse para encontrar en ellos una
alma inmortal y la sombra de un libre arbitrio cualquiera. se presentan a
nosotros como seres absoluta y fatalmente determinados: determinados ante todo
por la naturaleza exterior, por la configuración del suelo y por todas las condiciones
materiales de su existencia; determinados por las innumerables relaciones
políticas, religiosas y sociales, por los hábitos, las costumbres, las leyes,
por todo un mundo de prejuicios o de pensamientos elaborados lentamente por los
siglos pasados, y que se encuentran al nacer a la vida en sociedad, de la cual
ellos no fueron jamás los creadores, sino los productos, primero, y más tarde
los instrumentos. Sobre mil hombres apenas se encontrará uno del que se pueda
decir, desde un punto de vista, no absoluto, sino solamente relativo, que
quiere y que piensa por sí mismo. La inmensa mayoría de los individuos humanos,
no solamente en las masas ignorantes, sino también en las clases privilegiadas,
no quieren y no piensan más que lo que todo el mundo quiere y piensa a su
alrededor; creen sin duda querer y pensar por sí mismos, pero no hacen más que
reproducir servilmente, rutinariamente, con modificaciones por completo
imperceptibles y nulas, los pensamientos y las voluntades ajenas. Esa
servilidad, esa rutina, fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de
rebelión en la voluntad de iniciativa, en el pensamiento de los individuos son
las causas principales de la lentitud desoladora del desenvolvimiento histórico
de la humanidad. A
nosotros, materialistas o realistas, que no creemos ni en la inmortalidad del
alma ni en el libre arbitrio, esa lentitud, por afligente que sea, se nos
aparece como un hecho natural. Partiendo del estado de gorila, el hombre no
llega sino dificultosamente a la conciencia de su humanidad y a la realización
de su libertad. Ante todo no puede tener ni esa conciencia, ni esa libertad;
nace animal feroz y esclavo, y no se humaniza y no se emancipa progresivamente
más que en el seno de la sociedad, que es necesariamente anterior al nacimiento
de su pensamiento, de su palabra y de su voluntad; y no puede hacerlo más que
por los esfuerzos colectivos de todos los miembros pasados y presentes de esa
sociedad, que es, por consiguiente, la base y el punto de partida natural de su
humana existencia. Resulta de ahí que el hombre no realiza su libertad
individual o bien su personalidad más que completándose con todos los
individuos que lo rodean, y sólo gracias al trabajo y al poder colectivo de la
sociedad, al margen de la cual, de todos los animales feroces que existen sobre
la tierra, permanecería siempre él, sin duda, el más estúpido y el más
miserable. En el sistema de los materialistas, el único natural y lógico, la
sociedad, lejos de aminorarla y de limitarla, crea, al contrario, la libertad
de los individuos humanos. Es la raíz, el árbol y la libertad es su fruto. Por
consiguiente, en cada época el hombre debe buscar su libertad, no al principio,
sino al fin de la historia, y se puede decir que la emancipación real y
completa de cada individuo humano es el verdadero, el gran objeto, el fin
supremo de la historia.
Muy otro es el punto de vista de los idealistas. En
su sistema, el hombre se produce primeramente como un ser inmortal y libre y
acaba por convertirse en un esclavo. Como espíritu inmortal y libre, infinito y
competo en sí, no tiene necesidad de sociedad; de donde resulta que si se une
en sociedad, no puede ser más que por una especie de decadencia, o bien porque
olvida y pierde la conciencia de su inmortalidad y de su libertad. Ser
contradictorio, infinito en el interior como espíritu, pero dependiente,
defectuoso material en el exterior, es forzado a asociarse, no en vista de las
necesidades de su alma, sino para la conservación de su cuerpo. La sociedad no
se forma, pues, más que por una especie de sacrificio de los interés y de la
independencia del alma a las necesidades despreciables del cuerpo. Es una
verdadera decadencia y una sumisión del individuo interiormente inmortal y
libre, una renuncia, al menos parcial, a su libertad primitiva.
Se conoce la frase sacramental que en la jerga de
todos los partidarios del Estado y del derecho jurídico expresa esa decadencia
y ese sacrificio, ese primer paso fatal hacia el sometimiento humano. El
individuo que goza de una libertad completa en el estado natural, es decir
antes de que se haya hecho miembro de ninguna sociedad, sacrifica al entrar en
esa última, una parte de esa libertad, a fin de que la sociedad le garantice
todo lo demás. A quien demanda la explicación de esa frase, se le responde
ordinariamente con otra: La libertad de cada individuo no debe tener otros
límites que la de todos los demás individuos.
En apariencia, nada más justo ¿no es cierto? Y sin
embargo esa frase contiene en germen toda la teoría del despotismo. Conforme a
la idea fundamental de los idealistas de todas las escuelas y contrariamente a
todos los hechos reales, el individuo humano aparece como un ser absolutamente
libre en tanto y sólo en tanto que queda fuera de la sociedad, de donde resulta
que esta última, considerada y comprendida únicamente como sociedad jurídica y
política, es decir como Estado, es la negación de la libertad. He ahí el
resultado del idealismo; es todo lo contrario, como se ve, de las deducciones
del materialismo, que, conforme a lo que pasa en el mundo real, hacen proceder
de la sociedad la libertad individual de los hombres como una consecuencia
necesaria del desenvolvimiento colectivo de la humanidad.
La definición materialista, realista y colectivista
de la libertad, por completo opuesta a la de los idealistas, es ésta. El hombre
no se convierte en hombre y no llega, tanto a la conciencia como a la
realización de su humanidad, más que en la sociedad y solamente por la acción
colectiva de la sociedad entera; no se emancipa del yugo de la naturaleza
exterior más que por el trabajo colectivo o social, lo único que es capaz de
transformar la superficie terrestre en una morada favorable a los
desenvolvimientos de la humanidad; y sin esa emancipación material no puede
haber emancipación intelectual y moral para nadie. No puede emanciparse del
yugo de su propia naturaleza, es decir no puede subordinar los instintos y los
movimientos de su propio cuerpo a la dirección de su espíritu cada vez mas
desarrollado, más que por la educación y por la instrucción; pero una y otra
son cosas eminentes, exclusivamente sociales; porque fuera de la sociedad el
hombre habría permanecido un animal salvaje o un santo, lo que significa poco
más o menos lo mismo. En fin, el hombre aislado no puede tener conciencia de su
libertad. Ser libre para el hombre como tal por otro hombre, por todos los
hombres que lo rodean. La libertad no es, pues, un hecho de aislamiento, sino
de reflexión mutua, no de exclusión, sino al contrario, de alianza, pues la
libertad de todo individuo no es otra cosa que el reflejo de su humanidad o de
su derecho humano en la conciencia de todos los hombres libres, sus hermanos,
sus iguales.
No puedo decirme y sentirme libre más que en
presencia y ante otros hombres. En presencia de un animal de una especie
inferior no soy ni libre ni hombre, porque ese animal es incapaz de concebir y
por consiguiente también de reconocer mi humanidad. No soy humano y libre yo
mismo más que en tanto que reconozco la libertad y la humanidad de todos los
hombres que me rodean. Un antropófago que come a su prisionero, tratándolo de
bestia salvaje, no es un hombre, sino un animal. Ignorando la humanidad de sus
esclavos ignora su propia humanidad. Toda sociedad antigua nos proporciona una
prueba de eso: los griegos, los romanos, no se sentían libres como hombres, no
se consideraban como tales por el derecho humano; se creían privilegiados como
griegos, como romanos, solamente en el seno de su propia patria, en tanto que
independiente, inconquistada, y en tanto que conquistaba, al contrario, a los
demás países, por la protección especial de sus dioses nacionales; y no se
asombraban, ni creían tener el derecho y el deber de rebelarse cuando,
vencidos, creían ellos mismos en la esclavitud.
Es el gran mérito del cristianismo haber proclamado
la humanidad de todos los seres humanos, comprendidas entre ellos las mujeres,
la igualdad de todos los hombres ante la ley. Pero ¿como la proclamó? en el cielo, para la
vida futura, no para la vida presente y real, no sobre la tierra. Por otra
parte, esa igualdad en el porvenir es también una mentira, porque el número de
los elegidos es excesivamente restringido, como se sabe. Sobre ese punto, los teólogos
de las sectas cristianas más diferentes están unánimes. Por tanto la llamada
igualdad cristiana culmina en el más evidente privilegio, en el de algunos
millares de elegidos por la gracia divina sobre los millones de perjudicados.
Por lo demás, esa igualdad de todos ante dios, aunque debiera realizarse para
cada uno, no sería más que la igual nulidad y la esclavitud igual de todos ante
un amo supremo. El fundamento del culto cristiano y la primera condición de
salvación ¿no es la renunciación a la dignidad humana y el desprecio de esa
dignidad en presencia de la grandeza divina? Un cristiano no es un hombre,
porque no tiene la conciencia de la humanidad y porque, al no respetar la
dignidad humana en sí mismo, no puede respetarla en otro y no respetándola en
otro, no puede respetarla en sí. Un cristiano puede ser un profeta, un santo,
un sacerdote, un rey, un general, un ministro, un funcionario, el representante
de una autoridad cualquiera, un gendarme, un verdugo, un noble, un burgués
explotador o un proletario subyugado, un opresor o un oprimido, un torturador o
un torturado, un amo o un asalariado, pero no tiene el derecho a llamarse
hombre, porque el hombre no es realmente tal más que cuando respeta y cuando
ama la humanidad y la libertad de todo el mundo, y cuando su libertad y su
humanidad son respetadas, amadas, suscitadas y creadas por todo el mundo.
No soy verdaderamente libre más que cuando todos lo
seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La
libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es al
contrario su condición necesaria y su confirmación. No me hago libre
verdaderamente más que por la libertad de los otros, de suerte que cuanto más
numerosos son los hombres libres que me rodean y más vasta es su libertad, más
extensa, más profunda y más amplia se vuelve mi libertad. Es al contrario la
esclavitud de los hombres la que pone una barrera a mi libertad, o lo que es lo
mismo, su animalidad es una negación de mi humanidad, porque –una vez más- no
puedo decirme verdaderamente libre más que cuando mi libertad, o, lo que quiere
decir lo mismo, cundo mi dignidad de hombre, mi derecho humano, que consisten
en no obedecer a ningún otro hombre y en no determinar mis actos más que
conforme a mis convicciones propias, reflejados por la conciencia igualmente
libre de todos, vuelven a mí confirmados por el asentimiento de todo el mundo.
Mi libertad personal, confirmada así por la libertad de todo el mundo, se
extiende hasta el infinito.
Se ve que la libertad, tal como es concebida por los
materialistas, es una cosa muy positiva, muy compleja y sobre todo
eminentemente social, porque no puede ser realizada más que por la sociedad y
sólo en la más estrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos. Se pueden
distinguir en ellas tres momentos de desenvolvimiento, tres elementos de los
cuales el primero es eminentemente positivo y social; es el pleno
desenvolvimiento y el pleno goce de todas las facultades y potencias humanas
para cada uno por la educación, por la instrucción científica y por la
prosperidad material, cosas todas que no pueden ser dadas a cada uno más que
por trabajo colectivo, material e intelectual, muscular y nervioso de la
sociedad entera.
El segundo elemento o memento de la libertad es
negativo. Es la rebelión del individuo humano contra toda autoridad divina y
humana, colectiva e individual. Primeramente es la rebelión contra la tiranía
del fantasma supremo de la teología, contra dios. Es evidente que en tanto
tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. Nuestra
razón y nuestra voluntad serán igualmente anuladas. En tanto que creamos
deberle una obediencia absoluta, y frente a un dios no hay otra obediencia
posible, deberemos por necesidad someternos pasivamente y sin la menor crítica
a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos: Mesías, profetas,
legisladores, divinamente inspirados, emperadores, reyes y todos sus
funcionarios y ministros, representantes y servidores consagrados de las dos
grandes instituciones que se imponen a nosotros como establecidas por dios
mismo para la dirección de los hombres: de la iglesia y del Estado. Toda
autoridad temporal o humana procede directamente de la autoridad espiritual o
divina. Pero la autoridad es la negación de la libertad. Dios, o
más bien la ficción de dios, es, pues, la consagración y la causa intelectual y
moral de toda esclavitud sobre la tierra, y la libertad de los hombres no será
completa más que cuando hayan aniquilado completamente la ficción nefasta de un
amo celeste. Es en consecuencia la rebelión de cada uno contra la tiranía de
los hombres, contra la autoridad tanto individual como social representada y
legalizada por el Estado. Aquí, sin embargo, es preciso entenderse bien, y para
entenderse hay que comenzar por establecer una distinción bien precisa entre la
autoridad oficial y por consiguiente tiránica de la sociedad organizada en
Estado, y la influencia y la acción naturales de la sociedad no oficial, sino
natural sobre cada uno de sus miembros.
La rebelión contra esa influencia natural de la
sociedad es mucho más difícil para el individuo que la rebelión contra la
sociedad oficialmente organizada, contra el Estado, aunque a menudo sea tan
inevitable como esta última. La tiranía social, a menudo aplastadora y funesta,
no presenta ese carácter de violencia imperativa, de despotismo legalizado y
formal que distingue la autoridad del Estado. No se impone como una ley a la
que todo individuo está forzado a someterse bajo pena de incurrir en un castigo
jurídico. Su acción es más suave, más insinuante, más imperceptible, pero mucho
más poderosa que la de la autoridad del Estado. Domina a los hombres por los
hábitos, por las costumbres, por la masa de los sentimientos y de los
prejuicios tanto de la vida material como del espíritu y del corazón, y que
constituye lo que llamamos la opinión pública. Envuelve al hombre desde su
nacimiento, lo traspasa, lo penetra, y forma la base misma de su existencia
individual de suerte que cada uno no es en cierto modo más que el cómplice
contra sí mismo, más o menos, y muy a menudo sin darse cuenta siquiera. Resulta
que para rebelarse contra esa influencia que la sociedad ejerce naturalmente
sobre él, el hombre debe rebelarse, al menos en parte, contra sí mismo, porque con
todas sus tendencias y aspiraciones materiales, intelectuales y morales, no es
nada más que el producto de la
sociedad. De ahí ese poder inmenso ejercido por la sociedad
sobre los hombres.
Desde el punto de vista de la moral absoluta, es
decir desde el del respeto humano -y voy a decir al momento cómo la entiendo-,
ese poder de la sociedad puede ser bienhechor, como puede ser también
malhechor. Es bienhechor cuando tiende al desenvolvimiento de la ciencia, de la
prosperidad material, de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad
fraternales de los hombres; es malhechor cuando tiene tendencias contrarias. Un
hombre nacido en una sociedad de animales queda, con pocas excepciones, un
animal; nacido en una sociedad gobernada por sacerdotes, se convierte en un
idiota, en un beato; nacido en una banda de ladrones, será, probablemente, un
ladrón; nacido en la burguesía, será un explotador del trabajo ajeno; y si
tiene la desgracia de nacer en la sociedad de los semidioses que gobiernan la
tierra, nobles, príncipes, hijos de reyes, será, según el grado de su
capacidad, de sus medios y de su poder, un despreciador, un esclavizador de la
humanidad, un tirano. En todos estos casos, para la humanización misma del
individuo, su rebelión contra la sociedad que lo ha visto nacer se hace
indispensable.
Pero, lo repito, la rebelión del individuo contra la
sociedad es una cosa más difícil que su rebelión contra el Estado. El Estado es
una institución histórica, transitoria, una forma pasajera de la sociedad, como
la iglesia misma de la cual no es sino el hermano menor, pero no tiene el
carácter fatal e inmutable de la sociedad, que es anterior a todos los
desenvolvimientos de la humanidad y que, participando plenamente de la
omnipotencia de las leyes, de la acción y de las manifestaciones naturales,
constituye la base misma de toda existencia humana. El hombre, al menos desde
que dio su primer paso hacia la humanidad, desde que ha comenzado a ser un ente
humano, es decir un ser que habla y que piensa más o menos, nace en la sociedad
como la hormiga nace en el hormiguero y como la abeja en su colmena; no la
elige, al contrario, es producto de ella, y está fatalmente sometido a las
leyes naturales que presiden sus desenvolvimientos necesarios, como a todas las
otras leyes naturales. La sociedad es anterior y a al vez sobrevive a cada
individuo humano, como la naturaleza misma; es eterna como la naturaleza, o más
bien, nacida sobre la tierra, durará tanto como dure nuestra tierra. Una
revuelta radical contra la sociedad sería, pues, tan imposible para el hombre
como una revuelta contra la naturaleza, pues la sociedad humana no es por lo
demás sino la última gran manifestación de la creación de la naturaleza sobre
esta tierra; y un individuo que quiera poner en tela de juicio la sociedad, es
decir la naturaleza en general y especialmente su propia naturaleza, se
colocaría por eso mismo fuera de todas las condiciones de una real existencia,
se lanzaría en la nada, en el vacío absoluto, en la abstracción muerta, en
dios. Se puede, pues, preguntar con tan poco derecho si la sociedad es un bien
o un mal, como es imposible preguntar si la naturaleza, ser universal,
material, real, único, supremo, absoluto, es un bien o un mal; es más que todo
eso: es un inmenso hecho positivo y primitivo anterior a toda conciencia, a
toda idea, a toda apreciación intelectual y moral, es la base misma, es el
mundo en el que fatalmente y más tarde se desarrolla para nosotros lo que
llamamos el bien y el mal.
No sucede lo mismo con el Estado; y no vacilo en
decir que el Estado es el mal, pero un mal históricamente necesario, tan
necesario en el pasado como lo será tarde o temprano su extinción completa, tan
necesario como lo han sido la bestialidad primitiva y las divagaciones
teológicas de los hombres. El Estado no es la sociedad, no es más que una de
sus formas históricas, tan brutal como abstracta. Ha nacido históricamente en
todos los países del matrimonio de la violencia, de la rapiña, del saqueo, en
una palabra de la guerra y de la conquista con los dioses creados sucesivamente
por la fantasía teológica de las naciones. Ha sido desde su origen, y permanece
siendo todavía en el presente, la sanción divina de la fuerza brutal y de la
iniquidad triunfante. Es, en los mismos países más democráticos como los
Estados Unidos de América y Suiza (una palabra ilegible en el manuscrito)
regular del privilegio de una minoría cualquiera y de la esclavización real de
la inmensa mayoría.
La rebelión es mucho más fácil contra el Estado,
porque hay en la naturaleza misma del Estado algo que provoca la rebelión. El Estado
es la autoridad, es la fuerza, es la ostentación y la infatuación de la fuerza. No se insinúa,
no procura convertir: y siempre que interviene lo hace de muy mala gana porque
su naturaleza no es persuadir, sino imponer, obligar.
Por mucho que se esfuerce por enmascarar esa
naturaleza como violador legal de la voluntad de los hombres, como negación
permanente de su libertad. Aun cuando manda el bien, lo daña y lo deteriora,
precisamente porque lo manda y porque toda orden provoca y suscita las
rebeliones legítimas de la libertad; y porque el bien, desde el momento que es
ordenado, desde el punto de vista de la verdadera moral, de la moral humana, no
divina, sin duda, desde el punto de vista del respeto humano y de la libertad,
se convierte en mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre
consisten precisamente en esto: que hacen el bien, no porque les es ordenado,
sino porque lo concibe, lo quieren y lo aman. La sociedad no se impone formalmente,
oficialmente, autoritariamente; se impone naturalmente, y es a causa de eso
mismo que su acción sobre el individuo es incomparablemente más poderosa que la del Estado. Crea
y forma todos los individuos que hacen y que se desarrollan en su seno. Hace pasar
a ellos lentamente, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, toda
su propia naturaleza material, intelectual y moral; se individualiza, por
decirlo así, en cada uno.
El individuo humano real es tan poco un ser universal
y abstracto que cada uno, desde el momento que se forma en las entrañas de la
madre, se encuentra ya determinado y particularizado por una multitud de causas
y de acciones materiales, geográficas, climatológicas, etnográficas, higiénicas
y por consiguiente económicas, que constituyen propiamente la naturaleza
material exclusivamente particular de su familia, de su clase, de su nación, de
su raza, y en tanto que las inclinaciones y las aptitudes de los hombres
dependen del conjunto de todas esas influencias exteriores o físicas, cada uno
nace con una naturaleza o un carácter individual materialmente determinado.
Además, gracias a la organización relativamente superior del cerebro humano,
cada hombre aporta al nacer, en grados por lo demás diferentes, no ideas y
sentimientos innatos, como lo pretenden los idealistas, sino la capacidad a la
vez material y formal de sentir, de pensar, de hablar y de querer. No aporta
consigo más que la facultad de formar y de desarrollar las ideas y, como acabo
de decirlo, un poder de actividad por completo formal, sin contenido alguno
¿Quien le da su primer contenido? La sociedad.
No es este el lugar de investigar cómo se han formado
las primeras nociones y las primeras ideas, cuya mayoría eran naturalmente muy
absurdas en las sociedades primitivas. Todo lo que podemos decir con plena
certidumbre es que ante todo no han sido creadas aislada y espontáneamente por
el espíritu milagrosamente iluminado de individuos inspirados, sino por el
trabajo colectivo, frecuentemente imperceptible del espíritu de todos los
individuos que han constituido parte de esas sociedades, y del cual los
individuos notables, los hombres de genio, no han podido nunca dar la más fiel
o la más feliz expresión, pues todos los hombres de genio han sido como
Voltaire: “tomaban su bien en todas partes donde lo encontraban”. Por tanto es
el trabajo intelectual colectivo de las sociedades primitivas el que ha creado
las primeras ideas. Estas ideas no fueron al principio nada más que simples
comprobaciones, naturalmente muy imperfectas, de los hechos naturales y
sociales y las conclusiones aún menos racionales sacadas de esos hechos. Tal
fue el comienzo de todas las representaciones, imaginaciones y pensamientos
humanos. El contenido de estos pensamientos, lejos de haber sido creado por una
acción espontánea del espíritu humano, le fue dado primeramente por el mundo
real tanto exterior como interior. El espíritu del hombre, es decir, el trabajo
o el funcionamiento completamente orgánico y por consiguiente material de su
cerebro, provocado por las impresiones exteriores e interiores que le
transmiten sus nervios, no añade más que una acción formal, que consiste en
comparar y en combinar esas impresiones de cosas y de hechos en sistemas justos
o falsos. Es así cómo nacieron las primeras ideas. Por la palabra se precisaron
esas ideas, o más bien esas primeras imaginaciones, y se fijaron,
transmitiéndose de un individuo a otro; de suerte que las imaginaciones
individuales de cada uno se encontraron, se controlaron, se modificaron, se
complementaron mutuamente y, confundiéndose más o menos en un sistema único,
acabaron por formar la conciencia común, el pensamiento colectivo de la sociedad. Este
pensamiento, transmitido por la tradición de una generación a otra, y
desarrollándose cada vez más por el trabajo intelectual de los siglos,
constituye el patrimonio intelectual y moral de una sociedad, de una clase, de
una nación.
Cada generación nueva encuentra en su cuna todo un
mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimientos que recibe como una herencia
de los siglos pasados. Ese mundo no se presenta al principio al hombre recién
nacido bajo su forma ideal, como sistema de representaciones y de ideas, como
religión, como doctrina; el niño sería incapaz de recibirlo y de concebirlo
bajo es forma; pero se impone a él como un sistema de hechos encarnado y
realizado en las personas y en todas las cosa que lo rodean, y que habla a sus
sentidos por todo lo que oye y lo que ve desde el primer día de su vida. Porque
las ideas y las representaciones humanas, no habiendo sido desde el principio
nada más que productos de hechos reales, tanto naturales como sociales, es
decir, el reflejo o la repercusión en el cerebro humano y la reproducción, por
decirlo así, ideal y más o menos racional de esos hechos por el órgano
absolutamente material del pensamiento humano, adquirieron más tarde, desde que
se han establecido bien la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, de
la manera que acabo de explicarlo, el poder de convertirse a su vez en causas
productoras de hechos nuevos, no propiamente naturales, sino sociales. Acaban
por modificar y por transformar, muy lentamente, es verdad, la existencia, los
hábitos y las instituciones humanos, en una palabra, todas las relaciones de
los hombres en la sociedad, y por su encarnación en las cosas más diarias de la
vida de cada uno, se vuelven sensibles, palpables para todos, aun para los
niños. De suerte que cada generación nueva se penetra de ellas desde su más
tierna infancia, y cuando llega a la edad viril, donde comienza propiamente el
trabajo de su propio pensamiento, necesariamente acompañado de una crítica
nueva, encuentra en sí, lo mismo que en la sociedad que la rodea, todo un mundo
de pensamientos o de representaciones fijas que le sirven de punto de partida y
le dan en cierto modo la materia prima o el material para su propio trabajo
intelectual y moral. A ese número pertenecen las imaginaciones tradicionales y
comunes que los metafísicos, engañados por la manera por completo imperceptible
e insensible con que, desde afuera, penetran y se imprimen en el cerebro de los
niños, antes aún de que lleguen a la conciencia de sí, llaman falsamente ideas
innatas.
Tales son las ideas generales o abstractas sobre la
divinidad y sobre el alma, ideas completamente absurdas, pero inevitables,
fatales en el desenvolvimiento histórico del espíritu humano, que, no llegando
sino muy lentamente, a través de muchos siglos, al conocimiento racional y
crítico de sí mismo y de sus manifestaciones propias, parte siempre del absurdo
para llegar a la verdad y de la esclavitud para conquistar la libertad; ideas
sancionadas por la ignorancia universal y por la estupidez de los siglos, tanto
como por el interés bien entendido de las clases privilegiadas, hasta el punto
de que hoy mismo no se podría pronunciar uno abiertamente y en un lenguaje
popular contra ellas, sin rebelar a una gran parte de las masas populares y sin
correr el peligro de ser lapidado por la hipocresía burguesa. Al lado de estas
ideas abstractas, y siempre en alianza íntima con ellas, el adolescente
encuentra en la sociedad y, a consecuencia de la influencia omnipotente
ejercida por esta última sobre su infancia, encuentra en sí mismo una cantidad
de otras representaciones e ideas mucho más determinadas y que se refieren de
cerca de la vida real del hombre, a su existencia cotidiana. Tales son las
representaciones sobre la naturaleza y sobre el hombre, sobre la justicia,
sobre los deberes y los derechos de los individuos y de las clases, sobre las
conveniencias sociales, sobre la familia, sobre la propiedad, sobre el Estado y
muchas otras aun que regulan las relaciones entre los hombres. Todas estas
ideas que encuentra al nacer, encarnadas en las cosas y en los hombres, y que
se imprimen en su propio espíritu por la educación y por la instrucción que
recibe antes de que haya llegado a la conciencia de sí mismo, las encuentra más
tarde consagradas, explicadas, comentadas por las teorías que expresan la
conciencia universal o el prejuicio colectivo y por todas las instituciones
religiosas, políticas y económicas de la sociedad de que constituye parte. Está
de tal modo impregnado él mismo por ellas, que, estuviese o no interesado en
defenderlas, es involuntariamente su cómplice por todos sus hábitos materiales,
intelectuales y morales.
De lo que hay que asombrarse, pues, no es de la
acción omnipotente que esas ideas, que expresan la conciencia colectiva de la
sociedad, ejercen sobre la masa de los hombres; sino al contrario, que se
encuentren en esa masa individuos que tienen el pensamiento, la voluntad y el
valor para combatirlas. Porque la presión de la sociedad sobre el individuo es
inmensa, y no hay carácter bastante fuerte, ni inteligencia bastante poderosa
que puedan considerarse al abrigo del alcance de esa influencia tan despótica
como irresistible.
Nada prueba mejor el carácter social del hombre que
esa influencia. Se diría que la conciencia colectiva de una sociedad
cualquiera, encarnada tanto en las grandes instituciones públicas como en todos
los detalles de la vida privada, y que sirven de base a todas sus teorías,
forma una especie de medio ambiente, una especie de atmósfera intelectual y
moral, perjudicial, pero absolutamente necesaria para la existencia de todos
sus miembros. Los domina, los sostiene al mismo tiempo, asociándolos entre sí
por relaciones habituales y necesariamente determinadas por ella; inspirando a
cada uno la seguridad, la certidumbre, y constituyendo para todos la condición
suprema de la existencia de gran número, la trivialidad, la rutina.
La gran mayoría de los hombres, no sólo en las masas
populares, sino en las clases privilegiadas e instruidas tanto y a menudo aún
más que en las incultas, están intranquilos y no se sienten en paz consigo
mismos más que cuando en sus pensamientos y en todos los actos de su vida
siguen fielmente, ciegamente la tradición y la rutina: “Nuestros padres han
pensado y hecho así, nosotros debemos pensar y obrar como ellos; todo el mundo
piensa y obra así a nuestro alrededor, ¿por qué habríamos de pensar y de obrar
de otro modo que como todo el mundo?”. Estas palabras expresan la filosofía, la
convicción y la práctica de las 99/100 partes de la humanidad, tomada
indiferentemente en todas las clases de la sociedad. Y como lo he
observado ya, ese es el mayor impedimento para el progreso y para la
emancipación más rápida de la especie humana. ¿Cuáles son las causas de esta
lentitud desoladora y tan próxima al estancamiento que constituyen, según mi
opinión, la mayor desgracia de la humanidad? Esas causas son múltiples. Entre
ellas, una de las más considerables, sin duda, es la ignorancia de las masas.
Privadas general y sistemáticamente de toda educación científica, gracias a los
cuidados paternales de todos los gobiernos y de las clases privilegiadas, que
consideran útil mantenerlas el más largo tiempo posible en la ignorancia, en la
piedad, en la fe, tres sustantivos que expresan poco más o menos la misma cosa,
ignoran igualmente la existencia y el uso de ese instrumento de emancipación
intelectual que se llama la crítica, sin la cual no puede haber revolución
moral y social completa. Las masas a quienes interesa tanto rebelarse contra el
orden de cosas establecido, se adaptaron más o menos a la religión de sus
padres, a esa providencia de las clases privilegiadas.
Las clases privilegiadas, que no tienen ya, digan lo
que quieran, ni la fe ni la piedad, se han adaptado a ella a su vez por su
interés político y social. Pero es imposible decir que sea esa la razón única
de su apego pasional a las ideas dominantes. Por mala opinión que tenga del
valor actual, intelectual y moral de esas clases, no puedo admitir que sea sólo
el interés el móvil de sus pensamientos y de sus actos.
Hay sin duda en toda clase y en todo partido un grupo
más o menos numeroso de explotadores inteligentes, audaces y conscientemente
deshonestos, llamados hombres fuertes, libres de todo prejuicio intelectual y
moral, igualmente indiferentes frente a todas las convicciones y que se sirven
de todos si es necesario para llegar a su fin. Pero esos hombres distinguidos
forman siempre en las clases más corrompidas sólo una minoría muy ínfima; la
multitud es tan carneril en ellas como en el pueblo mismo. Sufre naturalmente
la influencia de sus intereses que le hacen de la reacción una condición de
existencia. Pero es imposible admitir que, al esgrimir la reacción, no obedezca
más que a un sentimiento de egoísmo. Una gran masa de hombres, aun pasablemente
corrompidos, cuando obra colectivamente no podría ser tan depravada. Hay en
toda asociación numerosa –y con más razón en asociaciones tradicionales,
históricas, como las clases, aunque hayan llegado hasta el punto de haberse
vuelto absolutamente maléficas y contrarias al interés y al derecho de todo el
mundo-, un principio de moralidad, una religión, una creencia cualquiera, sin
duda muy poco racional, la mayor parte de las veces ridícula y por consiguiente
muy estrecha, pero sincera, y que constituye la condición moral indispensable
de su existencia.
El error común y fundamental de todos los idealistas,
error que por otra parte es una consecuencia muy lógica de todo su sistema, es
buscar la base de la moral en el individuo aislado, siendo la verdad que no se
encuentra y no puede encontrarse más que en los individuos asociados. Para
probarlo, comencemos por examinar, una vez por todas, al individuo aislado o
absoluto de los idealistas. Ese individuo humano solitario y abstracto es una
ficción, semejante a la de
Dios, pues ambas han sido creadas simultáneamente por la
fantasía creyente o por la razón infantil, no reflexiva, ni experimental, ni
crítica, sino imaginativa de los pueblos, primero, y más tarde desarrolladas,
explicadas y dogmatizadas por las teorías teológicas y metafísicas de los
pensadores idealistas. Ambas, representando un abstracto vacío de todo
contenido e incompatible con una realidad cualquiera, de la ficción de dios: en
Consideraciones filosóficas probaré aún más su absurdo. Ahora quiero analizar
la ficción tan inmoral como absurda de ese individuo humano, absoluto o
abstracto, que los moralistas de las escuelas idealistas toman por base de sus
teorías políticas y sociales.
No me será difícil probar que el individuo humano que
preconizan y que aman, es un ser perfectamente inmoral. Es el egoísmo
personificado, el ser antisocial por excelencia. Puesto que está dotado de un
alma inmortal, es infinito y completo en sí; por consiguiente no tiene
necesidad de nadie, ni aun de dios, y con más razón no tiene necesidad tampoco
de otros hombres. Lógicamente, no debía soportar la existencia de un individuo
superior tan infinito y tan inmortal o mas inmortal y más infinito que él
mismo, sea a su lado, sea por encima de él. Debería ser el único hombre sobre
la tierra, qué digo, debería ser el único ser, el mundo. Porque lo infinito que
halla cualquier cosa fuera de sí, encuentra un límite, no es ya infinito, y dos
infinitos que se encuentran se anulan.
¿Por qué los teólogos y los metafísicos, que se muestran
por otra parte lógicos tan sutiles, han cometido y continúan cometiendo la
inconsecuencia de admitir la existencia de muchos hombres igualmente
inmortales, es decir igualmente infinitos, y por encima de ellos la de un dios
todavía más inmortal y más infinito? Han sido forzados por la imposibilidad
absoluta de negar la existencia real, la mortalidad tanto como la independencia
mutua de los millones de seres humanos que han vivido y que viven sobre esta
tierra. Este es un hecho del que, a pesar de toda su buena voluntad, no pueden
hacer abstracción. Lógicamente, habrían debido concluir que las almas no son
inmortales, que no tienen existencia separada de sus envolturas corporales y
mortales, y que al limitarse y encontrarse en una dependencia mutua, encontrando
fuera de ellas mismas una infinidad de objetos diferentes, los individuos
humanos, como todo lo que existe en este mundo, son seres pasajeros, limitados
y finitos. Pero al reconocer eso, deberían renunciar a las bases mismas de sus
teorías ideales, deberían colocarse bajo la bandera del materialismo puro, o de
la ciencia experimental y racional. Es a lo que los invita también la voz
poderosa del siglo.
Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de
inspirados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y su espíritu
impulsado por las sutiles mentiras de la metafísica, habituado a los
crepúsculos de las fantasías ideales, se rebelan contra las conclusiones
francas y contra la plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horror que
prefieren soportar la contradicción que crean ellos mismos por esa ficción
absurda del alma inmortal, a tener que buscar la solución en un absurdo nuevo,
en la ficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría, dios no es
realmente otra cosa que el último refugio y la expresión suprema de todos los
absurdos y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa la
metafísica infantil e ingenua, aparece como la base y la causa primera del
absurdo, pero en la metafísica propiamente dicha, es decir en la teología
sutilizada y racionalizada, constituye al contrario la última instancia y el
supremo recurso, en el sentido que todas las contradicciones que parecen
insolubles en el mundo real, son explicadas en dios y por dios, es decir por el
absurdo envuelto todo lo posible en una apariencia de racional.
La existencia de un dios personal, la inmortalidad
del alma, son dos ficciones inseparables, son los dos polos del mismo absurdo
absoluto, el uno provoca el otro y el uno busca vanamente su explicación, su
razón de ser en el otro. Así, para la contradicción evidente que hay entre la
infinitud supuesta de cada hombre y el hecho real de la existencia de muchos
hombres, por consiguiente una cantidad de seres infinitos que se encuentra,
fuera uno del otro, limitándose necesariamente; entre su inmortalidad y su
mortalidad; entre su dependencia natural y su independencia absoluta
recíprocas, los idealista no tienen nada más que una sola respuesta: dios; y si
esa respuesta no os explica nada, y no os satisface, tanto peor para vosotros.
No pueden daros otra.
La ficción de la inmortalidad del alma y la de la
moral individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda
moral. Y bajo este aspecto, es preciso hacer justicia a los teólogos que, mucho
más consecuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevidamente lo que
hoy se ha convenido en llamar la moral independiente; declarando con mucha
razón, desde el momento que se admite la inmortalidad del alma y la existencia
de dios, que es preciso reconocer también que no puede haber más que una sola
moral, la ley divina, revelada, la moral religiosa, es decir la relación del
alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuera de esa relación irracional,
milagrosa y mística, la única santa y la única salvadora, y fuera de las
consecuencias que se derivan de ella para el hombre, todas las otras relaciones
son malas. La moral divina es la negación absoluta de la moral humana.
La moral divina ha encontrado su perfecta expresión
en esta máxima cristiana: “Amarás a dios más que a ti mismo y amarás a tu
prójimo tanto como a ti mismo”, lo que implica el sacrificio de sí mismo y del
prójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, puede ser calificado de
locura; pero el sacrificio del prójimo es, desde el punto de vista humano,
absolutamente inmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhumano? Por
la salvación de mi alma. Esa es la última palabra del cristianismo. Por
consiguiente, para complacer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a mi
prójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo no disminuido, ni destruido,
sino sólo enmascarado en el catolicismo, por la colectividad forzada y por la
unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, aparece en toda su
franqueza cínica en el protestantismo, que es una especie de “¡sálvese quien
pueda!” religioso.
Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguar
ese egoísmo, que es el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas
ideales, hablando muy poco, lo menos posible, de las relaciones del hombre con
dios y mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Lo que no es de ningún
modo hermoso, ni franco, ni lógico de su parte; porque, desde el momento que se
admite la existencia de dios, se está forzado a reconocer las relaciones del hombre
con dios; y se debe reconocer que en presencia de esas relaciones con el ser
absoluto y supremo, todas las otras relaciones son necesariamente simuladas. O
bien dios no es dios, o bien su presencia lo absorbe, lo destruye todo. Pero
pasemos adelante...
Los metafísicos buscan, pues, la moral en las
relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, pretenden que es un
hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de cada
hombre, independientemente de sus relaciones con los otros individuos humanos.
Tal es la contradicción inextricable sobre la que está fundada la teoría moral
de los idealistas. Desde el momento que llevo, anteriormente a todas mis
relaciones con la sociedad y por consiguiente independientemente de toda
influencia de esa sociedad sobre mi propia persona, una ley escrita
primitivamente por dios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamente extraña
e indiferente, si no hostil a mi existencia en la sociedad; no puede concernir
a mis relaciones con los hombres, y no puede regular más que mis relaciones con
dios, como lo afirma muy lógicamente la teología. En cuanto a los hombres, desde el punto
de vista de esa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndose formado la ley
moral e inscripto en mi corazón al margen de todas mis relaciones con los
hombres, no puede tener nada que ver con ellos. Pero, se dirá, esa ley os manda
precisamente amar a los hombres, tanto como a vosotros mismos, porque son
vuestros semejantes, y no hacerles nada que no queráis vosotros que se os haga,
observar frente a ellos la igualdad, la ecuación moral, la justicia. A esto
respondo que si es verdad que la ley moral contiene ese mandamiento, debo
concluir que no ha sido formada y que no ha sido escrita aisladamente en mi
corazón; supone necesariamente la existencia anterior de mis relaciones con
otros hombres, mis semejantes; por consiguiente la ley no crea esas relaciones,
sino que, hallándolas establecidas, las regula solamente, y en cierto modo en
su manifestación desarrollada, su explicación y su producto. De donde resulta
que la ley moral no es un hecho individual, sino social, una creación de la sociedad. Si fuera de
otro modo, la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, regularía mis
relaciones con seres con quienes no tendría relación alguna y de quienes
ignoraría la existencia.
Para eso los metafísicos tienen una respuesta. Dicen
que cada individuo humano la trae al nacer, inscripta por la mano de dios en su
corazón, pero que no se encuentra al principio en él más que en el estado
latente, sólo en el estado de potencia, no realizada, ni manifestada por el
individuo mismo, que no puede realizarla y que no puede descifrarla en sí más
que desenvolviéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hombre, en una
palabra, no llega a la conciencia de esa ley, que le es inherente, más que por
sus relaciones con los otros hombres.
Por esta explicación, si no racional, al menos muy
plausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas, de los sentimientos
y de los principios innatos. Se conoce esa doctrina; el alma humana, inmortal e
infinita en su esencia, pero corporalmente determinada, limitada, entorpecida y
por decirlo así cegada y aniquilada en su existencia real, contiene todos esos
principios eternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber absolutamente
nada. Inmortal, debe ser necesariamente eterna en el pasado tanto como en el
provenir. Porque si hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemente un fin;
no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha hecho durante toda esa eternidad que
deja tras sí? Solo dios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, lo
ignora. Es un gran misterio, lleno de contradicciones palpables, para resolver
las cuales es preciso apelar a la contradicción suprema, a dios. Lo cierto es
que conserva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso de su ser, todos
los principios divinos. Pero perdida en su cuerpo terrestre, embrutecida por
las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y de su existencia
sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas, ni el poder de volverlas
a recordar. Es como si no las tuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una
multitud de almas humanas, todas igualmente inmortales por su esencia, y todas
igualmente embrutecidas, envilecidas y materializadas en su existencia real, se
encuentran de nuevo. Al principio se reconocen tan poco que un alma
materializada come a la otra.
La antropofagia, se sabe, fue la primera práctica del género
humano. Luego, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cada cual se esfuerza
por someter a los demás; es el largo período de la esclavitud, período que está
muy lejos de haber llegado a su término. Ni en la antropofagia ni en la
esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo alguno de principios divinos. Pero en
esa lucha incesante de los pueblos y de los hombres entre sí, que constituye la
historia, y después de los sufrimientos sin número que son su resultado más
claro, las almas se despiertan poco a poco, salen de su entorpecimiento, de su
embrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen y profundizan cada vez más
en su ser íntimo, provocadas y suscitadas mutuamente; por lo demás comienzan a
recordarse, a presentir primero, a entrever después y a percibir claramente los
principios que dios ha trazado con su propia mano desde la eternidad.
Este despertar y este recuerdo no se efectúan primero
en las almas más infinitas y más inmortales, lo que sería absurdo; pues el
infinito no admite ni más ni menos, lo que hace que el alma del más grande
idiota sea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; se efectúan en las
almas menos groseramente materializadas, y por consecuencia más capaces de
despertarse y de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en los inspirados de
dios, en los reveladores, en los profetas. Una vez que estos grandes y santos
hombres, iluminados y provocados por el espíritu, sin ayuda del cual nada
grande ni bueno se hace en este mundo, una vez que han vuelto a encontrar en sí
mismos una de esas divinas verdades que todo hombre lleva inconscientemente en
su alma, se hace naturalmente mucho más fácil a los hombres más groseramente
materializados la realización de ese mismo descubrimiento en sí mismos. Y es
así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados primero en
la historia como revelaciones divinas, se reducen más tarde a verdades divinas,
sin duda, pero que cada uno, no obstante, puede y debe encontrar en sí y
reconocer como la base de su propia esencia infinita, o de su alma inmortal.
Esto explica cómo una verdad al principio revelada por un solo hombre, al
difundirse poco a poco en el exterior, hace sus discípulos, primero poco
numerosos y ordinariamente perseguidos tanto por los amos como por las masas y
por los representantes oficiales de la sociedad; pero al difundirse más y más,
a causa misma de sus persecuciones, acaba por invadir tarde o temprano la
conciencia colectiva y después de haber sido largo tiempo una verdad
exclusivamente individual, se trasforma al fin en una verdad socialmente
aceptada: realizada bien o mal, en las instituciones públicas y privadas de la
sociedad, se convierte en ley.
Tal es la teoría general de los moralistas de la
escuela metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plausible y parece reconciliar
las cosas más dispares: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad
y la independencia absolutas de los individuos, con su mortalidad y su
dependencia absolutas, el individualismo y el socialismo. Pero al examinar esta
teoría y sus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reconocer que no es
más que una reconciliación aparente que cubre bajo una falsa máscara de
racionalismo y de socialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino sobre la
razón humana y del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última
instancia, culmina en la separación y en el aislamiento absoluto de los
individuos, y por consiguiente en la negación de toda moral. A pesar de sus
pretensiones de racionalismo puro, comienza por la negación de toda razón, por
el absurdo, por la ficción del infinito perdido en lo finito, o por la
suposición de un alma, de una cantidad de almas inmortales alojadas y
aprisionadas en cuerpos mortales. Para corregir y explicar ese absurdo se vio
obligada a recurrir a otro, el absurdo por excelencia, a dios, especie de alma
inmortal, personal, inmutable, alojada y aprisionada en un universo pasajero y
mortal y que sin embargo conserva su omnisciencia y omnipotencia. Cuando se le
plantean cuestiones indiscretas, que es naturalmente incapaz de resolver,
porque el absurdo no se resuelve ni se explica, responde con esa terrible
palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al no significar absolutamente nada
o al significar lo imposible, según ella, lo resuelve, lo explica todo. Esto es
cosa suya y su derecho; es por eso que, heredera e hija más o menos obediente
de la teología, se llama metafísica.
Lo que tenemos que considerar aquí son las
consecuencias morales de su teoría. Comprobemos primero que su moral, a pesar
de su apariencia socialista, es una moral profundamente, exclusivamente
individual, después de lo cual no nos será difícil probar que, teniendo ese
carácter dominante, es en efecto la negación de toda moral.
En esta teoría, el alma inmortal e individual de cada
hombre, infinita o absolutamente completa por su esencia, y como tal no
teniendo absolutamente necesidad de ningún ser, ni de relaciones con otros
seres para completarse, se encuentra aprisionada y como aniquilada de antemano
en un cuerpo mortal. En ese estado de decadencia, cuyas razones sin duda nos
quedarán eternamente desconocidas, porque el espíritu humano es incapaz de
explicarlas y porque la explicación se encuentra sólo en el misterio absoluto,
en dios; reducida a ese estado de materialidad y de dependencia absoluta frente
al mundo exterior, el alma humana tiene necesidad de la sociedad para
despertar, para volver en sí, para conocerse y conocer los principios divinos
depositados por dios mismo desde la eternidad en su seno y que constituyen su
propia esencia. Tales son el carácter y la parte socialista de esta teoría.
Pues las relaciones de hombre a hombre y de cada individuo humano con todos los
demás, la vida social en una palabra, no aparecen más que como un medio
necesario de desenvolvimiento, como un punto de tránsito, no como el fin; el
fin absoluto y último para cada individuo es él mismo, al margen de todos los
demás individuos humanos; es él mismo en presencia de la individualidad
absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad de los hombres para salir de su aniquilamiento
terrestre, para encontrarse de nuevo, para volver a percibir su esencia
inmortal, pero, una vez encontrada, no naciendo en lo sucesivo su vida más que
de ella misma, le vuelve la espalda y queda sumergida en la contemplación del
absurdo místico, en la adoración de su dios. Si conserva entonces aún algunas
relaciones con los hombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuencia, por
amor hacia ellos, porque no se ama más que lo que se necesita y a quien tiene
necesidad de vosotros; y el hombre que ha encontrado su esencia infinita e
inmortal, completo en sí, no tiene necesidad más que de dios, que, por un
misterio que sólo comprenden los metafísicos, parece poseer una infinitud más
infinita y una inmortalidad más inmortal que la de los hombres; sostenido en lo
sucesivo por la omnisapiencia y la omnipotencia divinas, el individuo, recogido
y libre en sí, no puede tener necesidad de otros hombres. Por consiguiente, si
continúa guardando algunas relaciones con ellos, no puede ser más que por dos razones.
Primero, porque en tanto que permanezca rebozado en
su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abrigarse, de cubrirse, de
defenderse tanto de la naturaleza exterior como de los ataques de los hombres
mismos, y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad de una cantidad de
cosas materiales que constituyen la comodidad, el confort, el lujo, y de las
cuales algunas, desconocidas por nuestros padres, son consideradas hoy por todo
el mundo como objetos de primera necesidad. Habría podido muy bien seguir el
ejemplo de los santos de los siglos pasados, aislándose en alguna caverna y
alimentándose de raíces. Pero parece que eso no está ya en los gustos de los
santos modernos, que piensan, sin duda, que la comodidad material es necesaria
para la salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesidad de todas estas
cosas; pero estas cosas no pueden ser producidas más que por el trabajo
colectivo de los hombres: el trabajo aislado de un solo hombre sería incapaz de
producir la millonésima parte de ello. De donde resulta que el individuo, en
posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la
sociedad, el santo moderno, tiene materialmente necesidad de esta sociedad, sin
necesitarla de ningún modo, desde el punto de vista moral.
¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a relaciones
que, no siendo motivadas más que por las necesidades exclusivamente materiales,
no se encuentran al mismo tiempo sancionadas, apoyadas por una necesidad moral
cualquiera? Evidentemente, no puede haber más que uno solo, es el de
explotación. Y en efecto, en la moral metafísica y en la sociedad burguesa que
tiene, como se sabe, esa moral por base, cada individuo se convierte
necesariamente en el explotador de la sociedad, es decir, de todos, y el
Estado, bajo sus formas diferentes, desde el Estado teocrático y la monarquía
más absoluta hasta la república más democrática basada en el sufragio universal
más amplio, no es otra cosa que el regulador y la garantía de esa explotación
mutua.
En la sociedad burguesa, fundada en la moral
metafísica, cada individuo, por la necesidad o por la lógica misma de su
posición, aparece como un explotador de los demás, porque tiene necesidad de
todos materialmente y no tiene necesidad de nadie moralmente. Por tanto, cada
uno, huyendo de la solidaridad social como de un estorbo a la plena libertad de
su alma, pero buscándola como un medio necesario para el mantenimiento de su
cuerpo, no la considera más que desde el punto de vista de su utilidad
material, personal, y no le aporta, no le da más que lo que es absolutamente
necesario para tener, no el derecho, sino el poder de asegurarse esa utilidad
para sí mismo. Cada cual la considera, en una palabra, como lo haría un
explotador. Pero aun cuando todos son igualmente explotadores, es preciso que
haya en ella felices y desdichados, porque toda explotación supone explotados.
Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempo en
potencia y en realidad; y otros, el gran número, el pueblo, que no lo son
solamente más que en potencia, en el querer, pero no en la realidad. Realmente
son los eternos explotados. En economía social, he ahí a que llega la moral
metafísica o burguesa: a una guerra sin tregua ni cuartel entre todos los
individuos, a una guerra encarnizada en que perece el mayor número para
asegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría. La segunda razón que puede
inducir a un individuo, llegado a la plena posesión de sí mismo, a conservar
relaciones con los otros hombres, es el deseo de agradar a dios y el deber de
cumplir su segundo mandamiento; el primero es amar a dios más que a sí mismo, y
el segundo amar a los hombres, al prójimo, como a sí mismo y hacerles, por amor
a dios, todo el bien que desee uno que le hagan. Notad estas palabras: “por
amor a dios”; expresan perfectamente el carácter del único amor humano posible
en la moral metafísica, que consiste precisamente en no amar a los hombres por
sí, por propia necesidad, sino sólo para complacer al amo soberano. Por lo
demás, debe ser así; porque desde el momento que la metafísica admite la
existencia de un dios y las relaciones del hombre con dios, debe, como la
teología, subordinarle todas las relaciones humanas. La idea de dios destruye
todo lo que no es dios, reemplazando todas las realidades humanas y terrestres
por ficciones divinas.
En la moral metafísica, he dicho, el hombre llegado a
la conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual ante dios y en
dios, no puede amar a los hombres, porque moralmente no tiene necesidad de
ello, y porque no puede amar, he añadido aún, más que lo que tiene necesidad de
vosotros. Si se cree a los teólogos y a los metafísicos, la primera condición
es perfectamente cumplida en las relaciones del hombre con dios, porque
pretenden que el hombre no puede pasarse sin dios. El hombre, pues, puede y
debe amar a dios, puesto que tiene tanta necesidad de él. En cuanto a la
segunda condición, la de no poder amar más que lo que tiene necesidad de ese
amor, no se encuentra realizada en las relaciones del hombre con dios. Sería
una impiedad decir que dios puede tener necesidad del amor de los hombres.
Porque tener necesidad significa carecer de una cosa que es necesaria a la
plenitud de la existencia; es, pues, una manifestación de debilidad, una
opinión de pobreza. Dios, absolutamente completo en si, no puede tener
necesidad de nadie, ni de nada. No teniendo ninguna necesidad del amor de los
hombres, no puede amarlos; y lo que se llama su amor hacia los hombres no es
más que su aplastamiento absoluto, semejante y naturalmente más formidable aún
que aquel que el poderoso emperador de Alemania ejercita hoy en relación a
todos sus súbditos. El amor de los hombres hacia dios se parece también mucho
al de los alemanes hacia este monarca, tan poderoso hoy que, después de dios,
no conocemos poder más grande que el suyo.
El amor verdadero, real, expresión de una necesidad
mutua e igual, no puede existir más que entre iguales. El amor del superior al
inferior es el aplastamiento, la opresión, el desprecio, es el egoísmo, el
orgullo, la vanidad triunfantes en el sentimiento de una grandeza fundada sobre
el rebajamiento ajeno. El amor del inferior al superior es la humillación, los
terrores y las esperanzas del esclavo que espera de su amo la desgracia o la
dicha.
Tal es el carácter del llamado amor de dios hacia los
hombres y de los hombres hacia dios. Es el despotismo de uno y la esclavitud de
los otros. ¿Qué significan, pues, estas palabras: amar a los hombres y hacerles
bien por amor de dios? Es tratarlos como dios quiere que sean tratados. ¿Y cómo
quiere que sean tratados? Como esclavos. Dios, por su naturaleza, está obligado
a considerarlos como esclavos absolutos; considerándolos como tales, no puede
obrar de otro modo que tratándolos como tales. Para emanciparlos no tendría más
que un solo medio: abdicar, anularse y desaparecer. Pero eso equivaldría a
exigir demasiado de su omnipotencia. Puede, para conciliar el amor extraño que
siente hacia los hombres con su eterna justicia, no menos singular, sacrificar
su único hijo, como nos cuenta el evangelio; pero abdicar, suicidarse por amor
a los hombres no lo hará nunca a menos que no se le obligue a ello por la
crítica científica. En tanto que la fantasía crédula de los hombres le permita
existir, será siempre soberano absoluto, amo de esclavos. Es, pues, evidente
que tratar a los hombres según dios manda, no puede significar otra cosa que
tratarlos como esclavos. El amor a los hombres según dios es el amor a su
esclavitud. Yo, individuo inmortal y completo, gracias a dios, y que me siento
libre precisamente porque soy esclavo de dios, no tengo necesidad de ningún
hombre para hacer más completa mi existencia intelectual y moral, pero conservo
mis relaciones con ellos para obedecer a dios, y al amarlos por amor a dios, al
tratarlos según dios, quiero que sean esclavos de dios como yo mismo. Por
tanto, si agrada al amo soberano elegirme para hacer prevalecer su voluntad
sobre la tierra, sabré obligarlos a ello. Tal es el verdadero carácter de lo
que los adoradores de dios, sinceros y serios, llaman su amor humano. No es
tanto la abnegación de los que aman como el sacrificio forzado de aquellos que
son objeto o más bien víctimas de ese amor. No es su emancipación, es su
servidumbre para mayor gloria de dios. Y es así como la autoridad divina se
transforma en autoridad humana y como la iglesia funda el Estado. Según la
teoría, todos los hombres deberían servir a dios de esa manera. Pero se sabe,
todos son llamados, pero pocos los elegidos. Y por lo demás, si todos fuesen
igualmente capaces de cumplirlo, es decir, si todos hubiesen llegado al mismo
grado de perfección intelectual y moral, de santidad y de libertad en dios, ese
servicio mismo se volvería inútil. Si es necesario, es que la inmensa mayoría
de los individuos humanos no han llegado a ese punto, de donde resulta que esa
masa aun ignorante y profana debe ser amada y tratada según dios, es decir,
gobernada, subyugada por una minoría de santos que, de una manera o de otra,
dios no deja nunca de elegir él mismo y de establecer en una posición privilegiada
que les permita cumplir ese deber.
La frase sacramental para el gobierno de las masas
populares, para su propio bien sin duda, para la salvación de sus almas, si no
para la de sus cuerpos, en los Estados teocráticos y aristocráticos, para los
santos y los nobles, y en los estatutos doctrinarios, liberales, hasta
republicanos y basados sobre el sufragio universal, para los inteligentes y los
ricos, es la misma: “Todo por el pueblo, nada para el pueblo”. Lo que significa
que los santos, los nobles, o bien las gentes privilegiadas, sea desde el punto
de vista de la inteligencia científicamente desarrollada, se desde el de la
riqueza, mucho más próximos al ideal o a dios, dicen unos, a la razón, a la
justicia y a la verdadera libertad, dicen los otros, que las masas populares,
tienen la santa y noble misión de conducirlas. Sacrificando sus intereses y
descuidando sus propios asuntos, deben consagrarse a la dicha de su hermano
menor, el pueblo. El gobierno no es un placer, es un penoso deber: no se busca
en él la satisfacción, sea de la ambición, sea de la vanidad, sea de la avidez
personal, sino sólo la ocasión de sacrificarse en beneficio de todo el mundo.
Es por eso, sin duda, que el número de los competidores en las funciones oficiales
es siempre tan pequeño, y por lo que, reyes y ministros, grandes y pequeños
funcionarios, no aceptan el poder más que a disgusto.
Tales son, pues, en la sociedad concebida según la
teoría de los metafísicos, los dos géneros diferentes, y aun opuestos, de
relaciones que pueden existir entre los individuos. El primero es el de la
explotación y el segundo el del gobierno. Si es verdad que gobernar significa
sacrificarse por el bien de aquellos a quienes se gobierna, esta segunda
relación está, en efecto, en plena contradicción con la primera, con la de la explotación. Pero
entendámonos. Según la teoría ideal, sea teológica, se metafísica, estas
palabras, el bien de las masas, no pueden significar su bienestar terrestre ni
su dicha temporal; ¿qué importan algunas docenas de años de vida terrestre en
comparación con la eternidad? Se debe, pues, gobernar a las masas, no en vista
de esa felicidad grosera que nos dan las potencias materiales de la tierra,
sino en vista de su salvación eterna. Las privaciones y los sufrimientos
materiales pueden ser aun considerados como una falta de educación, habiéndose
demostrado que demasiados goces corporales matan el alma inmortal. Pero
entonces la contradicción desaparece: explotar y gobernar significan la misma
cosa, lo uno completa lo otro y le sirve de medio y de fin. Explotaciones y
gobierno, el primero al dar los medios para gobernar, y al constituir la base
necesaria y el fin de todo gobierno, que a su vez legaliza y garantiza el poder
de explotar, son los dos términos inseparables de todo lo que se llama
política. Desde el principio de la historia han formado propiamente la vida
real de los Estados: teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta
democráticos. Anteriormente y hasta la gran revolución de fines del siglo
XVIII, su alianza íntima había sido enmascarada por las ficciones religiosas,
legales y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la burguesía desgarró
todos los velos, por lo demás pasablemente transparentes, desde que su soplo
revolucionario disipó todas sus vanas imaginaciones, tras las cuales la iglesia
y el Estado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia habían podido
realizar tan largo tiempo, tranquilamente, todas sus ignominias históricas;
desde que la burguesía cansada de ser yunque se convirtió en martillo a su vez;
desde que inauguró el Estado moderno, en una palabra, esa alianza fatal se ha
convertido para todos en una verdad revelada e indiscutible.
La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es
el alma del régimen burgués. Y, como acabamos de verlo, uno y otro, en esa
alianza tan íntima, son, desde el punto de vista histórico tanto como práctico,
la expresión necesaria y fiel del idealismo metafísico, la consecuencia
inevitable de esa doctrina burguesa que busca la libertad y la moral de los
individuos fuera de la solidaridad social. Esta doctrina culmina en el gobierno
explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la esclavitud
explotada del gran número, y para todos, en la negación de toda moralidad y de
toda libertad. Después de haber mostrado cómo el idealismo, partiendo de las
ideas absurdas de dios, de la inmortalidad de las almas, de la libertad
primitiva de los individuos y de su moral independientes de la sociedad, llega
fatalmente a la consagración de la esclavitud y de la moralidad, debo mostrar
ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el socialismo –este segundo
término no es, por otra parte, más que el justo y completo desenvolvimiento del
primero-, precisamente porque toman por punto de partida la naturaleza material
y la esclavitud natural y primitiva de los hombres y porque se obligan por eso
mismo a buscar la emancipación de los hombres, no fuera, sino en el seno mismo
de la sociedad, no contra ella, sino por ella, deben culminar también necesariamente
en el establecimiento de la más amplia libertad de los individuos y de la
moralidad humana. (El manuscrito se interrumpe aquí).
EL PRINCIPIO DEL ESTADO
De todo esto resulta que el cristianismo es la
negación más decisiva y la más completa de toda solidaridad entre los hombres,
es decir de la sociedad, y por consiguiente también de la moral, puesto que
fuera de la sociedad, creo haberlo demostrado, no quedan más que relaciones
religiosas del hombre aislado con su dios, es decir consigo mismo.
Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII,
han tratado de restablecer la moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre.
Por desgracia, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron por punto de
partida, no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la
naturaleza y de la sociedad, sino el yo abstracto del individuo, al margen de
todos sus lazos naturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo
cristiano y a quien todas las iglesias, tanto católicas como protestantes,
adoran como su dios.
¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Por la
eliminación necesaria de todos los seres reales y vivos. Para explicar lo que
entendemos por eso, es necesario decir algunas cosas sobre la religión. No
quisiéramos hablar de ella, pero en el tiempo que corre es imposible tratar
cuestiones políticas y sociales sin tocar la cuestión religiosa. Se pretendió
erróneamente que el sentimiento religioso no es propio más que de los hombres;
se encuentran perfectamente todos los elementos constitutivos en el reino
animal, y entre esos elementos el principal es el miedo. “El temor de dios
‘dicen los teólogos’ es el comienzo de la sabiduría”. Y bien, ¿no se encuentra
ese temor excesivamente desarrollado en todos los animales, y no están todos
los animales constantemente amedrentados? Todos experimentan un terror
instintivo ante la omnipotencia que los produce, los cría, los nutre, es
verdad, pero al mismo tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes, que
amenaza su existencia a cada hora y que acaba siempre por matarlos.
Como los animales de todas las demás especies no
tienen ese poder de abstracción y de generalización de que sólo el hombre está
dotado, no se representan la totalidad de los seres que nosotros llamamos naturaleza,
pero la sienten y la temen.
Ese es el verdadero comienzo del sentimiento religioso. No
falta en ellos siquiera la
adoración. Sin hablar del estremecimiento de alegría que
experimentan todos los seres vivos al levantarse el sol, ni de sus gemidos a la
aproximación de una de esas catástrofes naturales terribles que los destruyen
por millares; no se tiene más que considerar, por ejemplo, la actitud del perro
en presencia de su amo. ¿No está por completo en ella la del hombre ante dios?
Tampoco ha comenzado el hombre por la generalización
de los fenómenos naturales, y no ha llegado a la concepción de la naturaleza
como ser único más que después de muchos siglos de desenvolvimiento moral. El
hombre primitivo, el salvaje, poco diferente del gorila, compartió sin duda
largo tiempo todas las sensaciones y las representaciones instintivas del
gorila; no fue sino a la larga como comenzó a hacerlas objeto de sus
reflexiones, primero necesariamente infantiles, darles un nombre y por eso
mismo a fijarlas en su espíritu naciente. Fue así cómo tomó cuerpo el
sentimiento religioso que tenía en común con los animales de las otras
especies, cómo se transformó en una representación permanente y en el comienzo
de una idea, la de la existencia oculta de un ser superior y mucho más poderoso
que él y generalmente muy cruel y muy malhechor, del ser que le ha causado
miedo, en una palabra, de su dios. Tal fue el primer dios, de tal modo
rudimentario, es verdad, que, el salvaje que lo busca por todas partes para
conjurarlo, cree encontrarlo a veces en un trozo de madera, en un trapo, en un
hueso o en una piedra: esa fue la época del fetichismo de que encontramos aún
vestigios en el catolicismo.
Fueron precisos aún siglos, sin duda para que el
hombre salvaje pasase del culto de los fetiches inanimados al de los fetiches
vivos, al de los brujos. Llega a él por una larga serie de experiencias y por
el procedimiento de la eliminación: no encontrando la potencia temible que
quería conjurar en los fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.
Más tarde y siempre por ese mismo procedimiento de
eliminación y haciendo abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia
le demostró la impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos
más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento
y, continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto
del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto
pertenece a los pueblos paganos.
Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba
del hombre la divinidad, es decir la potencia que causa miedo, más respetable y
grandiosa parecía. No había que dar más que un solo gran paso para el
establecimiento definitivo del mundo religioso, y ese fue el de la adoración de
una divinidad invisible.
Hasta ese salto mortal de la adoración de lo visible
a la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies habían
podido, con rigor, acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus experiencias
teológicas. Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos de la naturaleza. No
sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas; pero estamos seguros
de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una influencia muy
sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más que por el
hombre. Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha podido descubrir ese
ser invisible, del que ninguno de sus sentidos, ni su vista han podido ayudarle
a comprobar la existencia real, y por medio de qué artificio ha podido
reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin, ese ser supuesto
absoluto y que el hombre ha creído encontrar por encima y fuera de todas las
cosas? El procedimiento no fue otro que esa operación bien conocida del
espíritu que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de esa
operación no puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es precisamente
esa nada a la cual el hombre adora como su dios.
Elevándose por su espíritu sobre todas las cosas
reales, incluso su propio cuerpo, haciendo abstracción de todo lo que es
sensible o siquiera visible, inclusive el firmamento con todas las estrellas,
el hombre se encuentra frente al vacío absoluto, a la nada indeterminada,
infinita, sin ningún contenido, sin ningún límite. En ese vacío, el espíritu
del hombre que lo produjo por medio de la eliminación de todas las cosas, no
pudo encontrar necesariamente más que a sí mismo en estado de potencia
abstracta; viéndolo todo destruido y no teniendo ya nada que eliminar, vuelve a
caer sobre sí en una inacción absoluta; y considerándose en esa completa
inacción un ser diferente de sí, se presenta como su propio dios y se adora.
Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano
absolutamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es
real y vivo. Precisamente de ese modo lo concibió Buda, que, de todos los
reveladores religiosos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero, el más
verdadero.
Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era el
espíritu humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin
del siglo último comenzó la humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro
siglo, gracias a los estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre
las operaciones del espíritu humano, se ha llegado a dar cuenta completa de
ello. Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con la más completa
ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.
Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que
había hecho él mismo, debía llenarla a cualquier precio y hacerla volver a la
tierra, a la realidad viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad
y por el procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado
su propio yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló
ante él, lo adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue
el comienzo de la teología.
Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único ser
vivo, poderoso y real, y el mundo viviente y por consecuencia necesaria la
naturaleza, todas las cosas efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas
con ese dios fueron declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada
lo real y de lo real la nada.
Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin
tener la menor conciencia de lo que hacía, el hombre usó de un medio muy
ingenioso y muy natural a la vez para llenar el vacío espantoso de su
divinidad: le atribuyó simplemente, exagerándolas siempre hasta proporciones
monstruosas, todas las acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y
propiedades, buenas o malas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en la
naturaleza como en la
sociedad. Fue así como la tierra, entregada al saqueo, se
empobreció en provecho del cielo, que se enriqueció con sus despojos.
Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el cielo
-la habitación de la divinidad-, más miserable se volvió la tierra; y bastaba
que una cosa fuese adorada en el cielo, para que todo lo contrario de esa cosa
se encontrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que se llama ficciones
religiosas; a cada una de esas ficciones corresponde, se sabe perfectamente,
alguna realidad monstruosa; así, el amor celeste no ha tenido nunca otro efecto
que el odio terrestre, la bondad divina no ha producido sino el mal, y la
libertad de dios significa la esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo
mismo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas, pues unas y otras
son por lo demás consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.
La divinidad asumió de repente ese carácter
absolutamente maléfico. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de
los brahmanes y en el de los sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias
fenicias y siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente
fue en todo tiempo y es aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la
divinidad despótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de la humanidad. Esa es
también la patria de los esclavos, de los monarcas absolutos y de las castas.
En Grecia la divinidad se humaniza -su unidad
misteriosa, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y
sombrío son relegados en el fondo de la mitología helénica-, al panteísmo
sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de las ciudades
griegas, es una especie de república muy débilmente gobernada por el padre de
los dioses, Júpiter, que obedece él mismo los decretos del destino.
El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la
fuerza irresistible de las cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y
dioses. Por lo demás, entre esos dioses, creados por los poetas, ninguno es
absoluto; cada uno representa sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea
de la naturaleza en general, sin cesar sin embargo de ser por eso seres
concretos y vivos. Se completan mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy
gracioso y sobre todo muy humano. Nada de sombrío en esa religión, cuya
teología fue inventada por los poetas, añadiendo cada cual libremente algún dios
o alguna diosa nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una
de las cuales se honraba con su divinidad tutelar, representante de su espíritu
colectivo. Esa fue la religión, no de los individuos, sino de la colectividad
de los ciudadanos de tantas patrias restringidas y (la primera parte de una
palabra ilegible)...mente libres, asociadas por otra parte entre sí más o menos
por una especie de federación imperfectamente organizada y muy (una palabra
ilegible).
De todos los cultos religiosos que nos muestra la
historia, ese fue ciertamente el menos teológico, el menos serio, el menos
divino y a causa de eso mismo el menos malhechor, el que obstaculizó menos el
libre desenvolvimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses
más o menos iguales en potencia era una garantía contra el absolutismo;
perseguido por unos, se podía buscar la protección de los otros y el mal
causado por un dios encontraba su compensación en el bien producido por otro.
No existía, pues, en la mitología griega esa contradicción lógica y moralmente
monstruosa, del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, de la bondad y la
maldad, del amor y el odio concentrados en una sola y misma persona, como
sucede fatalmente en el dios del monoteísmo. Esa monstruosidad la encontramos
por completo activa en el dios de los judíos y de los cristianos. Era una
consecuencia necesaria de la unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa
unidad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas
habían imaginado al menos dos dioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el
otro, el del mal y de las tinieblas, Ahriman; entonces era natural que se
combatieran, como se combaten el bien y el mal y triunfan sucesivamente en la
naturaleza y en la
sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un solo y mismo dios,
omnipotente, todo verdad, amor, belleza, haya podido dar nacimiento al mal, al
odio, a la fealdad, a la mentira?
Para resolver esta contradicción, los teólogos judíos
y cristianos han recurrido a las invenciones más repulsivas y más insensatas.
Primeramente atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde
procede? ¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo; como el resto de
la creación, es obra de dios. Por consiguiente, ese dios fue el que engendró el
mal. No, responden los teólogos; Satanás fue primero un ángel de luz y desde su
rebelión contra dios se volvió ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión es
un mal -lo que está muy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrario que
es un bien, puesto que sin ella no habría habido nunca emancipación social-, si
constituye un crimen, ¿quién ha creado la posibilidad de ese mal? Dios, sin
duda, os responderán aun los mismos teólogos, pero no hizo posible el mal más
que para dejar a los ángeles y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el
libre arbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y decidir
espontáneamente sea por uno sea por otro. Pero para que los ángeles y los
hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el mal,
es preciso que el mal haya existido independientemente de ellos, ¿y quién ha
podido darle esa existencia, sino dios?
También pretenden los teólogos que, después de la
caída de Satanás, que precedió a la del hombre, dios, sin duda esclarecido por
esa experiencia, no queriendo que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás
les privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que la facultad del bien, de
suerte que en lo sucesivo son forzosamente virtuosos y no se imaginan otra
felicidad que la de servir eternamente como criados a ese terrible señor. Pero
parece que dios no ha sido suficientemente esclarecido por su primera
experiencia, puesto que, después de la caída de Satanás, creó al hombre y, por
ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre arbitrio que
perdió a Satanás y que debía perderlo también a él.
La caída del hombre, tanto como la de Satanás, era fatal,
puesto que había sido determinada desde la eternidad en la presciencia divina.
Por lo demás, sin remontar tan alto, nos permitiremos observar que la simple
experiencia de un honesto padre de familia habría debido impedir al buen dios
someter a esos desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más simple
padre de familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar una
cosa para que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente a
tocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les
ahorrará esa prueba tan inútil como cruel.
Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una
palabra ilegible) y aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían sucumbir a
la tentación, en cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja llevar por
un furor verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los desgraciados
desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los siglos,
condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran
evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió
el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda
la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien
hecha. Si un padre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se le habría
declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a atribuir a su dios
lo que habrían considerado absurdo, cruel (una palabra ilegible), anormal de
parte de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad de ese absurdo! ¿Cómo, si
no, habrían podido explicar la existencia del mal en este mundo que debía haber
salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, de este mundo creado por
dios mismo?
Pero, una vez admitida la caída, todas las
dificultades se allanan y se explican. Lo pretenden al menos. La naturaleza,
primero perfecta, se vuelve de repente imperfecta, toda la máquina se
descompone; a la armonía primitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas;
la paz que reinaba al principio entre todas las especies de animales, deja el
puesto a esa carnicería espantosa, al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey
de la naturaleza, la sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierte en el valle
de sangre y de lágrimas, y la ley de Darwin –la lucha despiadada por la
existencia- triunfa en la naturaleza y en la sociedad. El mal
desborda sobre el bien, Satanás ahoga a dios.
Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula,
repulsiva, monstruosa, ha podido ser seriamente repetida por grandes doctores
en teologías durante más de quince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que
eso, es oficialmente, obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de
Europa. ¿Qué hay que pensar, pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no
tienen mil veces razón los que pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro
próximo parentesco con el gorila? Pero el espíritu (una palabra ilegible) de
los teólogos cristianos no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus
consecuencias desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han
adorado la manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios
no sólo era la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para
conciliar uno con otro, he aquí lo que inventaron: Después de haber dejado esa
pobre humanidad durante millares de años bajo el golpe de su terrible
maldición, que tuvo por consecuencia la condena de algunos millares de seres
humanos a la tortura eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿y que
hizo? ¿Retiró del infierno a los desdichados torturados? No, de ningún modo;
eso hubiese sido contrario a su eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo
y por qué lo tenía, es uno de esos misterios profundos que los teólogos, que se
lo dieron, declaran impenetrable, lo que es una manera naturalmente cómoda para
salir del asunto y resolver todas las dificultades. Por tanto, ese padre lleno
de amor, en su suprema sabiduría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a
fin de que se haga matar por los hombres, para salvar, no las generaciones
pasadas, ni siquiera las del porvenir, sino, entre las últimas, como lo declara
el Evangelio mismo y como lo repiten cada día tanto la iglesia católica como
los protestantes, sólo un número muy pequeño de elegidos. Y ahora la carrera
está abierta; es, como lo dijimos antes, una especie de carrera de apuesta, un
sálvese el que pueda, por la salvación del alma. Aquí los católicos y los
protestantes se dividen: los primeros pretenden que no se entra en el paraíso
más que con el permiso especial del padre santo, el papa; los protestantes
afirman, por su parte, que la gracia directa e inmediata del buen dios es la
única que abre las puertas. Esta grave disputa continúa aún hoy; nosotros no
nos mezclamos en ella.
Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:
Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito, omnipotente; es la omnisapiencia,
la verdad, la justicia, la belleza y la felicidad, el amor y el bien absolutos.
En él todo es infinitamente grande, fuera de él está la nada. Es, en fin de
cuentas, el ser supremo, el ser único.
Pero he aquí que de la nada -que por eso mismo-
parece haber tenido una existencia aparte, fuera de él, lo que implica una
contradicción y un absurdo, puesto que si dios existe en todas partes y llena
con su ser el espacio infinito, nada, ni la misma nada puede existir fuera de
él, lo que hace creer que la nada de que nos habla la Biblia estuviese en dios,
es decir que el ser divino mismo fuese la nada-, dios creó el mundo.
Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La
creación, ¿fue realizada desde la eternidad o bien en un momento dado de la
eternidad? En el primer caso, es eterna como dios mismo y no pudo haber sido
creada ni por dios ni por nadie; porque la idea de la creación implica la
precedencia del creador a la
criatura. Como todas las ideas teológicas, la idea de la
creación es una idea por completo humana, tomada en la práctica de la humana
sociedad. Así, el relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, etc. En todos
estos casos el productor existe al crear (?) el producto; fuera del producto, y
es eso lo que constituye esencialmente la imperfección, el carácter relativo y
por decirlo así dependiente tanto del productor como del producto.
Pero la teología, como hace por lo demás siempre, ha
tomado esa idea y ese hecho completamente humanos de la producción y al
aplicarlos a su dios, al extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por
eso mismo de sus proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa
como absurda. Por consiguiente, si la creación es eterna, no es creación. El
mundo no ha sido creado por dios, por tanto tiene una existencia y un
desenvolvimiento independientes de él -la eternidad del mundo es la negación de
dios mismo- pues dios era esencialmente el dios creador.
Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época en
la eternidad en que no existía. En consecuencia, pasó toda una eternidad
durante la cual dios absoluto, omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o
no lo fue más que en potencia, no en el hecho.
¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o
bien tenía necesidad de desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva
creadora? Esos son misterios insondables, dicen los teólogos. Son absurdos
imaginados por vosotros mismos, les respondemos nosotros. Comenzáis por
inventar el absurdo, después nos lo imponéis como un misterio divino,
insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo es.
Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia
adsurdum. Otra cuestión: la creación, tal como salió de las manos de dios,
¿fue perfecta? Si no lo fu, no podía ser creación de dios, porque el obrero, es
el evangelio mismo el que lo dice, se juzga según el grado de perfección de su
obra. Una creación imperfecta supondría necesariamente un creador imperfecto.
Por tanto, la creación fue perfecta.
Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie,
porque la idea de la creación absoluta excluye toda idea de dependencia o de
relación. Fuera de ella no podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios
no puede existir. La creación, responderán los teólogos, fue seguramente
perfecta, pero sólo por relación, a todo lo que la naturaleza o los hombres
pueden producir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero no
perfecta como dios. Les responderemos de nuevo que la idea de perfección no
admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. No
puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación
fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces volveremos a
decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un creador imperfecto,
lo que equivaldría a la negación de dios.
Se ve que de todas maneras, la existencia de dios es
incompatible con la del mundo. Si existe el mundo, dios no puede existir.
Pasemos a otra cosa. Ese dios perfecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo
crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y sin duda para combatir
el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para qué lo habría creado?
Misterios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonterías insoportables, les
responderemos nosotros.
Pero la Biblia misma nos explica los motivos de la creación. Dios es
un ser esencialmente vanidoso, ha creado el cielo y la tierra para ser adorado
y alabado por ellos. Otros pretenden que la creación fue el efecto de su amor
infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo, hacia seres que no existían, o que no
existían al principio más que en su idea, es decir, siempre para él? (El fin de
este manuscrito, si se escribió, no se ha encontrado).