Miguel Bakunin, el conocido anarquista ruso que
polemizó tan agriamente con Carlos Marx en el seno de La
Primera Internacional, fue un crítico
acérrimo tanto de la noción del patriotismo como de la idea misma del Estado.
Incluimos aquí sus escritos sobre el patriotismo,
mismos que fueron por primera vez publicados, a manera de cartas, en el
periódico suizo Le Progrés durante el año de
1869. Bakunin exterioriza sus pensamientos sobre el tema de una manera quizá,
para algunos, bastante cruda.
El otro escrito, La comuna de París y la noción del
Estado, constituye, sin duda, una de las más interesantes obras del
anarquista ruso. Obra corta, por desgracia inconclusa, en la que
substancialmente el autor se explaya sobre las dos instituciones que, en su
opinión, deben desaparecer para dejar libre el camino al desenvolvimiento
social: la Iglesia
y el Estado.
Las ideas vertidas en estos ensayos se pueden aceptar
o rechazar, pero lo importante es contar con una mente lo suficientemente
abierta para recrearlas, transformarlas e incluso, por qué no, criticarlas en
relación con los tiempos actuales.
Chantal
López y Omar Cortés
CAPÍTULO I
Amigos y hermanos:
Antes de dejar vuestras montañas, siento la necesidad
de expresaros una vez más, por escrito, mi gratitud profunda por el
recibimiento fraternal que me habéis hecho. ¡No es maravilloso que un hombre,
un ruso, que hasta ahora os era desconocido, ponga el pie en vuestro país por
vez primera y se encuentre rodeado de centenares de hermanos! Este milagro no
podría realizarse hoy más que por la Asociación Internacional
de Trabajadores, por la sola razón de que únicamente ella representa la vida
histórica, la poderosa fuerza creadora del porvenir político y social. Los que
están unidos por un pensamiento vital, por una voluntad y por una gran pasión
común, son realmente hermanos, aun cuando no se conocen.
Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada de poderosa
vida y constituyendo exclusivamente la clase histórica, ofrecía el mismo
espectáculo de fraternidad y de unión, tanto en los actos como en los
pensamientos; ese fue el buen tiempo de esa clase, siempre respetable, sin
duda, pero desde ahora, impotente, estúpida y estéril, la época de su enérgico
desarrollo; lo fue antes de la gran revolución de 1793, lo fue también, aunque
en menor grado, antes de las revoluciones de 1830 y de 1848. Entonces, la
burguesía tenía un mundo que conquistar, un lugar que ocupar en la sociedad, y
organizada para el combate, inteligente, audaz, sintiéndose fuerte con el
derecho de todo el mundo, estaba dotada de un poder irresistible: ella sola ha
hecho contra la monarquía, la nobleza y el clero reunidos las tres
revoluciones. En esa época, la burguesía también había creado una asociación
internacional, universal, formidable, la francmasonería.
Mucho se equivocaría el que juzgara la francmasonería
del siglo pasado, o la de principios del siglo presente, según lo que es hoy.
Institución por excelencia burguesa en su desarrollo, por su poder creciente
primero y su decadencia más tarde, la francmasonería ha representado en cierto
modo el desarrollo, el poder y la decadencia intelectual y moral de la burguesía. Hoy,
habiendo descendido al papel de una vieja intrigante y caduca, es nula,
estéril, algunas veces mala y siempre inútil, mientras que antes de 1830, y
antes de 1793 sobre todo, habiendo reunido en su seno, con pocas excepciones,
todos los espíritus más escogidos, los corazones más ardientes, las voluntades
más fieras, los caracteres más audaces, había constituido una organización
activa, poderosa y realmente bienhechora. Era la encarnación enérgica y
concreta de la idea humanitaria del siglo XVIII. Todos estos grandes principios
de libertad, de igualdad, de fraternidad, de la razón y de la justicia humanas,
elaborados primero teóricamente por la filosofía de ese siglo, se transformaban
en el seno de la francmasonería en dogmas prácticos y en bases de una moral y
de una política nuevas, el alma de una empresa gigantesca de demolición y de
reconstitución. La francmasonería fue en esa época la conspiración universal de
la burguesía revolucionaría contra la monarquía feudal, dinástica y divina.
Esta fue la
Internacional de la burguesía.
Ya se sabe que todos los actores principales de la
primera revolución, han sido francmasones y que, cuando estalló esa revolución,
encontró, gracias a la francmasonería, amigos y cooperadores dispuestos y
poderosos en todos los demás países, lo que seguramente contribuyó a su
triunfo; pero también es evidente que el triunfo de la revolución mató a la francmasonería,
porque la revolución había colmado los votos de la burguesía, dándole un sitio
en la aristocracia nobiliaria: la burguesía, decimos, después de haber sido
largo tiempo una clase explotada y oprimida, ha llegado a ser, naturalmente, la
clase privilegiada explotadora, conservadora y reaccionaria, la amiga y sostén
más firme del Estado de Napoleón; la francmasonería llegó a ser, en una gran
parte del continente europeo, una institución imperial.
La
Restauración la resucitó un poco, y, viéndose amenazada por la
vuelta del antiguo régimen, obligada a ceder, a la
Iglesia y a la nobleza coligadas, el lugar que había
conquistado en la primera revolución, se hizo forzosamente revolucionaria.
¡Pero qué diferencia entre este revolucionarismo
recalentado y el revolucionarismo ardiente y poderoso que la había inspirado al
fin del siglo último!
Entonces, la burguesía había ido de buena fe, había
creído seria y sencillamente en los derechos del hombre; había ido inspirada e
impulsada por el genio de la demolición y de la reconstrucción, y se encontraba
en la plena posesión de su inteligencia y en el pleno desarrollo de su fuerza;
no conocía aún que la separaba del pueblo un abismo; se creía, se sentía y lo
era realmente, la representación del pueblo. La reacción termidoriana
y la conspiración de Babeuf le han quitado esa
ilusión. El abismo que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora
y dominadora, se ha ensanchado, y lo menos que se necesita para llenarle es
todo el cuerpo, toda la existencia privilegiada de los burgueses, en una
palabra, la burguesía entera.
CAPÍTULO II
He dicho en mi artículo precedente que las tentativas
reaccionarias legitimistas, feudales y clericales habían hecho revivir el
espíritu revolucionario de la burguesía, pero que entre este espíritu nuevo y
el que le había animado antes de 1793 había una diferencia enorme.
Los burgueses del siglo pasado eran gigantes, en
comparación de los cuales, aparecen como pigmeos los más osados de la burguesía
de este siglo.
Para asegurarse, hay que comparar sus programas. ¿Cuál
ha sido el de la filosofía y la Gran Revolución
del siglo XVIII? Ni más ni menos que la emancipación íntegra de la humanidad
entera; la realización del derecho y de la libertad real y completa, para cada
uno, por la igualdad política y social de todos; el triunfo de lo humano sobre
los restos del mundo divino; el reino de la justicia y de la fraternidad sobre la Tierra. La
equivocación de esta filosofía y de esta revolución fue no comprender que la
realización de la fraternidad humana era imposible mientras existieran los
Estados, y que la abolición real de las clases, la igualdad política y social
de los individuos, no sería posible más que por la igualdad de los medios
económicos, de educación, de instrucción, del trabajo y de la vida para todos.
Sin embargo, no se puede reprochar al siglo XVIII que no haya comprendido esto.
La ciencia social no se crea ni se estudia solamente en los libros; necesita
las grandes enseñanzas de la
Historia, y fue preciso hacer la revolución de 1789 y de 1793, ha
sido preciso pasar por las experiencias de 1830 y de 1848, para llegar a esta
conclusión irrefutable: que toda revolución política que no tiene por objeto
inmediato y directo la igualdad económica, no es, desde el punto de vista de
los intereses y derecho populares, más que una reacción hipócrita y disfrazada.
Esta verdad tan evidente y tan sencilla era aún
desconocida a fines del siglo XVIII, y cuando Babeuf
planteó la cuestión económica y social, el poder de la revolución estaba ya
quebrantado. Pero no por eso deja de pertenecer a este último el honor inmortal
de haber suscitado el más grande problema que se ha planteado en la
Historia: el de la emancipación de la humanidad entera.
En comparación con este inmenso programa, veamos qué
fin perseguía el programa del liberalismo revolucionario en la época de la
Restauración y de la
Monarquía de julio.
La llamada libertad, sabia, modesta, reglamentada,
hecha para el temperamento apocado de la burguesía medio harta, y que, cansada
de combates e impaciente por gozar, se sentía ya amenazada no de arriba, sino
de abajo, y veía con inquietud pintarse en el horizonte, como una masa negra,
esos innumerables millones de proletarios explotados, cansados de sufrir,
preparándose a reclamar su derecho. Desde principios del siglo presente, ese
espectro naciente, que más tarde se bautizó con el nombre de espectro rojo; ese
fantasma terrible del derecho de todo el mundo opuesto a los privilegios de una
clase de dichosos; esa justicia y esa razón populares que, desarrollándose
demasiado, deben reducir a polvo los sofismas de la economía, de la
jurisprudencia, de la política y de la metafísica burguesas, son en medio de
los triunfos modernos de la burguesía, sus aguafiestas incesantes y los
apocadores de su confianza y de su espíritu.
Sin embargo, bajo la
Restauración, la cuestión social era casi desconocida o, mejor
dicho, estaba olvidada. Había grandes soñadores aislados, tales como Saint-Simon, Roberto Owen, Fourier, cuyo genio y gran corazón
habían adivinado la necesidad de una transformación radical de la organización
económica de la
sociedad. Alrededor de cada uno de ellos, se agrupaba un
pequeño número de adeptos confiados y ardientes, que formaban otras tantas
pequeñas iglesias, tan ignoradas como los maestros, y que no ejercían ninguna
influencia externa. Había también el testamento comunista de Babeuf, transmitido por su ilustre compañero y amigo Buonarotti, a los proletarios más enérgicos en medio de una
organización popular y secreta.
Pero esto no era entonces más que un trabajo secreto,
cuyas manifestaciones no se dejaron sentir hasta más tarde, bajo la
Monarquía de julio, y bajo la
Restauración no fue percibido por la clase burguesa. El
pueblo, la masa de los trabajadores permaneció tranquila y no reivindicó nada
para ella todavía.
Claro está que si el espectro de la justicia popular
no era en aquella época lo que debía ser, se debía a la mala conciencia de los
burgueses. ¿De dónde provenía esta mala conciencia? Los burgueses que vivían
bajo la Restauración,
¿eran, como individuos, más malos que sus padres, que habían hecho la
Revolución de 1789 y de 1793? Nada de eso.
Eran poco más o menos los mismos hombres, pero
colocados en otro medio, en otras condiciones políticas, enriquecidos con una
nueva experiencia, y, por consiguiente, con otra conciencia.
Los burgueses del siglo anterior habían creído
sinceramente que, emancipándose del yugo monárquico, clerical y feudal,
emancipaban con ellos a todo el pueblo. Esta sencilla y sincera creencia, fue
la fuente de su heroica audacia y de su poder maravilloso. Se sentían unidos a
todos y marchaban al asalto llevando con ellos la fuerza y el derecho de todo
el mundo; gracias a este derecho y a ese poder popular que se había encarnado
en su clase, los burgueses del siglo último, pudieron escalar y tomar la
fortaleza del Poder público que sus padres habían codiciado durante tantos
siglos; pero en el momento que plantaban su bandera, se hizo una nueva ley en
su espíritu; en cuanto conquistaron el Poder, comenzaron a comprender que entre
sus intereses burgueses y los intereses de las masas populares, no había nada
de común y que, por el contrario, había una oposición radical, y que el poder y
la prosperidad exclusivas de la clase pudiente no podría apoyarse más que en la
miseria y en la dependencia política y social del proletariado.
Desde luego, las relaciones de la burguesía y el
pueblo se transformaron de una manera radical, y antes de que los trabajadores
comprendieran que los burgueses eran sus enemigos naturales, más por necesidad
que por mala voluntad, los burgueses habían llegado al conocimiento de ese
antagonismo fatal. Esto es lo que yo llamo mala conciencia de los burgueses.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de marzo de 1869).
CAPÍTULO III
He dicho que la mala conciencia de los burgueses ha
paralizado desde principios de siglo todo el sentimiento intelectual y moral de
la burguesía; pues bien, reemplazo la palabra paralización por
desnaturalización, porque sería injusto decir que ha habido paralización o
ausencia de movimiento en un espíritu que, pasando de la teoría a la aplicación
de ciencias positivas, ha creado todos los milagros de la industria moderna,
como los vapores, los ferrocarriles y el telégrafo, por una parte, y por otra,
una ciencia nueva, la estadística, e impulsando la economía política y la
historia crítica del desarrollo de la riqueza y de la civilización de los
pueblos hasta sus últimos resultados, ha puesto las bases de una filosofía
nueva, el socialismo, que no es otra cosa, desde el punto de vista de los
intereses exclusivos de la burguesía, más que un sublime suicidio, la negación
del mundo burgués.
La paralización no vino hasta después de 1848, cuando
asustada del resultado de sus primeros trabajos, la burguesía se echó
ciegamente atrás y, para conservar sus bienes, renunció a todo pensamiento y a
toda voluntad, se sometió al protectorado militar y se entregó en cuerpo y alma
a la más completa reacción. Desde esa época no ha inventado nada y ha perdido,
con el valor, hasta el poder creador. No tiene ni el poder ni el espíritu de la
conservación, porque todo lo que ha hecho y lo que hace por su bien la empuja
fatalmente al abismo.
Hasta 1848 estuvo aún llena de vigor. Sin duda, su
espíritu no tenía esa savia vigorosa que en el siglo XVI y en el siglo XVIII la
habían hecho crear un mundo nuevo; no era el espíritu heroico de una clase que
había tenido todas las audacias, porque tenía necesidad de conquistar; era el
espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que, después de haber
adquirido un bien ardientemente deseado, le hace prosperar y valer. Lo que
caracteriza sobre todo el espíritu burgués en la primera mitad de este siglo,
es una tendencia casi exclusivamente utilitaria.
Se le ha reprochado, y se ha hecho mal; yo pienso, por
el contrario, que ha prestado un último y gran servicio a la humanidad,
practicando, más con el ejemplo, que con teorías, el culto, o mejor dicho, el
respeto a los intereses materiales. En el fondo, estos intereses han
prevalecido siempre en el mundo, pero se han manifestado constantemente bajo la
forma de un idealismo hipócrita o malsano que los ha transformado en intereses
malos e inicuos.
Cualquiera que se haya ocupado un poco de historia, se
habrá percatado de que en el fondo de las luchas religiosas y teológicas más
abstractas, más sublimes y más ideales, hay siempre algún gran interés
material. Todas las guerras de razas, de naciones, de Estados y de clases, no
han tenido jamás otro objetivo que la dominación, condición y garantía
necesarias de la posesión y del goce. La historia humana, desde ese punto de
vista, no es más que la continuación del gran combate por la vida que, según
Darwin, constituye la fe fundamental de la naturaleza orgánica.
En el mundo animal, este combate se hace sin ideas y
sin frases y también sin solución; mientras exista la
Tierra, el mundo animal se devorará entre sí; esta es la
condición natural de la
vida. Los hombres, animales carnívoros por excelencia, han
empezado su historia por la antropofagia y tienden hoy a la asociación
universal, a la producción y al goce colectivo. Pero entre estos dos términos,
¡qué tragedia existe tan sangrienta y horrible! Y aún no hemos acabado con esa
tragedia. Después de la antropofagia vino la esclavitud, después el servilismo,
después el servilismo asalariado, al cual debe suceder primero el día terrible
de la justicia, y más tarde, la era de la fraternidad.
He aquí fases por las cuales el combate animal por la
vida se transforma gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida. Y en medio de esta
lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en este encarnizamiento
mutuo, en este servilismo y en esta explotación de los unos por los otros, que,
cambiando de nombre y de forma, se ha mantenido a través de todos los siglos
hasta los nuestros, ¿qué papel desempeña la religión?
Ha santificado siempre la violencia y la ha
transformado en derecho. Ha transportado a un cielo ficticio la humanidad, la
justicia y la fraternidad, para dejar sobre la
Tierra el reinado de la iniquidad y de la brutalidad; bendijo
a los malvados, y para hacerlos aún más felices, predicó la resignación y la
obediencia a sus innumerables víctimas, los pueblos. Y cuanto más sublime
aparecía el ideal que adoraba en el cielo, más horrible aparecía la realidad de
la Tierra,
porque éste es el carácter propio de todo idealismo, tanto religioso como
metafísico: despreciar el mundo real, y, despreciándolo, explotarlo, de donde
resulta que tanto idealismo engendra necesariamente la hipocresía.
El hombre es materia, y no puede impunemente
despreciar la materia. Es
un animal, y no puede destruir la bestialidad, pero puede y debe transformarla
y humanizarla por medio de la libertad, es decir, por la acción combinada de la
justicia y de la razón; pero siempre que el hombre ha querido hacer abstracción
de su bestialidad, se ha convertido en el juguete, el esclavo y con frecuencia,
el servidor hipócrita; testigo de esto, los sacerdotes de la religión más ideal
y más absurda del mundo: el catolicismo.
Comparad su conocida obscenidad con el juramento de
castidad; comparad su codicia insaciable con su doctrina de renuncia a todos
los bienes de este mundo, y confesad que no existen seres tan materialistas
como esos predicadores del idealismo cristiano. En esta hora, ¿cuál es la
cuestión que agita a toda la
Iglesia? Es la conservación de sus bienes, que amenaza
confiscar en todas partes esa otra Iglesia, expresión del idealismo político,
el Estado.
El idealismo político no es ni menos absurdo, ni menos
pernicioso, ni menos hipócrita que el idealismo de la religión, del cual no es
nada más que una forma diferente, la expresión o la aplicación terrestre o
mundana. El Estado es el hermano menor de la
Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no
es otra cosa que un reflejo del culto divino.
El hombre virtuoso, según los preceptos de la escuela
ideal, religiosa y política a la vez, debe servir a Dios y ser devoto del
Estado, y el utilitarismo burgués de esa doctrina es el que comenzó a hacer justicia
desde el principio de este siglo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 14 de abril de 1869).
Uno de los más grandes servicios prestados por el
utilitarismo burgués, ya he dicho que fue matar la religión del Estado, el patriotismo.
El patriotismo ya se sabe que es una virtud antigua
nacida en las repúblicas griegas y romanas, donde no hubo jamás otra religión
real que la del Estado,
ni otro objeto de culto que el Estado.
¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y
los doctores en derecho, la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el
derecho de todo el mundo, opuestos a la acción disolvente de los intereses y de
las pasiones egoístas de cada uno. Es la justicia y la realización de la moral
y de la virtud sobre la
Tierra.
Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más
grande deber para los individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de
necesidad, morir por el triunfo, por la potencia del Estado.
He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado.
Veamos ahora si esa teología política, lo mismo que la teología religiosa,
oculta bajo muy bellas y muy poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy
sucias.
Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal
como nos la representan sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad
natural y de los intereses de cada uno, de los individuos tanto como de las
unidades colectivas, comparativamente pequeñas: asociaciones, comunas y
provincias, a los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la prosperidad
del gran conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en
realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las
colectividades humanas más restringidas que lo componen. Pero desde el momento
que para componerlo y para coordinarse en él, todos los intereses individuales
y locales deben ser sacrificados, el todo que supuestamente les representa,
¿qué es en efecto? No es el conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a
sus anchas y se vuelve tanto más fecundo, más poderoso y más libre cuanto más
plenamente se desarrollan en su seno la plena libertad y la prosperidad de cada
uno; no es la sociedad humana natural, que confirma y aumenta la vida de cada
uno por la vida de todos; es, al contrario, la inmolación de cada individuo
como de todas las asociaciones locales, la abstracción destructiva de la
sociedad viviente, la limitación, o por decir mejor, la completa negación de la
vida y del derecho de todas las partes que componen ese todo el mundo, por el
llamado bien de todo el mundo; es el Estado, es el altar de la religión
política sobre el cual siempre es inmolada la sociedad natural: una
universalidad devoradora, que vive de sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado,
lo repito, es el hermano menor de la
Iglesia.
Para probar este identidad de la
Iglesia y del Estado, ruego al lector que verifique este
hecho: que la una y el otro están fundados esencialmente en la idea del
sacrificio de la vida y del derecho natural, y que parten igualmente del mismo
principio: el de la maldad natural de los hombres, que no puede ser vencida,
según la Iglesia,
más que por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y
según el Estado, por la ley, y por la inmolación del individuo ante el altar
del Estado. La una y el otro tienden a transformar al hombre, la una en un
santo, el otro en un ciudadano. Pero el hombre natural debe morir, porque su
condena es unánimemente pronunciada por la religión de la
Iglesia y por la del Estado.
Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la
Iglesia y del Estado. Es una pura abstracción; pero toda
abstracción histórica supone hechos históricos. Estos hechos, como lo he dicho
ya en mi artículo precedente, son de una naturaleza enteramente real,
enteramente brutal: es la violencia, el despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre
está formado de tal manera que no se contenta con hacer, tiene además necesidad
de explicarse y de legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el
mundo, lo que ha hecho.
La religión llega a punto para bendecir los hechos
consumados y, gracias a esta bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma
en derecho. La ciencia jurídica y el derecho político, como se sabe, han nacido
de la teología y más tarde de la metafísica, que no es otra cosa que una
teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no querer ser absurda y
se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.
Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a
la abstracción histórica que se llama Iglesia, qué papel juega y continúa
jugando en la vida real y en la sociedad humana. He dicho que el Estado, por su
mismo principio, es un inmenso cementerio; donde vienen a sacrificarse, a morir
y a enterrarse todas las manifestaciones de la vida individual y local, todos
los intereses de las partes cuyo conjunto constituye precisamente la sociedad;
es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se inmolan a
la grandeza política, y cuanto más completa es esa inmolación, más perfecto es
el Estado. He deducido y estoy convencido de que el Imperio de Rusia es el
Estado por excelencia, el Estado sin retórica ni frases, el más perfecto de
Europa.
Por el contrario, todos los Estados en los cuales los
pueblos puedan aún respirar, son, desde el punto de vista del ideal, Estados
incompletos, como todas las Iglesias, en comparación de la Iglesia Católica
Romana son Iglesias incompletas.
El Estado es una abstracción devoradora de la vida
popular; mas para que una abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar,
es preciso que haya un cuerpo colectivo real que esté interesado en su
existencia. Esto no puede serlo la masa popular, porque es precisamente la víctima. El cuerpo
sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo privilegiado, porque los que gobiernan
el Estado son como los sacerdotes de la religión en la
Iglesia.
En efecto, ¿qué vemos en la
Historia? Que el Estado ha sido siempre el patrimonio de una
clase privilegiada, como la clase sacerdotal, la clase nobiliaria, la clase
burguesa; clase burocrática, al fin, porque cuando todas las clases se han
aniquilado, el Estado cae o se eleva como una máquina; pero para el bien del
Estado es preciso que haya una clase privilegiada cualquiera que se interese
por su existencia, y es, precisamente, el interés solidario de esta clase
privilegiada, lo que se llama patriotismo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de abril de 1869).
El patriotismo, en el sentido complejo que se atribuye
ordinariamente a esta palabra, ¿ha sido una pasión y una virtud popular?
Con la
Historia en la mano no dudo en responder a esta pregunta con
un no decisivo, y para probar al lector que no me equivoco al contestar así, le
pido permiso para analizar los principales elementos que, combinados, de una
manera más o menos diferente, constituyen lo que se llama patriotismo.
Estos elementos son cuatro:
1º.
el elemento natural o fisiológico;
2º.
el elemento económico;
3º.
el elemento político y;
4º.
el elemento religioso o fanático.