PRESENTACIÓN
La obra Estatismo y anarquia del gran teórico
libertario ruso, Miguel Bakunin, constituyó, durante más de diez años, una
verdadera obsesión para editarla en nuestra editorial Ediciones Antorcha,
obsesión que jamás pudimos satisfacer por no contar con los recursos económicos
necesarios o, también siendo honestos, porque cuando llegamos a tenerlos, por
fundados temores de arriesgar nuestro patrimonio en una aventura editorial que
no veíamos clara desde el punto de vista económico, no nos atrevimos a
publicarla.
En efecto, entre 1980 y 1990, concretamente en dos
ocasiones, gracias a buenas ventas logradas en dos ferias de libro, contamos
con los recursos suficientes para editar esa obra, sin embargo la cantidad era casi
justa, lo que nos hizo meditar muy bien sobre las posibles consecuencias de una
precipitada edición, terminando, en ambas ocasiones, reprimiendo nuestro deseo.
Y es que las experiencias que tuvimos, desde el punto de vista económico, con
la edición de varios de nuestros títulos, nos volvieron muy prudentes,
quizá excesivamente.
No podemos dejar de mencionar que, en esos años, la editorial Siglo XXI
Editores tenía anunciada en su catálogo la próxima edición de Estatismo
y anarquía de Miguel Bakunin. Y esto nos hizo dudar mucho acerca de la
conveniencia de que nosotros editásemos ese libro ya que, pensábamos, en el
caso de que Siglo XXI Editores, terminase publicándolo, había altísimas
probabilidades de que nuestra edición terminase condenada a empolvarse
en los anaqueles de nuestra pequeña bodega, ya que ni de broma hubiésemos
podido competir con esa editorial, la cual contaba y sigue contando, con
un gran prestigio entre los lectores y, además con posibilidades de
distribución que nosotros ni en sueños teníamos.
Finalmente, que nosotros sepamos, Siglo XXI Editores
nunca editó esta obra, sin embargo, hasta la fecha no nos arrepentimos de haber
tomado la decisión que tomamos, puesto que el riesgo que representaba su
edición era muy alto.
Ahora, quince años después, nuestro anhelo de editar Estatismo
y anarquía se volvió una realidad, cibernética, pero realidad al fin, en los
anaqueles de nuestra Biblioteca Virtual Antorcha.
Ciertamente nuestra opinión sobre su contenido ha
variado enormemente al paso de los años. ¿Madurez? ¿Nuevos conocimientos? ¿o
las dos cosas a la vez?
Si bien en el pasado, la lectura de esta obra nos
inducía a incidir en la postura antiestatista de su autor, ahora, ¡oh cosas del
destino!, hemos llegado a la conclusión de que es en esta obra en donde Miguel
Bakunin se nos presenta como un fino analista político que
quisquillosamente desmenuza la situación y las relaciones de los Estados en la
Europa posterior a la Comuna de París.
Así, y no obstante todo el rollote que se
revienta Bakunin en contra del Estado; no obstante su constante llamado a la
transformación de abajo hacia arriba, nosotros insistimos en que su
análisis lo hace desde y a través de las estructuras de poder, aunque su
conclusión sea que la salvación de la Europa de fines del siglo XIX
estuviese condicionada al surgimiento de un movimiento revolucionario cuya
finalidad no fuese otra que la eliminación o supresión del Estado.
De más está el señalar la riqueza de información
contenida en esta obra, así como su innegable utilidad para comprender el
proceso que en estos momentos está generándose en la Unión europea.
Según el historiador libertario, Max Nettlau, esta
obra fue escrita por Bakunin entre mayo y julio de 1873 y su primera edición
constó de mil doscientos ejemplares habiendo sido publicada por una imprenta
fundada en Zurich, Suiza, entre abril y mayo de 1873, por cuatro personas:
Ralli, Ross, Popof y Jakovlef, los dos últimos, tipógrafos de profesión quienes
se encargaron de enseñar ese oficio a los primeros.
La primera edición en español de Estatismo y anarquia
fue realizada, que nosotros sepamos, por la editorial argentina La Protesta
durante la década de 1920, habiendo sido incluida en el quinto tomo de las Obras
de Bakunin. Posteriormente sería editada en España, por la editorial Tierra
y Libertad durante la década de 1930. La edición más reciente en español fue
realizada en 1977 por la editorial española Jucar.
Debemos advertir al lector que la obra original no se
encuentra dividida en capítulos, que es un texto corrido, y que, por motivos de
manejo cibernético del texto, decidimos dividirlo en varios capítulos, buscando
con ello un acceso más ágil en la Red de Redes, ya que un solo archivo hubiese
sido demasiado pesado.
Hecha la anterior aclaración, tan sólo nos resta
esperar que quien se acerque a leer esta obra, la disfrute y amplié sus
conocimientos sobre los orígenes de los conflictos existentes en la Europa del
siglo XIX, que aún perduran en el XXI.
Chantal López y Omar Cortés.
ESTATISMO Y ANARQUIA
La Asociación Internacional de los Trabajadores, cuyo
origen apenas se remonta a nueve años, ha conseguido durante ese tiempo llegar
a una influencia tal sobre el desenvolvimiento práctico de las cuestiones
económicas, sociales y políticas en toda Europa, que ningún periodista u hombre
de Estado puede rehusarle, en la hora que corre, el interés más serio y con
frecuencia el más inquietante. El mundo oficial y oficioso, y el mundo burgués
en general, ese mundo de felices explotadores del trabajo penoso, la considera
con esa emoción interior que se experimenta a la aproximación de un peligro
amenazador aunque desconocido o apenas definido; como si se tratara de un
monstruo que deberá tragar infaliblemente todo este sistema social y económico
si no se tomasen desde ahora medidas enérgicas, aplicadas simultáneamente en
todos los países de Europa, para poner fin a su éxito rápido y creciente.
Se sabe bien que después de la última guerra que
rompió la hegemonía histórica de la Francia estatista en Europa -reemplazándola
por la hegemonía aún más detestada del pangermanismo estatista-, las medidas
contra la Internacional se convirtieron en objeto preferido de las
negociaciones intergubernamentales. Es un fenómeno excesivamente natural. Los
Estados que, en el fondo, se odian unos a otros y que son eternamente
irreconciliables, no han podido ni pueden encontrar otra base de entente que el
sometimiento concertado de las masas trabajadoras que forman la base común, el
fin de su existencia. No es necesario decir que el príncipe de Bismarck ha
sido, y sigue siéndolo, el inspirador principal de esa nueva Santa Alianza.
Sin embargo, no fue él quien primero presentó sus proposiciones. Dejó ese honor
dudoso a la iniciativa del humillado gobierno del Estado francés que acababa
justamente de arruinar.
El ministro de los negocios extranjeros de la
administración pseudo-popular, ese traidor de la República, pero al contrario,
amigo abnegado y defensor de la orden de los jesuitas, que cree en Dios y
desprecia la humanidad, y es despreciado a su vez por todos los defensores
honestos de la causa del pueblo -el famoso hablador Jules Favre, que cede quizás
únicamente al señor Gambetta el honor de ser el prototipo de todos los
abogados-, ese hombre asumió con regocijo la misión de calumniador feroz y de
denunciante. Entre los miembros del gobierno llamado de Defensa nacional
estaba, sin duda, uno de los que más contribuyeron al desarme de la defensa
nacional y a la capitulación notoriamente pérfida de París, en manos del
vencedor arrogante, insolente y despiadado. El príncipe de Bismarck se burló de
él y le insultó ante el mundo. Y he ahí que ese Jules Favre, como enorgullecido
de esa doble infamia -la suya propia y la de Francia traicionada, y quizás vendida por él-,
movido al mismo tiempo por el deseo de entrar en la buena consideración del
humillador, el gran canciller del victorioso imperio germánico, y por su odio
profundo al proletariado, en general, y sobre todo al obrero parisiense, helo
ahí haciendo su aparición con una denuncia formal contra la Intemacional. Los
miembros de ésta que, en Francia, se encontraban a la cabeza de las masas
obreras, intentaron suscitar una sublevación popular contra los conquistadores
alemanes tanto como contra los explotadores, los gobernantes y los traidores
del interior. Crimen terrible por el cual la Francia oficial o burguesa
castigará con una severidad ejemplar a la Francia popular.
Por eso la primera palabra pronunciada por el
gobierno francés al día siguiente de la derrota horrible y vergonzosa, ha sido
la de la reacción más abominable.
¿Quién no ha leído la circular memorable de Jules
Favre, en la cual la mentira desnuda y la ignorancia más crasa aún no ceden más
que a la ferocidad impotente y furiosa del republicano renegado? Es el grito de
angustia, no de un solo hombre, sino de toda la civilización burguesa que
consumió todo en el mundo y está condenada a muerte por su debilitamiento
total. Presintiendo el acercamiento del fin inevitable, se aferra a todo con
una desesperación furiosa, siempre que pueda prolongar su existencia malhechora
apelando a todos los ídolos del pasado, destronados ya en otro tiempo por ella
misma: Dios y la iglesia, el Papa y el derecho patriarcal, y, sobre todo, como
mejor medio de salvación, el apoyo de la policía y la dictadura militar, aunque
fuese prusiana, siempre que salve los hombres honestos de la terrible tempestad
de la revolución social.
La circular del señor Jules Favre halló un eco y
¿dónde, creeréis? ¡En España! El señor Sagasta, el ministro de una hora, del
rey de España de una hora, Amadeo, quiso, a su vez, agrandar al príncipe de
Bismarck e inmortalizó su nombre. También promovió una cruzada contra la Internacional. No
satisfecho con las medidas estériles e impotentes que no provocaron más que una
actitud burlesca del proletariado español, también él redactó una circular
diplomática de bellas frases por la cual sin embargo recibió, con el
asentimiento indudable del príncipe Bismarck y de su ayudante Jules Favre, una
lección bien merecida del gobierno más prudente y menos libre de la Gran Bretaña, y cayó
algunos meses más tarde.
Parece, por lo demás, que la circular del señor
Sagasta, aunque hablase en nombre de España, fue inventada, si no redactada, en
Italia, bajo el impulso directo del rey experimentado que era Víctor Manuel, el
padre afortunado del desgraciado Amadeo.
Las persecuciones contra la Internacional en
Italia fueron prendidas por tres partes diferentes: primero, como había que
esperarlo, el Papa mismo pronunció su condena. Lo hizo del modo más original,
mezclando en un mismo anatema a todos los miembros de la Internacional,
los francmasones, los jacobinos, los racionalistas, los deístas y los católicos
liberales. Según la definición del Papa, pertenece a esa asociación reprobada
todo el que no se someta ciegamente a su charlatanería inspirada por Dios. Es
así como definía el comunismo hace 26 años un general prusiano: ¿Sabéis
-decía a sus soldados- lo que es ser comunista? Eso significa poder obrar
contra el pensamiento y la voluntad suprema de Su Majestad el Rey.
Pero no fue solamente el Papa católico el que maldijo
la Asociación
Internacional de los Trabajadores. El célebre revolucionario
Giuseppe Mazzini, mucho más conocido en Rusia como patriota italiano,
conspirador y agitador que como metafísico deista y fundador de la nueva
iglesia en Italia -sí, ese mismo Mazzini- consideró útil y necesario, en 1871,
al día siguiente de la derrota de la Comuna de París, cuando los ejecutores
feroces de los decretos feroces de Versalles fusilaban por millares a los
comunistas desarmados, unir al anatema de la iglesia católica y a las
persecuciones policiales del Estado, su anatema propio, llamado patriótico y
revolucionario, pero en el fondo absolutamente burgués y al mismo tiempo
teológico. Creía que su palabra bastaría para matar en Italia la menor simpatía
hacia la Comuna de París y estrangular en germen las secciones internacionales
que acababan de florecer. Tuvo lugar lo contrario: nada ayudó más al
reforzamiento de esas simpatías y a la multiplicación de las secciones
internacionales que su anatema vibrante y solemne.
El gobierno italiano, por su parte, enemigo del Papa,
pero más enemigo aún de Mazzini, no durmió tampoco. No comprendió al principio
el peligro que le amenazaba por parte de la Internacional que se desarrollaba
con rapidez no sólo en las ciudades, sino también en las aldeas de Italia.
Creía que la nueva
Asociación no servía más que para reaccionar contra el éxito
de la propaganda republicano-burguesa de Mazzini, en ese sentido no se engañó
en su cálculo. Pero llegó pronto a la conclusión que la propaganda de los
principios de la revolución social en medio de una población excitada, llevada
por él mismo a un grado extremo de pobreza y de opresión, se volvía mucho más
peligrosa que todas las agitaciones y empresas políticas de Mazzini. La muerte
del gran patriota italiano, que siguió de cerca a su ataque venenoso contra la Comuna
de París y contra la Internacional, apaciguó, por lo que a él se refería, al
gobierno italiano. El partido mazziniano, sin jefe, no le inspiraba en lo
sucesivo ningún temor. El proceso de descomposición tenía lugar visiblemente en
el seno del partido, y como su origen y su fin, lo mismo que su composición,
tenía un carácter netamente burgués, dio indicios innegables de la impotencia
que aflige en la hora actual a todas las empresas burguesas.
Muy diferente es la propaganda y la organización de
la Internacional en Italia. Se dirigen directa y exclusivamente a los medios
obreros que, en Italia como en todos los demás países de Europa, concentran en
sí toda la vida, toda la fuerza y el porvenir de la sociedad contemporánea. Se
adhieren a ello sólo algunas unidades del mundo burgués que han aprendido a
detestar con toda su alma el orden actual -el orden político, económico y
social- volvieron las espaldas a la clase de que son originarios y se
consagraron enteramente a la causa del pueblo. Esos hombres no son numerosos,
pero son inapreciables, ciertamente bajo la condición de que, al declararse
enemigos encarnizados de la tendencia burguesa hacia la dominación, pueden
sofocar en ellos los últimos vestigios de su ambición personal. En ese caso
son, lo repito, verdaderamente inestimables. El pueblo les da la vida, la
fuerza elemental y el fundamento, pero en cambio ellos le aportan los
conocimientos positivos, el hábito de la abstracción y de la generalización y
la aptitud para organizarse y fundar uniones que, a su vez, crean la fuerza
creadora consciente sin la cual toda victoria es imposible.
En Italia, como en Rusia, se encontró un número
bastante considerable de jóvenes de esta categoría, mucho más que en cualquier
otro país. Pero lo que es mucho más importante es que existe en Italia un
proletariado enorme, excesivamente inteligente por naturaleza, pero muy
frecuentemente sin instrucción y viviendo en una miseria abjecta: ese
proletariado está compuesto de dos o tres millones de obreros de las ciudades,
de fábricas y de pequeños artesanos, y de aproximadamente veinte millones de
campesinos desprovistos de todo bienestar. Como se ha dicho ya más arriba, esa
clase innumerable de trabajadores es reducida por la administración opresiva y
ladrona de las clases propietarias -bajo el cetro liberal del rey libertador y
del amontonador de tierras italianas- hasta un tal grado de desesperación, que
aun los defensores y los cómplices interesados de la administración actual
comienzan a confesar y a hablar abiertamente en el Parlamento y en los
periódicos oficiales de que es imposible continuar del mismo modo, y que es
urgente hacer algo por el pueblo a fin de evitar un cataclismo popular que lo
destruya todo a su paso.
En ninguna parte es tan inminente la revolución
social como en Italia, en ninguna parte, si exceptuar siquiera España a pesar
de la existencia en ese país de una revolución oficial, mientras que en Italia
todo parece tranquilo. Todo el populacho espera en Italia una transformación
social y aspira hacia ella conscientemente. Se puede, pues, imaginarse uno con
qué amplitud, con qué necesidad y con qué entusiasmo fue acogido el programa de
la ‘Internacional’
y lo es hasta hoy por el proletariado italiano. No existe en Italia, como
sucede en la mayor parte de los países de Europa, un estrato especial de
obreros, privilegiados en un cierto grado gracias a un salario elevado,
ostentando incluso su educación literaria e impregnados, en tal grado, de
principios, tendencias y vanidades burguesas que el elemento obrero
perteneciente a ese grupo no se distingue de la clase burguesa más que por su
posición, pero de ningún modo por su tendencia. Esa clase de trabajadores se
encuentra sobre todo en Alemania y Suiza; en Italia, al contrario, es
insignificante y se pierde en la gran masa sin dejar el menor rastro o
influencia. En Italia predomina el proletariado extremadamente pobre, ese Lumpenproletariat
de que los señores Marx y Engels y en consecuencia toda la escuela socialdemócrata
de Alemania, hablan con un desprecio profundo; pero muy injustamente, porque en
él, y en él solamente, y ciertamente no en el estrato burgués de la masa obrera
de que acabamos de hablar, es donde está cristalizada toda la inteligencia y
toda la fuerza de la futura revolución social.
Tendremos aún que volver sobre esta cuestión; por el
momento limitémonos a sacar la conclusión siguiente: gracias a ese predominio
decisivo del proletariado extremadamente pobre en Italia, la propaganda y la
organización de la
Asociación Internacional de los Trabajadores adquirieron, en
ese país, un carácter profundamente apasionado y verídicamente popular, y es
justamente gracias a eso que, sin verse restringidas a las grandes ciudades,
abarcaron pronto la población rural.
El gobierno italiano comprende actualmente el peligro
de ese movimiento y se esfuerza por todos los medios, pero en vano, por
sofocado. No publica circulares sonoras y pomposas, pero obra como un poder
policial, a la sordina, y sofoca sin explicaciones, sin tumulto. Disuelve, una
tras otra, y a despecho de todas las leyes, las sociedades obreras con la sola
excepción de las que cuentan entre sus miembros honorario a los príncipes, a
los ministros, a los prefectos o, en general, a los hombres ilustres y
venerables. Todas las otras sociedades obreras son, al contrario, perseguidas
despiadadamente por el gobierno que se apodera de sus documentos, de sus cajas
y encierra a sus miembros, durante meses enteros, sin forma de proceso, sin
examen ninguno, en sus sucias prisiones.
No hay ninguna duda de que al obrar así, el gobierno
italiano es guiado no sólo por su propia sabiduría, sino también por los
consejos e indicaciones del ilustre canciller de Alemania, lo mismo que antes
seguía dócilmente los mandatos de Napoleón III. Italia está en una situación
singular, porque mientras por el número de sus habitantes y por la extensión de
sus tierras, debiera ser contada entre las grandes potencias, por su fuerza
propiamente dicha este país arruinado, podrido y, a pesar de todos sus
esfuerzos, bastante mal disciplinado, y además odiado por las grandes masas y
también por la pequeña burguesía, apenas puede ser considerado como una
potencia de segundo orden. Es por esas razones que le es necesario un
protector, es decir, un amo fuera de Italia; y todo el mundo hallará natural
que después de la caída de Napoleón III el príncipe de Bismarck se tenga por
aliado indispensable de esa monarquía, creada por la intriga piamontesa
preparada por los esfuerzos y hazañas patrióticas de Mazzini y Garibaldi.
La mano del ilustre canciller del imperio
pangermánico pesa mucho, en la hora actual, en toda Europa; sólo Inglaterra,
quizás, constituye una excepción y no es sin inquietud como ésta ve elevarse
esa nueva potencia, y también España que está garantizada contra la influencia
reaccionaria de Alemania, al menos por los primeros tiempos, tanto por su
revolución como por su situación geográfica. La influencia del nuevo imperio se
explica por el triunfo asombroso obtenido sobre Francia. Todos reconocen que
por su posición, por los enormes recursos conquistados por ella y por su
organización interior, ocupa decididamente al presente el primer puesto entre
las grandes potencias europeas y está en estado de hacer sentir su hegemonía a
cada una de ellas. Que su influencia tiene que ser inevitablemente reaccionaria
no cabe duda alguna.
La Alemania tal como es ahora, unida por el fraude[1]
general y patriótico del príncipe de Bismarck, y reposando por una parte en la
organización y la disciplina ejemplares de su ejército que está dispuesto a
estrangular y a masacrarlo todo en el mundo y a perpetrar toda suerte de
crímenes en el interior del país lo mismo que en el extranjero a la primera señal
de su emperador-rey, y por otra en el patriotismo feudal, en la ambición
nacional ilimitada y en el culto divino del poder que caracteriza hasta hoy a
la aristocracia alemana, a toda la corporación de sabios alemanes y al pueblo
alemán mismo; Alemania, digo, enorgullecida por el poder constitucional
despótico de su autócrata y potentado, representa y reune en sí enteramente uno
de los dos polos del movimiento político y social contemporáneo, principalmente
el polo del estatismo, del Estado, de la reacción.
Alemania es un Estado por excelencia, como lo era
Francia bajo Luis XIV y bajo Napoleón I, como no dejó de serlo hasta hoy
Prusia. Desde la creación definitiva del Estado prusiano por Federico II, la
cuestión era: ¿Va Alemania a devorar a Prusia o Prusia a Alemania? Ahora se
sabe ya que fue Prusia la que se tragó a Alemania. Se deduce de ello que en
tanto que Alemania sea un Estado, a pesar de todas las formas pseudo-liberales,
constitucionales, democráticas e incluso demócratas socialistas, será inevitablemente
el representante principal y de primer orden y la fuente continua de todas las
especies de despotismo en Europa.
Hay que constatar que desde la formación del nuevo
estatismo en la historia, desde la segunda mitad del siglo XVI, Alemania, agregándose
el imperio austriaco en tanto que es alemán, no ha cesado jamás de ser, en el
fondo, el centro principal de todos los movimientos reaccionarios de Europa,
sin exceptuar el período en que el ilustre librepensador coronado Federico II
correspondía con Voltaire. Hombre de Estado de gran inteligencia, discípulo de
Machiavello y preceptor de Bismarck, lanzaba invectivas contra todo: contra
Dios y contra los hombres, sin exceptuar, naturalmente, a su
corresponsal-filósofo, y no creía más que en su propio espíritu de Estado,
apoyándose con eso, como siempre, en la fuerza divina de los batallones
innumerables (Dios está siempre de parte de los fuertes batallones,
decía), y también en la economía y en el perfeccionamiento posible de la
administración interior del país, de la administración mecánica y despótica,
naturalmente. Es en eso en lo que, según él, y según nosotros también, se
resume en efecto toda la esencia del Estado. Todo lo demás no es más que
decoración inocente que tiene por objeto engañar los sentimientos delicados de
los hombres incapaces de soportar la verdad severa y dura.
Federico II había perfeccionado y terminado la
máquina estatal construida por su padre y su abuelo y preparada por sus
antepasados, y esa máquina se ha convertido en manos de su digno sucesor, el
príncipe de Bismarck, en instrumento para la conquista y para la
pruso-germanización posible de Europa.
Alemania, hemos dicho, desde el período de la Reforma,
no ha cesado de ser la fuente principal de todos los movimientos reaccionarios
en Europa; desde la mitad del siglo XVI hasta 1851 la iniciativa de ese
movimiento pertenecía a Austria. Desde 1815 a 1866 se repartió entre Austria y Rusia,
con el predominio, sin embargo, de la primera en tanto que fue administrada por
el viejo príncipe Metternich, es decir, hasta 1848. Desde 1815 se acercó a esa Santa
Alianza de la reacción puramente germánica, más bien a título de amateur
que de hombre de negocios, el knut tártaro alemán, knut imperial
de todas las Rusias.
Movidos por un deseo natural de desembarazarse de la
pesada responsabilidad por todas las ignominias cometidas por la Santa Alianza,
los alemanes tratan de asegurarse y de asegurar a los demás que su instigador
en jefe era Rusia. No somos nosotros los que defenderemos la Rusia imperial,
porque es precisamente en razón de nuestro profundo amor al pueblo ruso, y
porque deseamos tan ardientemente su progreso más amplio y su libertad más
completa que odiamos ese imperio panruso inmundo como ningún alemán podría
jamás odiarlo. Contrariamente a los socialdemócratas alemanes, de quienes el
primer objetivo de su programa es la creación de un Estado pangermánico, los
revolucionarios socialistas rusos aspiran ante todo a la abolición total de
nuestro Estado, convencidos de que en tanto que el estatismo -bajo cualquier
forma que exista-, pase sobre nuestra nación, el pueblo permanecerá en la
situación de esclavo miserable. Así, pues, no por deseo de defender la política
del gabinete de San Petersburgo, sino por la verdad que es útil en todas partes
y siempre, respondemos a los alemanes lo que sigue:
Es verdad que la Rusia imperial en la persona de dos
testas coronadas -Alejandro I y Nicolás-, parecía inmiscuirse bastante
activamente en los asuntos interiores de Europa: Alejandro corría de un fin a
otro y hacía gran ruido: Nicolás se enfurruñaba y lanzaba amenazas. Pero todo
acababa allí. No han hecho nada, no porque no quisieran hacer nada, sino porque
no tenían nada que hacer, pues sus amigos mismos, los alemanes austriacos y
prusianos, se lo habían prohibido; el papel honorable de espantajos nos fue
concedido, mientras que los actores verídicos eran Austria y Prusia y, en fin,
bajo la dirección y con el permiso de una y otra, los Borbones de Francia
(contra España).
El imperio de todas las Rusias no sobrepasó más que
una vez sus funciones, principalmente en 1849, y eso para salvar el imperio
austriaco, agitado por la insurrección húngara. Durante la extensión de nuestro
siglo Rusia sofocó dos veces la revolución polaca, y en esas dos ocasiones, lo
hizo con ayuda de Prusia, tan interesada en el mantenimiento de la esclavitud
polaca como Rusia misma. Hablo naturalmente de la Rusia imperial. La Rusia del
pueblo es imposible sin la independencia y la libertad de Polonia.
Que el imperio ruso no podría, en el fondo, desear
otra influencia sobre Europa más que la más nociva y la más enemiga de la
libertad; que todo nuevo hecho de crueldad gubernamental de una opresión
triunfante, toda nueva sumersión de la revuelta popular en la sangre del pueblo
y en cualquier país que fuera, halló siempre su simpatía más calurosa ¿se
podría dudar? Pero la cuestión no es esa.
Se trata de determinar el grado de su influencia
efectiva y de saber si ocupa, por su inteligencia, por su poder y por sus
riquezas una posición predominante en Europa para que su voz pueda resolver
esas cuestiones.
Basta profundizar en la historia de los últimos
sesenta años así como en la esencia misma de nuestro imperio tártaro-germánico
para poder responder negativamente. Rusia está lejos de ser una fuerte
potencia, como gusta de soñar la imaginación de nuestros patriotas de
campanario, la imaginación pueril de los paneslavistas occidentales, así como
la imaginación de los liberales serviles de Europa, enloquecidos por su vejez y
por el miedo y dispuestos a inclinarse ante toda dictadura militar del país
propio o del exterior, siempre que los desembarace del peligro terrible que
amenaza por parte de su propio proletariado. Aquellos que, sin estar guiados
por las esperanzas o por el miedo, consideran sobriamente la situación actual
del imperio peterburgués, saben bien que no ha emprendido nunca nada y no
emprenderá nunca nada en occidente o contra el occidente por su propia
iniciativa de otro modo que por provocación de una gran potencia occidental y,
en ese caso, ciertamente no de otro modo que por una alianza íntima con ésta.
Toda su política, desde que existe, consistió principalmente en rozarse, de una
manera o de otra, con una empresa ajena; y desde el reparto infame de Polonia,
concebido, como se sabe, por Federico II que propuso a Catalina II repartir
entre ambos también la
Suecia. Prusia fue justamente esa potencia occidental que no
cesó de prestar ese servicio al imperio panruso.
Por lo que se refiere al movimiento revolucionario en
Europa, Rusia hacía en manos de los estadistas prusianos el papel de espantajo
y frecuentemente de parapeto tras el cual ocultaban muy hábilmente sus propias
empresas invasoras y reaccionarias. Pero después de una serie sorprendente de
victorias ganadas por las tropas pruso-germánicas en Francia, después de la
derrota definitiva de la hegemonía francesa en Europa y de su reemplazo por la
hegemonía pangermánica, ese parapeto se volvió superfluo y habiendo el nuevo
imperio realizado los sueños más últimos del patriotismo alemán, apareció en
todo el esplendor de su potencia de conquistador y de su iniciativa
sistemáticamente reaccionaria.
Sí, es Berlín el que se ha convertido, actualmente,
en el verdadero jefe y en la capital de toda la reacción viviente y activa de
Europa, y el príncipe de Bismarck, su director en jefe y su primer ministro.
Digo bien, de la reacción viviente y activa, y no moribunda. La reacción
moribunda o caída en la infancia -la reacción católica por excelencia- ambula
aún como una sombra siniestra, pero ya sin fuerza, en Roma, en Versalles, en
parte en Viena y en Bruselas; la otra, la knutopeterburguesa, está lejos de ser
una sombra, pero, no obstante, desprovista de sentido y de un porvenir
cualquiera continúa aún su conducta desordenada en los confines del imperio
panruso... Pero la reacción viviente, inteligente y verdaderamente poderosa
está en lo sucesivo concentrada en Berlín y se extiende sobre todos los países
de Europa desde el nuevo imperio germánico administrado por el genio estatista,
y por eso mismo antipopular en el más alto grado del príncipe de Bismarck.
Esta reacción no es otra cosa que el coronamiento de
la idea antipopular del Estado nuevamente constituido, cuyo único fin es
organizar la explotación más vasta del trabajo en provecho del capital que está
concentrado en manos de un puñado: así, pues, es el triunfo del reino de la
alta finanza, de la bancocracia bajo la protección poderosa del poder fiscal,
burocrático y policial que se apoya sobre todo en la fuerza militar y es, por
consiguiente, esencialmente despótico aun enmascarándose bajo el juego
parlamentario del pseudoconstitucionalismo.
La producción capitalista contemporánea y las
especulaciones de los Bancos exigen, para su desenvolvimiento futuro y mas
completo, una centralización estatista enorme, que seda la única capaz de
someter los millones de trabajadores a su explotación. La organización federal,
de abajo a arriba, de las asociaciones obreras, de grupos, de comunas, de
cantones y en fin de regiones y de pueblos, es la única condición para una
libertad verdadera y no ficticia, pero que repugna a su convicción en el mismo
grado que toda autonomía económica es incompatible con sus métodos. Al
contrario, se entienden a maravilla con la llamada democracia representativa:
porque esa nueva forma estatista, basada en la pretendida dominación de una
pretendida voluntad del pueblo que se supone expresada por los pretendidos
representantes del pueblo en las reuniones supuestamente populares, reúne en sí
las dos condiciones principales necesarias para su progreso: la centralización
estatista y la sumisión real del pueblosoberano a la minoría intelectual que le
gobierna, que pretende representado y que infaliblemente le explota.
Cuando hablemos del programa social-político de los
marxista, lassalleanos y en general de los social-demócratas alemanes,
tendremos ocasión de examinar más de cerca y de esclarecer más esta verdad.
Volvamos ahora nuestra atención sobre otro aspecto de la cuestión.
Toda la explotación del trabajo humano, por aquellas
formas políticas de la pretendida dominación del pueblo y de la pretendida
libertad del pueblo que no sea dorada, es siempre amarga para el trabajador. Se
deduce de ahí que ninguna nación, por humilde que fuese por naturaleza o tan
obediente a la autoridad que pueda cambiar esa obediencia en hábito, querrá
voluntariamente someterse: para conseguido será necesario, pues, recurrir a la
coacción incesante, a la violencia, es decir, al control policial, y la fuerza
militar se hace indispensable.
El Estado moderno es necesariamente, por su esencia y
su objetivo, un Estado militar; por su parte, el Estado militar se convierte
también, necesariamente, en un Estado conquistador; porque si no conquista él,
será conquistado, por la simple razón que donde reina la fuerza no puede
pasarse sin que esa fuerza obre y se muestre. Por consiguiente, el Estado
moderno debe ser absolutamente un Estado enorme y poderoso: es la condición
fundamental de su existencia.
Y lo mismo que la producción capitalista y la
especulación de los Bancos que, al fin de cuentas, devora esa producción misma
deben, por temor a una bancarrota, ampliar sin cesar sus límites en detrimento
de las especulaciones y producciones menos grandes, a las que engloban y
aspiran a universalizarse; lo mismo el Estado moderno, militar por necesidad,
lleva en sí la aspiración inevitable a convertirse en un Estado universal, pero
un Estado universal es, claro está, irrealizable, en todo caso sólo habría
podido existir un solo Estado semejante; dos Estados, uno al lado del otro, son
decididamente imposibles.
La hegemonía es simplemente la manifestación modesta
y práctica de esa aspiración irrealizable inherente a todo Estado; y la primera
condición de la hegemonía, es la debilidad comparativa y la sumisión, al menos,
de todos los Estados vecinos. Así, en tanto que existió la hegemonía de
Francia, encontró expansión en la impotencia estatal de España, de Italia y de
Alemania: y hasta hoy los hombres del Estado francés -y entre ellos Thiers, el
primero- no pueden perdonar a Napoleón III el haber permitido a Italia y a
Alemania unirse y conjugar sus fuerzas.
Francia cedió ahora el puesto al Estado germánico
que, según nosotros, es el único Estado verdadero en Europa. El pueblo francés
está destinado a disfrutar aún de un papel importante en la historia, pero la
carrera estatista de Francia ha terminado. El que conoce el carácter de los
franceses dirá, con nosotros, que si Francia hubiese podido ser una potencia de
primer orden, le será imposible ser un Estado secundario, incluso igual a otra
potencia. En tanto que Francia como Estado sea gobernada por estadistas -es lo
mismo serlo por el señor Thiers que por el señor Gambetta o por los duques de
Orleans- no podrá reconciliarse nunca con su humillación; hará siempre sus
preparativos para una nueva guerra y pensará siempre en la revancha y en
el restablecimiento de su grandeza perdida.
¿Lo conseguirá? Decididamente, no. Gran número de razones
nos lo indican. Anotemos las dos razones principales.
Los últimos acontecimientos han demostrado que el
patriotismo, esa virtud suprema del estatismo, esa alma de la fuerza estatista,
no existe ya en Francia. Se manifiesta quizás aún en las altas esferas, por la
vanidad nacional; pero esa vanidad misma es ya tan débil, tan carcomida en su
raíz por la necesidad burguesa y por el hábito de sacrificar los intereses
idealistas a los intereses realistas que durante la última guerra no pudieron,
como para el pasado, transformar, aunque fuese sólo por un instante, en héroes
llenos de abnegación y en patriotas, a los almaceneros, a los hombres de
negocios, a los especuladores de la alta finanza, a los oficiales, a los
generales y a la nobleza que recibió su educación de manos de los jesuitas.
Todos tuvieron miedo, todos se volvieron traidores, todos se pusieron a salvar
solamente sus bienes, todos abusaron del infortunio de Francia, todos se
esforzaron, con una desvergüenza sin igual, por superarse los unos a los otros
en la obtención de favores del vencedor despiadado y arrogante, convertido en
amo de los destinos franceses; todos, unánimemente y cueste lo que cueste,
predicaron la sumisión, la humildad y rogaron la paz ... y ahora todos esos
charlatanes corrompidos se cubren de nuevo con los colores nacionalistas,
procurando excederse, pero ese grito ridículo y repulsivo de héroes mezquinos
no puede sofocar el testimonio demasiado vibrante de su cobardía de la víspera.
Lo que es incomparablemente más importante es que ni
un grano de patriotismo fue descubierto en la población rural de Francia. Sí,
en contra de todas las suposiciones, el campesino francés, desde que se ha
convertido en propietario, ha dejado de ser patriota. En el tiempo de Juana de
Arco soportó él solo, sobre sus espaldas toda la Francia. En 1792 y más
adelante la protegió contra la coalición militar de toda Europa. Pero entonces
era otra cosa; gracias a la venta a bajo precio de las propiedades de la
Iglesia y de la nobleza, se hizo propietario de la tierra que antes cultivaba
como esclavo, y temía, con razón, que en caso de derrota nacional, los
emigrantes de la nobleza que seguían de cerca a los ejércitos alemanes, le
quitarían la propiedad de que acababa de tomar posesión; mientras que actualmente
no siente ya esos temores, y consideró con indiferencia la derrota vergonzosa
de su querida patria. Con excepción de Alsacia y de Lorena donde -cosa curiosa
y como para burlarse de los alemanes que se obstinaban en considerarlas
provincias puramente alemanas-, los signos indudables de patriotismo eran
combatidos, los campesinos expulsaban de toda Francia a los voluntarios
franceses y extranjeros que se habían armado para salvar a Francia, y les
rehusaban todo socorro, incluso denunciándolos a menudo a las prisiones y
saliendo al encuentro de los alemanes, al contrario, con los brazos abiertos.
Se puede adelantar plenamente como verdad que el
patriotismo no ha encontrado asilo más que entre el proletariado de las
ciudades.
En París, como en todas las demás provincias y
ciudades de Francia, él solo quiso y exigió que se armase al pueblo para la
guerra hasta la última gota de sangre. Y como fenómeno singular, es
precisamente sobre ese proletariado sobre el que se descargó todo el odio de
las clases propietarias, como si se sintiesen ultrajadas porque los hermanos
menores (expresión del señor Gambetta) demostraban una virtud más grande y
una abnegación patriótica más elevada que los mayores.
Por lo demás, las clases propietarias tenían razón en
parte. Lo que impulsaba al proletariado de las ciudades no era el patriotismo
puro en el sentido histórico y estrecho de la palabra. El
patriotismo verídico es, sin duda alguna, un sentimiento muy honroso; pero no
es menos un sentimiento estrecho, exclusivo, antihumano y, a menudo,
simplemente bestial. Un patriota consecuente es el que, aun amando
apasionadamente a su patria y todo lo que es suyo, odia todo lo que es
extranjero, exactamente como nuestros eslavófilos.
Al contrario, en el proletariado francés de las
ciudades no ha quedado el menor rastro de ese odio. Más bien se puede decir que
durante estas últimas decenas de años, desde 1848 y aun mucho antes, bajo la
influencia de la propaganda socialista, se desarrolló en él una inclinación
completamente fraternal hacia los proletarios de todos los países,
paralelamente con una indiferencia tan categórica frente a la llamada grandeza
y a la gloria de Francia. Los obreros franceses eran adversarios de la guerra
emprendida por el último Napoleón y, en la víspera de esa guerra, declararon
altamente en un manifiesto firmado por los miembros parisienses de la Internacional,
su solidaridad fraternal y sincera con los obreros de Alemania; y cuando las
tropas alemanas pusieron los pies en Francia, comenzaron a armarse, no contra
el pueblo alemán, sino contra el despotismo militar alemán.
Esa guerra comenzó justamente seis años después de la
creación de la
Asociación Internacional de los Trabajadores, sólo cuatro
años después de su primer congreso en Ginebra. Y en ese corto espacio de
tiempo, la propaganda internacional consiguió estimular, no sólo en el
proletariado francés, sino también entre los obreros de gran número de otros
países, sobre todo de raza latina, un mundo de suposiciones, de ideas y de
sentimientos completamente nuevos y extraordinariamente amplios; dio nacimiento
a una pasión internacional general que destruyó casi todos esos prejuicios y
todas esas estrecheces de pasiones, aunque fuesen patrióticas o locales.
Esa nueva convicción fue solemnemente expresada ya en
1868 en una reunión pública -¿dónde creeréis, en qué país?- en Austria, en
Viena, a la cual, en respuesta a una serie de proposiciones políticas y
patrióticas hechas a los obreros vieneses conjuntamente por los señores
socialdemócratas de la Alemania del Sur y de Austria tendientes al
reconocimiento y a la proclamación solemnes de la patria pangermánica una e
indivisible, oyeron, con su gran espanto, las palabras siguientes: ¿Por qué
nos habláis de la patria alemana? Nosotros, obreros explotados y engañados en
todo tiempo y oprimidos por vosotros, y todos los obreros -a cualquier país que
pertenezcan-, los proletarios explotados y oprimidos del mundo entero, son
nuestros hermanos; y todos los burgueses, todos los opresores, todos los gobernantes,
los explotadores, son nuestros enemigos. El campo internacional de los
trabajadores, he ahí nuestra única patria; el mundo internacional de los
explotadores, he ahí un país extranjero y hostil para nosotros.
Y para probar la sinceridad de sus palabras, los
obreros vieneses enviaron inmediatamente un telegrama de congratulaciones a
los hermanos de París, los iniciadores de la emancipación internacional de los
trabajadores.
Tal respuesta de los obreros vieneses que se deriva,
poniendo aparte todo razonamiento político, de la profundidad misma del
instinto popular, hizo en su tiempo gran ruido en Alemania, espantó a todos los
burgueses demócratas sin exceptuar al venerable veterano y jefe de ese partido,
el doctor Johann Jacoby, y ultrajó no sólo sus sentimientos patrióticos, sino
también la creencia estatista de la escuela de Lassalle y Marx. Es
probablemente por consejo de este último que el señor Liebknecht, considerado
actualmente como uno de los jefes de la socialdemocracia alemana, pero que entonces
era él mismo miembro del partido burgués demócrata (el difunto partido
popular), salió inmediatamente de Leipzig para Viena a fin de conferenciar con
los obreros vieneses cuya falta de tacto político había promovido tal
escándalo. Hay que hacerle justicia, tuvo un éxito tal que algunos meses más
tarde, en agosto de 1868, en el congreso de los obreros alemanes en Nüremberg,
todos los representantes del proletariado austriaco firmaron, sin la menor
protesta, el programa estrecho y patriótico del partido socialdemócrata.
Eso, sin embargo, indica sobre todo la diferencia
profunda que existe entre la tendencia política de los jefes más o menos
instruidos y burgueses de ese partido y el instinto revolucionario innato del
proletariado alemán, o al menos, del de Austria. Es verdad que en Alemania y en
Austria ese instinto popular, sofocado incesantemente, desviado de su fin
verdadero por la propaganda de un partido más bien político que social
revolucionario, se desarrolló muy poco después de 1868 y no pudo transformarse
en un movimiento consciente del pueblo; al contrario, en los países de raza
latina, en Bélgica, en España, en Italia y sobre todo en Francia, libertados de
ese yugo y de esa corrupción sistemática, ese instinto se ha desarrollado
ampliamente en plena libertad y se transformó realmente en un movimiento
revolucionario consciente del proletariado de las ciudades y de las fábricas[2].
Hemos notado ya más arriba que la conciencia del carácter
universal de la revolución social y de la solidaridad del proletariado de todos
los países, existiendo aún muy poco entre los obreros de Inglaterra, se ha
formado ya desde hace mucho tiempo en el seno del proletariado francés. Este
sabía ya a fines del siglo XVIII que al luchar por la igualdad, y por su
libertad, emancipaba a toda la humanidad.
Las palabras profundas que hoy son pronunciadas a
menudo como frases banales, pero que entonces eran sentidas y vividas sincera y
profundamente -libertad, igualdad y fraternidad de toda la raza humana- se
encuentran en todos los cantos revolucionarios de la época. Fueron el
fundamento de la nueva religión social y del ímpetu social-revolucionario de
los obreros franceses; se convirtieron en su segunda naturaleza, por decirlo
así, y determinaron, en despecho mismo de su juicio y de su voluntad, la
dirección de sus pensamientos, de sus aspiraciones y de sus acciones. Todo
obrero francés, cuando hace la revolución, está absolutamente convencido de que
no sólo la hace para él, sino para el mundo entero e incomparablemente más para
el mundo que para él. En vano los positivistas políticos y los republicanos
radicales del género del señor Gambetta se esforzaron y se esfuerzan por
desviar al proletariado francés de esa dirección cosmopolita y por persuadirle
a pensar en arreglar sus propios asuntos exclusivamente nacionales que están
ligados a la idea patriótica de gloria, de grandeza y de dominación política
del Estado francés, a asegurar su propia libertad y su bienestar exclusivo
antes de ocuparse de la liberación de toda la humanidad, del mundo entero. Sus
esfuerzos son, aparentemente, muy razonables, pero vanos; no se transforma la
naturaleza, porque esa idea se ha vuelto completamente natural en el
proletariado francés y ha expulsado de su imaginación y de su corazón los
últimos vestigios del patriotismo estatista.
Los acontecimientos de 1870-71 lo han demostrado a
maravilla. Es en todas las ciudades de Francia en las que el proletariado
exigió el armamento de toda la población y la milicia para todos contra los
alemanes; no hay ninguna duda de que habría realizado esa intención si no
hubiese sido paralizado por una parte por el miedo vil y por la traición en
masa de la mayoría de la clase burguesa que prefería mil veces la sumisión a
los prusianos antes que dar las armas al proletariado, y por otra, por la
resistencia reaccionaria sistemática del gobierno de la defensa nacional
en París y su provincia, una oposición de un dictador tan antinacional, del
patriota Gambetta.
Armándose, en tanto que era posible bajo esas
condiciones, contra los conquistadores alemanes, los trabajadores franceses
estaban firmemente convencidos de que iban a luchar tanto por la libertad y por
el derecho del proletariado alemán como por los suyos. Estaban preocupados, no
de la grandeza y del honor del Estado francés, sino de la victoria del
proletariado sobre la fuerza armada profundamente odiosa que hada en manos de
la burguesía de arma de sometimiento contra ellos. Odiaban las tropas alemanas,
no porque eran alemanas, sino porque eran tropas militares. Las tropas
empleadas por el señor Thiers contra la Comuna de París eran puramente
francesas; cometieron sin embargo en algunos días más males y crímenes que las
tropas alemanas durante toda la duración de la guerra. En lo sucesivo
todo ejército -de su país o de cualquier otro- es para el proletariado
igualmente hostil, y los trabajadores franceses se dan cuenta de ello; esa es
la razón por la cual su llamada a la armas no tenía nada de patriótico.
La insurrección de la Comuna de París contra la
asamblea nacional de Versalles y contra el salvador de la patria -Thiers-,
consumada por los obreros parisienses en presencia de las tropas alemanas que
cercaban aún a París, indica y explica enteramente esa pasión única que agita
hoy al proletariado francés para quien no existe ni debe existir en lo sucesivo
otra causa y otra guerra que la causa y la guerra revolucionaria y social.
Esto explica plenamente, por otra parte, el furor
frenético que se apoderó de los corazones de los gobernantes y representantes
versalleses, así como los actos inauditos cometidos bajo sus indicaciones y
bendiciones directas contra los comunalistas vencidos. Y en efecto, desde el
punto de vista del patriotismo estatista, los obreros parisienses habían
cometido un crimen horrible; a la vista de los ejércitos alemanes que cercaban
aún a París y que acababan de destruir la patria y de hacer pedazos la potencia
y la grandeza nacionales, que habían herido el honor nacional directamente en
el corazón, ellos, los obreros, agitados por una pasión feroz, cosmopolita,
revolucionaria y social, proclamaron la abolición definitiva del Estado
francés, la disolución de la unidad estatista de Francia, incompatible con la
autonomía de las comunas francesas. Los alemanes redujeron solamente las
fronteras y la fuerza de su patria política, mientras que esos obreros querían
abatirla completamente, y como para exponer sus fines traidores, derribaron la
columna de Vendome, ese testimonio augusto de la gloria pasada.
Desde el punto de vista político patriótico, ¿qué
crimen habría podido ser comparado a ese sacrilegio inaudito? Y recordáos bien
que el proletariado parisiense lo había cometido, no por azar, ni bajo la
influencia de algún demagogo o en uno de esos momentos de arrebato intenso que
se encuentran a menudo en la historia de cada nación y sobre todo en la de la
nación francesa. Y bien, no. Esta vez los obreros franceses obraron con calma y
con pleno conocimiento de causa. Esa negación práctica del patriotismo
estatista era, ciertamente, la expresión de una fuerte pasión popular, pero de
una pasión que no era pasajera, sino profunda, se podría decir incluso
reflexiva y transformada ya en conciencia nacional; una pasión descubierta
repentinamente ante un mundo amedrentado como un abismo sin fondo dispuesto a
devorar todo el régimen actual con todas sus instituciones, sus comodidades,
sus privilegios y con toda su civilización ... Es entonces cuando se hizo
claro, con una claridad tan terrible como indudable, que en lo sucesivo toda
reconciliación era imposible entre el proletariado salvaje y hambriento, por
una parte dominado por la pasión revolucionaria y social y aspirando con
encarnizamiento hacia la creación de un mundo diferente, basado en los
principios de la verdad humana, de la justicia, de la libertad, de la igualdad
y de la fraternidad -principios sufridos en una sociedad respetable como
objetos inocentes de ejercicios históricos y el mundo instruido y civilizado de
las clases privilegiadas, por otra, que defendía con una energía sin límites el
orden estatista, jurídico, metafísico, teológico, militar y policial como la
última fortaleza que protegía en la hora actual el privilegio precioso de la
explotación económica; lo repetimos: entre esos dos mundos -entre la humanidad
miserable y la sociedad civilizada que une a ella, como sabemos, toda suerte de
cualidades, de bellezas y de virtudes- la paz es imposible.
¡Es la guerra a vida o muerte! Y no sólo en Francia,
sino en toda Europa; y esa guerra no podrá ser determinada más que por la
victoria decisiva de una de ambas partes, por la derrota decisiva de la otra.
O bien el mundo burgués instruido deberá reprimir y
subyugar el espíritu instintivo de revuelta de las grandes masas, de modo como
para forzar las masas trabajadoras, por la fuerza de las bayonetas, del knut
y del palo, benditos, sin duda alguna, por un dios cualquiera y explicados
inteligentemente por la ciencia; eso equivaldría entonces a volver a la
restauración completa del Estado bajo la forma más franca posible en el
presente, es decir bajo la forma de una dictadura militar o de un régimen
imperial; o bien las masas romperán definitivamente el yugo odioso y secular y destruirán
con sus raíces la explotación burguesa y la civilización burguesa que se deriva
de ella; significará, con otras palabras, el triunfo de la revolución social,
la abolición de todo lo que lleva el nombre de Estado.
Así, pues, el Estado por una parte, la revolución
social por la otra, he ahí los dos polos cuyo antagonismo constituye la esencia
misma de la vida pública actual en toda Europa, pero mucho más palpable en
Francia que en ningún otro país. El mundo gubernamental que abarca toda la burguesía
incluso, claro está, la aristocracia aburguesada, halló su hogar, su último
refugio y su último apoyo en Versalles.
La revolución social que ha sufrido una derrota
terrible en París, pero que no fue pulverizada y estuvo lejos de ser vencida
-abarca actualmente, como en el pasado, todo el proletariado de las ciudades y
de los campos-, comienza ya a apoderarse, por su propaganda incesante de la
población rural también, al menos en el mediodía de Francia, donde esa
propaganda es desplegada y realizada en una escala muy vasta. Esa oposición
hostil de dos mundos en lo sucesivo inconciliables es, pues, la segunda razón
por la cual es absolutamente imposible para Francia el volver a ser un Estado
predominante de primer orden.
Todos los estratos privilegiados de la sociedad
francesa habrían, ciertamente, querido colocar de nuevo su patria en esa
situación brillante e imponente, pero están al mismo tiempo, de tal modo
impregnados de la pasión de la avaricia, del enriquecimiento a todo precio, del
egoísmo antipatriótico, que para realizar ese fin patriótico estarían, hay que
decirlo, dispuestos a sacrificar los bienes, la vida, la libertad del
proletariado, pero rehusarían sacrificar el menor de sus privilegios y
preferirían más bien sufrir el yugo extranjero que abandonar sus propiedades o
nivelar las fortunas y los derechos.
Lo que ocurre ante nuestros ojos en esta hora lo
confirma en todos los puntos. Cuando el gobierno del señor Thiers anunció
oficialmente en la Asamblea de Versalles la firma del tratado definitivo con el
gabinete de Berlín, gracias al cual las tropas alemanas evacuarían en
septiembre las provincias de Francia ocupadas aún por ellas, la mayoría de la
Asamblea, que representaba la coalición de las clases privilegiadas de Francia,
inclinó la cabeza; los fondos franceses que representaban aun más vivamente y
más efectivamente sus intereses, bajaron como después de una catástrofe
política... Se vio que la presencia odiosa, violenta e infame para Francia del
ejército alemán triunfante era para los patriotas franceses privilegiados que
representaban la virtud y la civilización burguesa, un consuelo, un apoyo, una
salvación, y que su alejamiento próximo era equivalente para ellos a una
condena a muerte.
El patriotismo de la burguesía francesa buscaba pues
su salvación en el sometimiento vergonzoso de la patria. A los que pueden
aún dudar de ello no tenemos más que hacerles ver un periódico conservador
cualquiera de Francia. Es notorio en qué grado todos los matices del partido
reaccionario, los bonapartistas, los legitimistas, los orleanistas han temblado
de miedo, en qué grado se han turbado y en qué grado se pusieron rabiosos con
la elección del señor Barode como diputado de París. Pero ¿quién es Barode? Es
una de las numerosas mediocridades del partido del señor Gambetta, conservador
por posición, por instinto y por tendencia, pero decorado con frases
democráticas y republicanas que no impiden de ningún modo -al contrario ayudan
prodigiosamente- la ejecución de las medidas más reaccionarias; en una palabra,
un hombre entre el cual y la revolución no había ni habrá nunca nada de común y
que, en 1870 y 1871 era uno de los más celosos defensores del orden burgués en
Lyon. Pero hoy, lo mismo que muchos otros patriotas burgueses, considera
provechoso luchar bajo la bandera muy lejos de ser revolucionaria del señor
Gambetta. En ese sentido fue elegido por París a despecho del presidente de la República Thiers
y de la asamblea monárquica pseudo-nacional que reinaba en Versalles. ¡Y la
elección de esa nulidad era suficiente para revolver el partido conservador
entero! ¿Y sabéis cuál era su argumento principal? ¡Los alemanes!
Abrid un periódico cualquiera y veréis de qué modo
amenazan al proletariado francés con la justa cólera del príncipe de Bismark y
de su emperador (¡qué patriotismo!) Sí, llaman simplemente en ayuda a los
alemanes contra la revolución social francesa que los amenaza. En su
enloquecimiento estúpido, han tomado incluso al inocente Barode por un
socialista revolucionario.
Una tal actitud de la burguesía francesa presenta
pocas esperanzas para el restablecimiento del poder estatista y del predominio
de Francia por intermedio del patriotismo de las clases privilegiadas.
El patriotismo del proletariado francés no presenta
tampoco grandes promesas. Las fronteras de su patria se han ampliado tanto que
abarcan hoy al proletariado del mundo en oposición a toda la burguesía, sin
excluir naturalmente a la burguesía francesa. Las declaraciones de la Comuna de
París fueron decisivas en esa dirección y las simpatías expresadas ahora tan
claramente por los obreros franceses hacia la revolución española, sobre todo
en la parte meridional de Francia donde existe una tendencia franca hacia la
unión fraternal con el proletariado español y aún hacia la creación con este
último de una federación nacional basada en el trabajo emancipado y en la
propiedad colectiva, a despecho de todas las diferencias nacionales y de las
fronteras estatista; esas simpatías y esas aspiraciones, digo, demuestran que
para el proletariado francés, lo mismo que para las clases privilegiadas, la
época del patriotismo estatista ha pasado.
En presencia pues de una tal ausencia de patriotismo
en todas las capas de la sociedad francesa y, en este momento, de una guerra
abierta y sin cuartel existente entre ellas, ¿cómo poder restablecer un Estado
poderoso?
Todo el talento estatista del anciano presidente de
la República se ha derrochado en vano, y todos los enormes sacrificios
aportados al altar de la patria política -como por ejemplo al exterminio
inhumano de decenas de millares de comunalistas parisienses, de sus mujeres y
de sus hijos, y la deportación igualmente inhumana de otras varias decenas de
millares a Nueva Caledonia- serán reconocidos indudablemente como sacrificios
inútiles.
En vano el señor Thiers se esfuerza por restablecer
el crédito, la calma en el país, el antiguo orden de cosas y la fuerza militar
de Francia. El edificio estatista, quebrantado sin cesar en su base por el
antagonismo entre el proletariado y la burguesía, cruje y se hiende, y amenaza
cada minuto con derrumbarse. ¿Dónde puede ese Estado viejo y afectado de una
enfermedad incurable hallar la fuerza para luchar contra el joven y hasta aquí
aún robusto Estado germánico?
En lo sucesivo, pues, el papel de Francia, como
potencia de primer orden, ha terminado. El período de su potencia política ha
pasado tan irremediablemente como el de su clasicismo literario, monárquico o
republicano. Todos los antiguos fundamentos del Estado están podridos en ella,
y en vano Thiers se esfuerza por construir sobre ellos su República
conservadora, es decir el antiguo Estado monárquico con una insignia
pseudo-republicana. Pero también en vano el jefe del partido radical actual, el
señor Gambetta, el sucesor evidente del señor Thiers, promete construir un
nuevo Estado, supuesto sinceramente republicano, sobre bases supuestamente
nuevas, porque esas bases no existen y no pueden existir.
En el período serio que atravesamos, un Estado
poderoso no puede tener más que un solo fundamento sólido: el de la
centralización militar y burocrática. La diferencia esencial entre la monarquía
y la República más democrática está en que en la primera la clase de los
burócratas oprime y saquea al pueblo para mayor provecho de los privilegiados y
de las clases propietarias, así como de sus propios bolsillos en nombre del
soberano; mientras que en la República oprimirá y robará al pueblo del mismo
modo en provecho de los mismos bolsillos y de las mismas clases pero ya en
nombre de la voluntad del pueblo. En la República, el llamado pueblo, el pueblo
legal, a quien se supone representado por el Estado, sofoca y sofocará siempre
al pueblo viviente y real. Pero el pueblo no estará más aligerado si el palo
que le pega lleva el nombre del palo del pueblo.
La cuestión social, la pasión de la revolución social
se apoderó, en esta hora, del proletariado francés. Debe ser o bien satisfecha
o bien domada y reprimida; pero no puede ser satisfecha más que con la caída de
la violencia estatista, ese último refugio de los intereses burgueses. Por
consiguiente, ningún Estado, por democráticas que sean sus formas, incluso la
República política más roja, popular sólo en el sentido mentiroso conocido con
el nombre de representación del pueblo, no tendrá fuerza para dar al
pueblo lo que desea, es decir la organización libre de sus propios intereses de
abajo a arriba, sin ninguna ingerencia, tutela o violencia de arriba, porque
todo Estado, aunque sea el más republicano y el más democrático, incluso el
Estado pseudopopular, inventado por el señor Marx, no representa, en su
esencia, nada más que el gobierno de las masas de arriba a abajo por intermedio
de la minoría intelectual, es decir de la más privilegiada, de quien se pretende
que comprende y percibe mejor los intereses reales del pueblo que el pueblo
mismo.
Así pues, dar satisfacción a la pasión popular y a
las exigencias del pueblo es cosa absolutamente imposible para las clases
propietarias y para las gobernantes, la violencia de Estado, el Estado
simplemente, porque Estado significa precisamente violencia, la dominación por
la violencia, enmascarada, si es posible y, si es preciso, franca y descarada.
Pero el señor Gambetta es tan representante de los
intereses burgueses como el señor Thiers mismo; lo mismo que él quiere un
Estado poderoso y la dominación absoluta de la clase media agregando a ella,
quizá, el estrato de los obreros aburguesados que compone, en Francia, una
parte bastante importante de todo el proletariado. Toda la diferencia entre él
y el señor Thiers consiste en que este último, obsesionado por los prejuicios
de su época, busca el apoyo y la salvación en la burguesía extremadamente rica
solamente y considera con desconfianza las decenas y aun centenares de millares
de nuevos pretendientes a la misión de gobernantes salidos de la pequeña
burguesía y de la clase ya mencionada de los obreros que aspiran a la
burguesía; mientras que el señor Gambetta, rechazado por las altas esferas que
hasta entonces habían reinado soberanas en Francia, aspira a fundar su poder
político, su dictadura republicana-democrática precisamente sobre esa enorme
mayoría burguesa que, hasta aquí, había quedado excluida de los beneficios y de
los honores de la administración estatista.
Es seguro, por lo demás -y creemos que con plena
razón-, que es justamente él solo el que conseguirá, con ayuda de esa mayoría,
acaparar el poder; las clases ricas, los banqueros, los grandes propietarios
territoriales, los comerciantes y los industriales, en una palabra, todos los
especuladores importantes que más se enriquecen por el trabajo obrero, se
dirigirán a él, la reconocerán a su vez y buscarán su alianza y su amistad que
no les rehusará ciertamente porque, hombre de Estado como es, sabe muy bien que
ningún Estado, y sobre todo que ningún Estado poderoso puede existir sin su
alianza y amistad.
Eso significa que el Estado gambettista será tan
opresor y ruinoso para el pueblo como sus predecesores más francos, pero no
menos tiranos; y precisamente porque estará investido de amplios poderes
democráticos, podrá garantizar con más fuerza y más seguridad la explotación
libre y tranquila del trabajo obrero a la minoría rica y rapaz.
Como hombre de Estado de la nueva escuela, el señor
Gambetta no teme de ningún modo ni las formas democráticas más amplias ni el
derecho electoral para todos. Sabe, mejor que nadie, las pocas garantías que
contienen para el pueblo y de qué valor son, al contrario, para los individuos
y las clases que explotan; sabe que nunca es tan terrible y fuerte el
despotismo de los gobiernos como cuando se apoya en la llamada representación
de la llamada voluntad del pueblo.
Por tanto, si el proletariado francés pudiese ser
arrastrado a creer en las promesas del abogado ambicioso, si el señor Gambetta
consigue calmar ese proletariado turbulento por una dosis anestésica de su
República democrática, no hay ninguna duda de que conseguirá restablecer el
Estado francés en toda su grandeza y predominio pasados.
Pero es precisamente esa tentación la que no podrá
salirle bien. No existe actualmente en el mundo fuerza, un medio político o
religioso que pueda sofocar en el seno del proletariado de un país cualquiera y
menos en el seno del proletariado francés, la aspiración hacia la emancipación
económica y hacia la igualdad social. Gambetta puede hacer lo que quiera, puede
amenazar con las bayonetas, puede adular y requebrar; no podrá nunca dominar la
fuerza hercúlea que se oculta tras esas aspiraciones; no podrá nunca uncir,
como antes, las masas trabajadoras al carro brillante del Estado. Ninguna flor
oratoria podrá cubrir y nivelar el precipicio que separa irrevocablemente la
burguesía del proletariado, ni poner fin a la lucha encarnizada entre ambos.
Esa lucha exigirá el empleo de todos los medios y de todas las fuerzas a
disposición del Estado, de modo que no le quedarán ni medios ni fuerza al
Estado francés para conservar la preponderancia exterior frente a los Estados
europeos. ¿Cómo podrá entonces rivalizar con el imperio de Bismarck?
A pesar de todas las bellas frases y de todas las
adulaciones de los patriotas del Estado francés, Francia, como Estado está
condenada en lo sucesivo a ocupar un puesto modesto y bastante secundario; más
que eso, deberá someterse al comando superior y a la influencia protectora del
imperio germánico, como antes de 1870 el Estado italiano estaba sometido a la
política del imperio francés.
La situación, a decir verdad, es bastante ventajosa
para los especuladores franceses que hallan un consuelo suficiente en el
mercado internacional, pero no es de ningún modo envidiable desde el punto de
vista de la vanidad nacional que abunda en los patriotas del Estado francés. Se
habría podido creer, hasta 1870, que esa vanidad era tan poderosa que sería
capaz de arrojar los campeones obstinados de los privilegios burgueses en
brazos de la revolución social, siempre que fuera posible libertar a Francia
del oprobio de ser vencida y subyugada por los alemanes. Pero después de 1870,
nadie esperará eso de su parte; todos saben que estarán más bien dispuestos a
aceptar cualquier influencia, aun la sumisión al protectorado alemán, antes que
renunciar a la dominación provechosa de su propio proletariado.
¿No está, pues, claro que el Estado francés no se
restablecerá jamás como para igualar su potencia pasada? ¿Es que eso
significaría entonces que la misión mundial y de vanguardia de Francia ha
terminado? De ningún modo: significa solamente que habiendo perdido
irremisiblemente su grandeza como Estado, Francia deberá buscar una nueva
grandeza en la revolución social.
Pero si no es Francia, ¿qué otro Estado de Europa
podría disputar la grandeza del nuevo Estado germánico?
No es ciertamente Gran Bretaña. Primeramente
Inglaterra no fue nunca, propiamente hablando, un Estado en el sentido estricto
de esa palabra, es decir, en el sentido de la centralización militar, policial
y burocrática. Inglaterra representa más bien una federación de intereses
privilegiados, una sociedad autónoma en la cual predominó al principio la
aristocracia financiera, pero una sociedad en cuyo seno, como en Francia, bien
que bajo formas un poco diferentes, el proletariado aspira claramente y de una
manera amenazadora al nivelamiento de la propiedad económica y de los derechos
políticos.
Se deduce por sí mismo que la influencia de
Inglaterra en los asuntos políticos de la Europa continental fue siempre
grande, pero se basó más bien en la riqueza que en la organización material de la fuerza. Actualmente
es evidente que ha disminuido sensiblemente. Una treintena de años antes no
habría sufrido tan tranquilamente ni la conquista de las provincias renanas por
los alemanes, ni el restablecimiento de la influencia rusa en el mar Negro, ni
la marcha de los rusos hacia Khiva.
Una condescendencia tan sistemática de su parte
prueba la indudable decadencia política que, por lo demás, crece de año en año.
La causa principal de esa decadencia es ese mismo antagonismo entre el mundo
trabajador y el mundo de la burguesía explotadora y políticamente dominadora.
La revolución social en Inglaterra está más próxima
de lo que se piensa, y en ninguna parte será tan terrible, porque en ninguna
parte encontrará una resistencia tan encarnizada y tan bien organizada como en
ese país.
España e Italia están completamente fuera de
cuestión.
No se convertirán nunca en Estados ni peligrosos ni
siquiera fuertes, y no por falta de medios, sino porque el espíritu del pueblo
de uno y otro país lleva fatalmente a un fin completamente diferente.
España, desviada de su vida normal por el fanatismo
católico y por el despotismo de Carlos V y de Felipe II, y enriquecida repentinamente,
no por el trabajo del pueblo, sino por la plata y el oro americano en los
siglos XVI y XVII, intentó cargar sobre sus hombros el honor poco envidiable de
la fundación, por la fuerza, de una monarquía mundial. Pagó cara su presunción.
El período de su potencia fue precisamente el comienzo de su empobrecimiento
intelectual, moral y material. Después de una corta tensión sobrenatural de sus
fuerzas, que la ha hecho temible y odiosa en toda Europa, pero que logró
detener por un momento, sólo por un momento, el movimiento progresivo de la
sociedad europea, apareció de repente exhausta y cayó en un grado extremo de
entorpecimiento, de debilitamiento y de apatía en que ha quedado,
definitivamente, deshonrada por la administración monstruosa e idiota de los
Borbones, hasta el instante en que Napoleón I, por su invasión rapaz en sus
confines, la despertó de sus dos siglos de sueño.
Se vió que España no estaba muerta. Fue salvada del
yugo extranjero por una insurrección puramente popular y demostró que las masas
populares, ignorantes e inermes son capaces de resistir a las mejores tropas
del mundo, siempre que estén animadas de una pasión fuerte y unánime.
España probó más, y principalmente que para conservar
la libertad, las fuerzas y las pasiones del pueblo, incluso la ignorancia es
preferible a la civilización burguesa.
En vano los alemanes se vanaglorian y comparan su
insurrección nacional -pero que estuvo lejos de ser popular- de 1812 y 1813 con
la de España. Los
españoles, aislados, se levantaron contra la potencia colosal del conquistador
hasta entonces invencible; mientras que los alemanes no se levantaron contra
Napoleón más que después de la derrota completa que sufrió en Rusia. Hasta
entonces no se había podido encontrar la menor aldea alemana o ciudad alemana
cualquiera que se hubiese atrevido a presentar la menor resistencia a las
tropas francesas victoriosas.
Los alemanes han sido de tal modo habituados a la
sumisión -esa virtud fundamental del Estado- que la voluntad del vencedor se
hizo sagrada para ellos en cuanto reemplazó de hecho a la voluntad interior del
país. Los generales prusianos mismos, rindiendo uno tras otro sus fortalezas,
las posiciones más fortificadas y las capitales, repetían las palabras
memorables que se hicieron más tarde proverbiales del comandante de aquella
época en Berlín: La calma es el primer deber del ciudadano. Sólo el
Tirol constituía una excepción. Napoleón encontró en el Tirol una resistencia
decididamente popular.
Pero el Tirol forma, como se sabe, la parte más
atrasada e ignorante de Alemania y su ejemplo no halló imitadores en ninguna
otra parte de la Alemania ilustrada.
La insurrección popular, por su carácter mismo, es
instintiva, caótica y despiadada; supone siempre un sacrificio y un gasto
enorme de su propiedad y de la
ajena. Las masas del pueblo están siempre dispuestas a
sacrificarse; y lo que las convierte en una fuerza brutal y salvaje capaz de
realizar gestos heroicos y de realizar objetivos en apariencia imposibles es
que poseen muy poco o con frecuencia nada, y por consiguiente, la propiedad no
las desmoraliza. Si la victoria o la defensa lo exige, no se detendrán ante el
exterminio de sus propias aldeas y ciudades, y como la propiedad es generalmente
ajena, desarrollan positivamente una pasión destructiva. Esa pasión negativa,
sin embargo, está lejos de ser suficiente para elevarse a la altura de la causa
revolucionaria; pero sin ella esta última sería imposible, porque no puede
haber revolución sin una destrucción extensiva y apasionada, una destrucción
saludable y fecunda, puesto que es de ella, y solamente por ella, de donde
surgen y nacen mundos nuevos.
Tal destrucción es incompatible con la conciencia
burguesa, con la civilización burguesa, porque ésta está enteramente construida
sobre el culto fanático y divino de la propiedad. Ciudadano
o burgués preferirían perder la vida, el honor, la libertad antes que renunciar
a la propiedad; el pensamiento mismo de atentar a su existencia o de querer
destruirla para un fin cualquiera le parece un sacrilegio; he ahí por qué no
querrán nunca la destrucción de sus ciudades y de sus casas, aunque lo exija la
defensa del país: he ahí por qué el burgués francés de 1870 y los Bürger
alemanes hasta 1813 se sometieron tan fácilmente a los felices conquistadores.
Hemos visto que la posesión de tal o cual propiedad era suficiente para
desmoralizar los campesinos franceses y matar en ellos la última chispa de
patriotismo.
Así, pues, para decir nuestra última palabra sobre la
llamada insurrección popular de Alemania contra Napoleón, repitamos ante todo
que no tuvo lugar más que cuando sus tropas deshechas huían de Rusia y cuando
los regimientos prusianos y otros regimientos alemanes que, recientemente aún,
formaban parte del ejército napoleónico, pasaron del lado ruso y además que ni
siquiera entonces hubo en Alemania insurrección verdaderamente popular, que
hubo gran número de ciudades y de aldeas que permanecieron en calma como en el
pasado, que sólo se organizaron destacamentos de franco-tiradores, formados por
la juventud -generalmente compuestos de estudiantes- y que fueron incorporados
inmediatamente en el ejército regular, lo que es siempre contrario al método y
al espíritu de las insurrecciones populares.
En una palabra, los jóvenes ciudadanos de Alemania o,
para ser más exactos, los fieles súbditos, excitados por los sermones calurosos
de sus filósofos, e inflamados por los cantos de sus poetas, se armaron para la
defensa y para el restablecimiento del Estado alemán, porque es precisamente
entonces cuando se despertó en Alemania la idea de un Estado pangermánico. Sin
embargo, el pueblo español se levantó como un solo hombre para proteger, contra
el violador poderoso y audaz, la libertad de la patria y la independencia de la
vida del pueblo.
Desde entonces España no ha vuelto a dormir, pero
durante 60 años sufrió buscando nuevas formas para una nueva vida. ¡Qué no ha
ensayado, la desgraciada! De la monarquía absoluta, dos veces restaurada, hasta
la Constitución de la
reina Isabel; de Espartero hasta Narváez; de Narváez a Prim y
de este último al rey Amadeo, Sagasta y Zorrilla; quería, diríase, medir toda
suerte de matices de la monarquía constitucional, y todo le era estrecho,
ruinoso, imposible. Tan imposible como lo ha probado la República conservadora,
es decir, la dominación de los especuladores, de los ricos propietarios y de
los banqueros bajo formas republicanas. Bien pronto probará también que es tan
imposible la federación política pequeño-burguesa como Suiza.
Es bien en serio como se apodero de España el diablo
del socialismo revolucionario. Los campesinos de Andalucía y de Extremadura,
sin pedir permiso a nadie y sin esperar órdenes, se apoderaron ya y continúan
apoderándose de las tierras de los antiguos propietarios territoriales.
Cataluña, con Barcelona en primera línea, proclama en alta voz su
independencia, su autonomía. El pueblo de Madrid proclama la República federal
y rehúsa someter la revolución a las direcciones futuras de la Asamblea constituyente.
En las provincias del norte, que se hallan en poder de la llamada reacción
carlista, la revolución se realiza francamente: los fueros son proclamados
así como la independencia de las provincias y de las comunas; se queman todas
las actas civiles y judiciales, las tropas, en toda la extensión de España,
fraternizan con el pueblo y expulsan sus oficiales. Es la bancarrota general
-pública y privada- que comienza: la primera condición de una revolución social
y económica.
En una palabra, es un desastre y una devastación
definitivos; y todo eso se derrumba por sí mismo, quebrantado o barrido por su
propia podredumbre. No existen ya ni finanzas ni ejército, ni justicia ni
policía; no existe ni potencia estatista, ni Estado; pero queda el pueblo renovado
y vigoroso abrazado, actualmente, a la sola pasión socialrevolucionaria. Bajo
la dirección colectiva de la Internacional y de la Alianza de los
revolucionarios socialistas, estrecha sus filas y organiza su fuerza y se
prepara a crear, sobre las ruinas del Estado que se derrumba y de la sociedad
burguesa, su sociedad del hombre-obrero emancipado.
En Italia ocurre como en España, se está en vísperas
de la revolución social. También allí, a pesar de todos los esfuerzos de los
monárquicos constitucionales y a pesar incluso de los esfuerzos heroicos pero
vanos de los dos grandes jefes, Mazzini y Garibaldi, la idea del estatismo no
podrá arraigar, porque es contraria al espíritu entero y a las aspiraciones
instintivas actuales y a las exigencias materiales de la gran masa del
proletariado rural y urbano.
Lo mismo que en España, Italia, que tiene desde hace
mucho tiempo y, sobre todo, irrevocablemente, tradiciones conservadas en los
libros de Dante, de Machiavelli, y en la literatura política contemporánea, pero
ciertamente no en la memoria del pueblo, Italia, digo, no conservó más que una
sola tradición viviente, la de la autonomía absoluta, no siquiera de las
provincias, sino de las comunas. Agregad aún a esa única concepción política,
verdaderamente existente en el seno del pueblo, la heterogeneidad histórica y
etnográfica de las provincias que hablan en dialectos talmente diferentes que
la población de una provincia comprende con dificultad y a menudo no comprende
en modo alguno, a la población de otras provincias.
Se comprende, por consiguiente, a qué distancia se
encuentra Italia de la realización del ideal político último estilo de la
unidad estatista. Eso no significa, sin embargo, que Italia esté socialmente
dividida. Al contrario, existe; a pesar de todas las diferencias que hay en los
dialectos, usos y costumbres, un carácter y tipo italiano comunes que permiten
en seguida distinguir un italiano de un miembro de cualquier otra raza, aunque
sea meridional.
Por otro lado, la solidaridad efectiva de los
intereses materiales y de las aspiraciones intelectuales unen de la manera más
estrecha y soldan entre sí todas las provincias italianas. Es de notar que
todos esos intereses, lo mismo que esas aspiraciones, son dirigidas
precisamente contra la unidad política violenta y forzada, y, al contrario
tienden hacia el establecimiento de la unidad social; se puede decir, pues, y
demostrar con hechos numerosísimos de la vida actual de Italia que su unidad
política forzada o estatista habría tenido por resultado la desunión social y
que, en consecuencia, la destrucción del Estado italiano nuevamente establecido
tendrá por resultado infalible su reunión social libre.
Todo esto, evidentemente, no se refiere más que a las
masas del pueblo, porque en los estratos superiores de la burguesía italiana
-lo mismo que en los demás países se ha formado junto con la unidad estatista
la de la clase privilegiada de los explotadores del trabajo, que se desarrolla
y adquiere proporciones más y más grandes.
Esa clase lleva ahora, en Italia, el nombre de Consortería.
Esa consortería abarca toda la casta oficial,
burocrática y militar, policial y judicial; la clase de los grandes
propietarios, de industriales, de comerciantes y de banqueros; todos los
abogados y toda la literatura oficial y oficiosa, así como el Parlamento entero
cuya derecha disfruta, en el momento, de todas las ventajas de la
administración, mientras que la izquierda aspira a la conquista de esa misma
administración.
Así, pues, en Italia, como en todas partes, existe la
clase política una e indivisible de los ladrones que roban al país en nombre
del Estado y que lo llevaron, con el más grande provecho de este último, a un
grado extremo de empobrecimiento y de desesperación.
Pero la miseria más terrible, aunque afecte a
millones de proletarios, no es aún un recurso suficiente para una revolución.
El hombre está dotado por naturaleza de una paciencia maravillosa y que le
impulsa, es verdad, a menudo a la desesperación, y el diablo sabe hasta qué
grado puede soportarlo todo cuando, junto a la miseria que le condena a
privaciones inauditas y a una muerte lenta por inanición, es compensado aún por
una estupidez, por una dureza de sentimientos, por una ausencia completa de
toda conciencia de su derecho y por una paciencia tal y una obediencia
imperturbable que distinguen, entre todos los pueblos, sobre todo a los hindúes
orientales y a los alemanes. Un hombre dotado así no resucitará jamás: morirá,
pero no se despertará.
Pero cuando es llevado a la desesperación, su
rebelión se vuelve entonces más probable. La desesperación es un sentimiento
agudo y apasionante despertado por el sufrimiento obtuso y semi-somnoliento y
presupone al menos un cierto grado de comprensión de la posibilidad de una
mejor situación que no confía, sin embargo, alcanzar.
En fin, es imposible quedar demasiado largo tiempo en
la desesperación; impulsa al hombre bien pronto sea a la muerte, sea a la
acción. ¿Pero a qué acción? Evidentemente, a la de la emancipación y a la de la
conquista de mejores condiciones de existencia. Incluso el alemán en la
desesperación cesa de ser razonador; sin embargo, hacen falta muchos insultos de
toda especie, muchas vejaciones, sufrimientos y males antes de que sea
impulsado a la desesperación.
Pero la miseria y la desesperación no bastan aún para
suscitar la revolución social. Son capaces de promover motines locales, pero no
bastan para levantar masas enteras. Para llegar a eso, es indispensable poseer
un ideal común a todo el pueblo; desarrollado históricamente de las
profundidades del instinto del pueblo; educado, ampliado y esclarecido por una
serie de fenómenos significativos y de experiencias severas y amargas, es
necesario tener una idea general de su derecho y una fe profunda, apasionada,
religiosa si se quiere, en ese derecho. Cuando tal idea y tal fin se encuentran
con la miseria que les lleva a la desesperación, entonces la revolución social
es inevitable, está próxima y ninguna fuerza podrá resistirle.
Es justamente en esa situación en la que se encuentra
Italia. La miseria y los sufrimientos que ha soportado son terribles, apenas
ceden a la miseria y a los sufrimientos que abruman al pueblo ruso. Pero, al
contrario, el proletariado italiano ha desarrollado en un grado superior a lo
que ha hecho el nuestro, la conciencia revolucionaria apasionada que se
determina en él de día en día, con más claridad y fuerza. Inteligente y
apasionado por naturaleza, el proletariado italiano comienza, en fin, a
comprender lo que quiere y lo que debe querer para llegar a la emancipación
integral y general. En ese sentido, la propaganda de la Internacional,
conducida enérgica y ampliamente, durante los dos últimos años, le valió mucho.
Le dio, o más bien estimuló en él ese ideal, burdamente delineado por su
instinto singularmente profundo, sin el cual -como hemos dicho- la insurrección
del pueblo, cualesquiera que sean los sufrimientos soportados por él, es
absolutamente imposible; le indica el fin que debe realizar y al mismo tiempo
le abre el camino y los medios para la organización de la fuerza popular.
Este ideal presenta, naturalmente, al pueblo en
primer lugar el fin de la miseria, de la pobreza y la satisfacción completa de
todas las necesidades materiales por medio del trabajo colectivo, obligatorio e
igual para todos; luego, el fin de los amos y de toda suerte de dominación y la
organización libre de la vida del país en acuerdo con las necesidades del
pueblo, no de arriba a abajo, siguiendo el ejemplo del Estado, sino de abajo a
arriba, por el pueblo mismo, al margen de todo gobierno y de los parlamentos,
la unión libre de las asociaciones, de las comunas, de las provincias y de los
pueblos agrícolas e industriales; y en fin, en un porvenir más lejano, la
fraternidad humanitaria triunfante sobre las ruinas de todos los Estados.
Es notable que en Italia, como en España, el programa
comunista-estatista de Marx no tuvo absolutamente éxito alguno; al contrario,
el programa de la
famosa Alianza de los revolucionarios socialistas, que
proclamó la guerra incondicional a toda dominación, a toda tutela, autoridad o
poder gubernamental, fue vasta y apasionadamente aceptado.
Bajo estas condiciones un pueblo puede conquistar
siempre su libertad, construir su propia vida sobre la libertad más amplia de
cada uno, pero no puede en modo alguno amenazar la libertad de otras naciones;
es por eso que no hay que esperar una política de conquistas de parte de Italia
y de España; al contrario, es preciso confiar en una revolución social en
ellas.
Los pequeños Estados, como Suiza, Bélgica, Holanda,
Dinamarca y Suecia, por esas mismas razones, pero sobre todo o causa de su poca
importancia política, no son una amenaza para nadie, pero deben, al contrario,
temer la invasión de parte del nuevo imperio germánico.
Quedan, pues, Austria, Rusia y la Alemania prusiana.
Pero al mencionar Austria ¿no se habla del enfermo
incurable que se aproxima rápidamente a la muerte? Ese imperio fundado gracias
a los lazos dinásticos y a la violencia militar, compuesto además de cuatro
razas opuestas entre sí, pero bajo la hegemonía de la raza alemana odiada por
las otras tres, e igualmente por su número, apenas la cuarta parte de toda la
población; la mitad compuesta de eslavos que exigen la autonomía y últimamente
quebrantada en dos Estados: el de los magyares-eslavos y el de los
germanos-eslavos, un tal imperio, decimos, ha podido existir en tanto que
predominó el despotismo militar y policial. Durante el último cuarto de siglo
recibió tres golpes mortales. La primera derrota le fue inferida por la
revolución de 1848, que puso fin al viejo sistema y a la vieja administración
del príncipe Metternich. Después, sostiene su existencia precaria por todos los
medios heroicos y por medio de toda suerte de reconfortantes. Salvado en 1849
por el emperador Nicolás, buscó su salvación, bajo la administración del
oligarca arrogante, el príncipe Schwartzenberg, y del jesuita de tendencias
eslavófilas, el conde de Tun, redactor del Concordato, en la reacción clerical
y política más desesperada y en el restablecimiento de la centralización más
absoluta y más despiadada en todas sus provincias, a despecho de todas las
diferencias nacionales. Pero la segunda derrota, sufrida en manos de Napoleón
III en 1859, probó bien que la centralización burocrática no podía salvarla.
Desde entonces se lanzó en el liberalismo; marchó de
Sajonia el rival inexperimentado y desgraciado del príncipe (entonces todavía
conde) de Bismarck, el barón de Beist, y se puso a libertar con encarnizamiento
a sus pueblos de una manera que pudiese, al libertarlos, salvar al mismo tiempo
su unidad estatista, es decir, resolver un problema simplemente insoluble.
Era preciso satisfacer simultáneamente a las cuatro
razas principales que pueblan el imperio: los eslavos, los alemanes, los
magyares y los valacos, que no sólo son excesivamente diferentes por naturaleza
unos de otros, por la lengua nacional, y por los diferentes niveles de sus
costumbres y de su cultura, sino que a menudo se tratan con hostilidad y no
podrían, por consiguiente, ser mantenidos por un lazo de Estado sino mediante
la violencia gubernamental.
Era preciso dar satisfacción a los alemanes, cuya
mayoría, aspirando a conquistar una constitución democrática liberal, pide al
mismo tiempo con insistencia y con fuerza la conservación para sí del derecho
antiguo de predominio gubernamental en el imperio austriaco, a pesar del hecho
que no constituyen, con los judíos, más que la cuarta parte de toda su
población.
¿Es que no es esa una nueva prueba de esta verdad que
hemos defendido siempre con la convicción que de su comprensión general depende
la solución de todos los problemas sociales: la verdad que el Estado, que todo
Estado, aunque fuese investido de las formas más liberales y más democráticas,
está necesariamente basado en el predominio, en la dominación, en la violencia,
es decir en el despotismo, oculto si lo queréis, pero tanto más peligroso?
Los alemanes, por naturaleza, por decirlo así,
estatistas y burócratas, apoyan sus pretensiones sobre su derecho histórico, es
decir, sobre el derecho de conquista y de antigüedad, por una parte, y sobre la
pretendida superioridad de su cultura, por la otra. Tendremos
ocasión aún de demostrar hasta dónde se extienden sus pretensiones; limitémonos
ahora a los alemanes austriacos, bien que sea muy difícil separar sus
pretensiones de las reclamaciones de los alemanes en general.
Los alemanes austriacos han comprendido de mala
voluntad, durante estos últimos años, que deben renunciar, al menos al
principio, al predominio sobre los magyares a quienes reconocen en fin el
derecho a una existencia independiente. De todas las razas que pueblan el
imperio austriaco los magyares son, después de los alemanes, el pueblo más
estatista; a pesar de las persecuciones más feroces y las medidas más
draconianas con que el gobierno austriaco había intentado, durante los años
1850-1859, romper su tenacidad, no sólo no desistieron de su independencia
nacional, sino que defendieron, y defienden, su derecho -según ellos también
histórico- al predominio gubernamental sobre todas las otras razas que pueblan
con ellos mismos el reino húngaro, bien que no constituyen sino un poco más de
un tercio de todo el reino[3].
De este modo el desgraciado imperio austriaco se
rompió en dos Estados de fuerza casi igual y unidos sólo bajo una sola corona:
en el Estado cisleytano o eslavo-alemán con 20.500.000 habitantes (de ellos
7.200.000 alemanes y judíos, 11.500.000 eslavos y casi 1.800.000 italianos y de
otras nacionalidades) y en el Estado transleytano, húngaro o magyo-eslavo-rumano-alemán.
Es de notar que ninguno de esos dos Estados presenta,
aunque sea por su composición interior, una garantía de una fuerza actual o
siquiera futura.
A pesar de la constitución liberal y la circular
reconocida de los gobernantes magyares, la lucha entre las razas no se ha
apaciguado de ninguna manera en el seno del reino húngaro. La mayoría de la
población, sometida a los magyares, no los quiere y no querrá jamás,
voluntariamente, sufrir su yugo, por cuya razón se desarrolla una lucha incesante
entre ambos, apoyándose los eslavos en sus hermanos de Turquía, y los rumanos
en la población amiga de la Walaquia, de la Moldavia, de la Besambia y de la
Bucovina; los magyares, que no forman más que el tercio de la población, están
forzados a buscar en Viena apoyo y protección; y la ciudad imperial, que no
puede digerir aún la separación de Hungría, y alimenta, con respecto a todos
los gobiernos decrépitos y dinásticos derrotados, una esperanza secreta de
restauración milagrosa de la potencia perdida, está excesivamente contenta de
esas luchas intestinas que impiden al reino húngaro afirmarse, y atiza
secretamente las pasiones eslavas y rumanas contra los magyares. Los
gobernantes magyares y los políticos lo saben bien y, en compensación,
sostienen por su parte relaciones clandestinas con Bismarck que, previendo una
guerra inevitable contra el imperio austriaco, condenado a perecer, coquetea
con los magyares.
El Estado cisleytiano o germano-eslavo no está
tampoco en mejor posición. Aquí un poco más de siete millones de alemanes,
incluso los judíos, pretenden administrar 11 millones y medio de eslavos.
Esa pretensión es ciertamente extraña. Se puede decir
que desde los tiempos más antiguos el fin histórico de los alemanes era
conquistar las tierras eslavas, destruir, oprimir y civilizar, es decir,
germanizar o aburguesar los eslavos. Es así como se desenvolvió entre ambas
naciones un profundo e histórico odio mutuo que resultó, para cada una de las
partes, de la situación específica en que se encontró.
Los eslavos odian a los alemanes como todo pueblo
vencido odia al vencedor, pero han permanecido irreconciliados y en el fondo de
su alma insumisos. Los alemanes odian a los eslavos como los amos odian
generalmente a sus esclavos: por su odio, que ellos, los alemanes, han merecido
bien de parte de los eslavos; por ese miedo constante e involuntario que
promueve en ellos el pensamiento y la esperanza insatisfecha de los eslavos en
su liberación.
Como todos los invasores de suelo extraño y los
opresores de un pueblo extranjero, los alemanes odian y desprecian al mismo
tiempo e injustamente a los eslavos. Hemos explicado por qué los odian; los
desprecian porque los eslavos no han podido y no han querido germanizarse. Es
notable en qué grado los alemanes prusianos reprochan amarga y seriamente a los
alemanes austriacos y acusan al gobierno austriaco hasta la traición por no
haber podido germanizar los eslavos. Tienen la convicción que es un crimen
enorme contra los intereses patrióticos de todos los alemanes, contra el
pangermanismo.
Los eslavos de Austria, amenazados o más bien
perseguidos ya hoy por todas partes, insuficientemente aplastados por ese
pangermanismo odioso, a excepción de los polacos, le han opuesto un absurdo aún
más disgustante, un ideal no menos enemigo de la libertad y no menos
destructor, el paneslavismo[4].
No afirmaremos que todos los eslavos de Austria, aun
sin tener en cuenta los polacos, rinden homenaje a ese ideal tan monstruoso como
peligroso para el cual, notémoslo al pasar, existe poca simpatía de parte de
los eslavos turcos a pesar de todas las empresas de los agentes rusos que
merodean incesantemente entre ellos. Pero es verdad, sin embargo, que la
esperanza de una liberación y del salvador de Petrogrado está bastante
ampliamente desarrollada entre los eslavos de Austria. El odio terrible y,
agreguémoslo, justo, les ha llevado a tal grado de demencia que, olvidando o no
sabiendo nada de todas las miserias sufridas por Lituania, Polonia, la Pequeña Rusia,
incluso por el pueblo de la
Gran Rusia bajo el despotismo moscovita y petersburgués, se
han puesto a confiar que serán salvados por nuestro knut panruso del
zar.
No hay que asombrarse que tales esperanzas absurdas
hayan nacido en las filas de los eslavos. Ignoran la historia ¡no conocen
tampoco la situación interior de Rusia¡ todo lo que han oído es que en despecho
de los alemanes se había formado un enorme imperio, llamado eslavo puro, y
poderoso en tal grado que los alemanes odiados tiemblan ante él. Los alemanes
tiemblan, por consiguiente los eslavos deben regocijarse. Los alemanes odian,
por consiguiente los eslavos deben amar.
Todo eso es natural. Pero es extraño, triste e
inexcusable que entre la clase instruida de la nación eslava en Austria haya
podido organizarse un partido a cuyo frente se encuentran hombres inteligentes,
de vasta experiencia, e instruidos que predican abiertamente el paneslavismo o,
en todo caso, según los unos, la emancipación de las razas eslavas por medio de
la intervención poderosa del imperio ruso, y según los otros, la creación de un
gran imperio eslavo bajo las riendas del zar ruso.
Es notable hasta qué grado esa maldita civilización
alemana, burguesa y, por consiguiente, estatista en su esencia, ha llegado a
infiltrarse en el alma misma de los patriotas eslavos. Nacieron en la sociedad
burguesa germanizada, estudiaron en las escuelas y universidades alemanas, se
habituaron a pensar, a sentir y a querer a la alemana, y se habrían vuelto
completamente alemanes si el fin que perseguían no hubiera sido anti-alemán: es
por medios y por métodos alemanes como quieren y esperan libertar a los eslavos
del yugo alemán. No conociendo, gracias a su educación alemana, otro medio de
liberación más que por intermedio de la fundación de Estados eslavos o de un
solo Estado poderoso de los eslavos, se proponen un objetivo puramente alemán,
porque el Estado moderno -centralista, burocrático, militar y policial del
género, por ejemplo, del nuevo imperio germánico o panruso- es una creación
puramente alemana: en Rusia estaba mezclada antes con un elemento tártaro; es
verdad que Alemania no se detendrá ante el uso de los métodos tártaros tampoco.
Por su naturaleza misma los eslavos son, en el fondo,
una raza categóricamente no política, es decir, no estatista. En vano los
tchekos conmemoran su gran Estado moravo y los serbios el Estado de Dusham.
Todo ese pasado se apoya, sea sobre fenómenos, sea sobre fábulas antiguas. Lo
que es verdad es que ninguna raza eslava fue capaz, por sí misma, de crear un
Estado.
La monarquía-República polaca fue creada bajo la
doble influencia germánica y del latinismo después de la derrota completa
sufrida por los campesinos y después de su sumisión servil al yugo de la
nobleza polaca que, según el testimonio y la opinión de numerosos historiadores
y escritores polacos (entre otros Mickiewicz), no era de origen eslavo.
El reino de los tchekos (o de Bohemia) ha sido puesto
en pie puramente a ejemplo y a imagen de los alemanes, bajo la influencia
directa de los alemanes, gracias a lo cual Behemia se convirtió pronto en
miembro orgánico y en parte indisoluble del imperio germánico.
Por lo que se refiere a la historia de la formación
del imperio panruso, todo el mundo la conoce; participaron en ella el knut
tártaro, la bendición bizantina y la civilización policial y
militar-burocrática alemana. El pobre pueblo de la Gran Rusia, y después
de él los otros pueblos, pequeño-ruso, lituaniano y polaco que le fueron
incorporados, no participaron en su formación más que con su espina dorsal.
Así, pues, es indisputable que los eslavos no
construyeron nunca un Estado por sí mismos, por su propia iniciativa. Y no lo
construyeron porque no fueron nunca una raza de invasores. Sólo las razas
invasoras crean un Estado y lo crean con el fin de aprovecharse de él en
detrimento de los pueblos subyugados.
Los eslavos eran, preeminentemente, una raza apacible
y agrícola. Extraños a todo espíritu guerrero que animaba las razas germánicas,
eran, por eso mismo, extraños a las tendencias estatistas que se habían
desarrollado desde el comienzo en los alemanes. Viviendo separados e
independientemente en sus comunas administradas por el hábito patriarcal, por
los viejos, pero sin embargo sobre la base del principio electoral; disfrutando
todos con el mismo derecho del suelo comunal, no conocieron ni tuvieron la
nobleza; no han tenido siquiera una casta especial de sacrificadores, todos
eran iguales entre sí, realizando, es verdad, en un sentido patriarcal sólo y
por consiguiente de un modo muy incompleto, la idea de la fraternidad humana.
No existía contacto político incesante entre las comunas. Pero cuando amenazaba
un peligro común, como la invasión de una raza extraña, contraían temporalmente
una alianza defensiva; una vez pasado el peligro esa sombra de unión política
desaparecía también. Se deduce, pues, que no existía ni podía existir un Estado
eslavo. Existía, al contrario, ese contacto social y fraternal entre todas las
razas eslavas, hospitalarias en un alto grado.
Es natural que con tal organización, los eslavos
habían quedado sin defensa contra las invasiones y las conquistas de las razas guerreras,
sobre todo de los alemanes, que aspiraban a la extensión de su dominación en
todas las direcciones. Los eslavos fueron, en parte, exterminados; la gran
mayoría fue subyugada por los turcos, por los tártaros, por los magyares y
sobre todo por los alemanes.
Desde la segunda mitad del siglo décimo comienza el
martirologio y el período heroico de su esclavitud. En la lucha secular,
incesante y tenaz contra los invasores, su sangre rodó a torrentes por la
libertad de su suelo. Ya en el siglo XI encontramos dos hechos característicos:
la rebelión general de los eslavos paganos que habitaban entre el Oder, el Elba
y el mar Báltico, contra los paladines y los sacerdotes alemanes, y la
indignación tan característica de los campesinos de la Gran Polonia contra
la dominación de la
nobleza. Luego tenemos, hasta el siglo XV, la lucha en una
pequeña escala, imperceptible, pero incesante de los eslavos occidentales
contra los alemanes, de las razas meridionales contra los turcos, y de los
eslavos del noroeste contra los tártaros.
En el siglo XV encontramos la gloriosa y esta vez
victoriosa revolución netamente popular de los husitas checos. Dejando a un
lado su principio religioso que estaba, sin embargo, mucho más próximo al
principio de la fraternidad humana y de la libertad de lo que lo está el
principio católico y el principio protestante que le siguieron, dirijamos la
atención sobre el carácter declaradamente social y antiestatista de esa
revolución. Fue la rebelión de la comuna eslava contra el Estado alemán.
En el siglo XVII los husitas sufrieron una derrota
completa gracias a una serie de traiciones de la burguesía de Praga
semigermanizada. Casi la mitad de la población checa fue exterminada y las
tierras distribuidas entre los colonistas venidos de Alemania. Los alemanes, y
con ello los jesuitas, triunfaban. Durante más de dos siglos después de esa
derrota sanguinaria, el mundo occidental eslavo permaneció inmóvil, mudo,
abatido bajo el yugo de la iglesia católica y del germanismo triunfante. En ese
tiempo los eslavos meridionales también soportaban su servidumbre bajo la
dominación de la raza magyar o bajo el yugo de los turcos.
Pero, al contrario, la rebelión eslava, en nombre de
esos mismos principios comunales, comenzó a despuntar al nordeste.
Sin decir nada de la lucha desesperada del glorioso
Novgorod, de Pskof y de otras regiones contra los zares moscovitas en el siglo
XVI, y de la alianza armada de los zemstvo de la Gran Rusia contra el
rey de Polonia, contra los jesuitas, los boyardos moscovitas y en general
contra el predominio de Moscú al comienzo del siglo XVII, recordemos la famosa
insurrección de las poblaciones de la Pequeña Rusia y de Lituania contra la nobleza
polaca y, luego, la insurrección aún más decisiva de los campesinos del Volga
bajo la dirección de Stenka Razin; y en fin, un siglo más tarde, la rebelión no
menos famosa de Putgatchef. Y en todos esos movimientos, en todas esas
insurrecciones y revueltas puramente populares, encontramos ese mismo odio al
Estado, esa misma aspiración hacia la creación de un sistema campesino de
comunas libres. En fin, el siglo XIX puede ser denominado el siglo del
despertar general de la raza eslava. Eso no es necesario decirlo siquiera por
lo que respecta a Polonia. Esta no ha dormido jamás, porque desde la usurpación
violenta de su libertad -no de la del pueblo, es verdad, sino la de los nobles
y el Estado-, desde su desmenuzamiento entre tres Estados rapaces, no ha cesado
de luchar y, hagan lo que quieran los Muravief y los Bismarck, se rebelará
siempre hasta que obtenga su libertad. Desgraciadamente para Polonia, sus
partidos dirigentes generalmente asociados a la nobleza, no han podido
desembarazarse de su programa estatista y en lugar de buscar la emancipación y
el rejuvenecimiento de su patria en la revolución social, la buscan
-obedeciendo a las viejas tradiciones- sea en la protección de un Napoleón, sea
en la alianza con los jesuitas y los feudales austriacos.
Pero nuestro siglo ha visto también el despertar de
los eslavos de occidente y del sur. A pesar de todos los esfuerzos políticos,
policiales y civilizadores alemanes, Bohemia surgió de nuevo, después de un
sueño de tres siglos, como un país puramente eslavo y se convirtió en el centro
natural de atracción para todo el movimiento eslavo en occidente.
La Serbia turca desempeña el mismo papel para el
movimiento yugoeslavo. Pero junto con el despertar de las razas eslavas se
promueve una cuestión en extremo importante y, se puede decirlo, fatal.
¿De qué modo deberá realizarse el renacimiento
eslavo?
¿Por el medio antiguo del predominio estatista o bien
por medio de la emancipación verídica de todos los pueblos, al menos de los
pueblos europeos, de la emancipación del proletariado europeo entero de todo
yugo y, en primer lugar, del yugo estatista?
Los eslavos ¿deben o pueden desembarazarse del yugo
extranjero y, sobre todo, del yugo alemán que odian más, empleando a su vez ese
mismo método alemán de invasión, de conquista y de sometimiento de las masas
conquistadas a la fidelidad tan odiada con respecto a los eslavos como no lo
fue antes respecto de los alemanes, o bien sólo por la insurrección solidaria
de todo el proletariado europeo mediante la revolución social?
El porvenir de los eslavos depende de la elección
entre uno de esos medios. ¿Por cuál hay que decidirse?
Según nuestra opinión, plantear la pregunta es clave
para la respuesta. En
despecho del sabio proverbio del rey Salomón, lo viejo no se repite; el Estado
moderno, que no realiza más que la antigua idea de la dominación, realiza lo
mismo que el cristianismo, la última forma de la creencia teológica o de la
esclavitud religiosa, el Estado burocrático, militar, policial y centralista,
que aspira por la necesidad misma de su fuero interior a conquistar, a someter
y a estrangular todo lo que existe, vive, se mueve y respira a su alrededor, un
Estado que encuentra su expresión más moderna en el imperio pangermánico, ha
cumplido ya su misión. Sus días están contados y es de su caída de la que todos
los pueblos esperan su completa emancipación.
¿Será preciso, pues, que los eslavos repitan la
respuesta antihumanitaria, antipopular y condenada ya por la historia?
¿Para qué? No es un honor; al contrario, es crimen,
oprobio, maldición de los contemporáneos y de la posteridad. ¿O bien quizás los
eslavos están envidiosos del odio de todos los pueblos de Europa que los
señores alemanes han merecido? ¿O la misión del dios mundial les agrada? ¡Que
el diablo lleve a todos los eslavos, con todo su porvenir militar, si, después
de tantos años de esclavitud, de sufrimientos y de silencio, deben presentar
nuevas cadenas a la humanidad!
¿Y cuáles serían las ventajas para los eslavos? ¿Cuál
podría ser la ventaja para las masas eslavas del pueblo, de la creación de un
gran Estado eslavo? Esos Estados, dan, ciertamente, un provecho indudable, pero
no para el proletariado, sino para la minoría privilegiada, para el clero, para
la nobleza, para la burguesía o también, quizás, para aquellos intelectuales
que, en nombre de su erudición diplomada y de su supuesto predominio
intelectual, se consideran llamados a dirigir las masas; la ventaja es para los
pocos millares de opresores, de verdugos y de explotadores del proletariado.
Para el proletariado mismo, para las grandes masas del pueblo, cuanto más vasto
es el Estado, más pesadas son las cadenas y más estrecha es la prisión.
Hemos dicho y demostrado más arriba que la sociedad
no puede ser y permanecer un Estado sin convertirse en un Estado invasor. Esa
misma concurrencia que, sobre el terreno económico, destruye y absorbe los
pequeños capitales y también los capitales medianos, las fábricas y talleres,
las posesiones territoriales y las casas comerciales en provecho de los
capitales, fábricas, propiedades y casas comerciales enormes, destruye y
absorbe los Estados pequeños y medianos, en beneficio de los grandes imperios.
Desde entonces todo Estado, si quiere existir más que sobre el papel y no
depender de la generosidad de sus vecinos en tanto que estos últimos están
preparados a sufrir su existencia, si quiere ser verdaderamente independiente,
debe indudablemente convertirse en un Estado invasor.
Pero convertirse en un Estado invasor significa ser
obligado a mantener en tutela forzosa a gran número de millones de seres de un
pueblo extranjero. Es necesario, pues, poner en pie una gran fuerza militar.
Pero donde triunfa la fuerza militar, ¡adiós la libertad! Sobre todo adiós la
libertad y la prosperidad del pueblo trabajador. Se deduce por tanto que la
fundación de un gran Estado eslavo no significa otra cosa que la fundación de
una gran esclavitud del pueblo eslavo.
Pero, nos dirán los estadistas eslavos, no
queremos un solo gran Estado eslavo; desearíamos solamente la fundación de varios
Estados puramente eslavos, de proporciones medianas, como garantía
indispensable de la independencia de los pueblos eslavos. Pero ese punto de
vista choca con la lógica y los hechos históricos, con la fuerza misma de las
cosas; ningún Estado de proporciones medianas puede, actualmente, tener una
existencia independiente. Por tanto, o bien esos Estados eslavos no existirán,
o bien se fundará un solo Estado que lo absorberá todo, un Estado paneslavista,
un Estado del knut, un Estado petersburgués.
¿Es que, en efecto, el Estado eslavo podría luchar
contra el poder gigantesco del nuevo imperio pangermánico sin volverse él mismo
tan gigantesco y tan poderoso? No hay que contar nunca con la acción solidaria
de muchos Estados separados y ligados por los mismos intereses; primeramente
porque la alianza de varias organizaciones y fuerzas heterogéneas, aunque
fuesen iguales o superiores en número al enemigo, son, a pesar de todo, las más
débiles, porque el enemigo es homogéneo y su organización, que obedece a una
sola dirección, a una sola voluntad, es más fuerte y más duradera; luego,
porque no hay que contar nunca con la cooperación amistosa de muchas potencias,
aun cuando sus propios intereses exijan tal alianza. Los hombres de Estado,
como todo mortal, son muy a menudo atacados de ceguera que les impide ver, más
allá del interés y de la pasión momentánea, las exigencias fundamentales de su
propia situación.
El interés directo de Francia, de Inglaterra, de
Suecia y aun de Austria era, en 1863, sostener a Polonia contra Rusia, y sin
embargo ninguno de esos países hizo nada. En 1864 era de un interés más directo
aún para Inglaterra, para Francia, sobre todo para Suecia y aun para Rusia
tomar la parte de Dinamarca amenazada por la invasión pruso-austriaca o más bien
pruso-alemana; tampoco esta vez se ocupó nadie de ella. En 1870, por fin,
Inglaterra, Rusia y Austria, sin hablar de los pequeños Estados del norte,
debían, desde el punto de vista de sus intereses evidentes, detener la invasión
triunfal de las tropas pruso-germánicas en Francia, hasta París mismo y casi
hasta el sur; pero tampoco esta vez intervino nadie y no es sino más tarde,
cuando se fundó, amenazante para todos, la nueva potencia germánica, que los
Estados comprendieron que habrían debido intervenir. Pero era ya demasiado
tarde.
Por consiguiente, no hay que contar con la inteligencia
estatista de las potencias vecinas; no se debe contar más que con las
propias fuerzas y esas fuerzas deben ser, al menos, iguales a las del enemigo.
Se deduce que ningún Estado eslavo, considerado aisladamente, podrá resistir a
la presión del imperio pangermánico.
¿No se podría, sin embargo, oponer a la centralización
pangermánica la federación paneslavista, es decir, la unión de los Estados
eslavos independientes del tipo, por ejemplo, de los Estados Unidos de América
o de Suiza? También sobre esta cuestión deberá ser negativa nuestra respuesta.
Primeramente, para que pueda tener lugar una unión
cualquiera es indispensable que el imperio panruso sea destruido, que se
deshaga en un número de Estados separados, independientes unos de otros y
unidos entre sí por el lazo federativo solamente, porque el mantenimiento de la
independencia y de la libertad de Estados eslavos, pequeños o medianos, en una
tal unión federativa con un imperio tan grande es simplemente imposible.
Supongamos que el imperio petersburgués se
quebrantara en un número más o menos grande de Estados libres y que los Estados
organizados sobre base independiente, Polonia, Bohemia, Serbia, Bulgaria, etc.,
formen juntos con esos Estados rusos libertados, una gran federación eslava.
Afirmamos que aun entonces esa federación no sería capaz de luchar contra la
centralización pangermánica por la simple razón de que la fuerza militar estará
siempre del lado de la centralización.
La federación de los Estados podría, en un cierto
grado, garantizar la libertad burguesa, pero no podría nunca crear una fuerza
militar de Estado, por la razón misma que es una federación. La fuerza
estatista exige absolutamente la centralización. Se nos da el ejemplo de Suiza y
de los Estados Unidos de América. Y bien, es justamente Suiza la que, queriendo
aumentar sus fuerzas militares y estatistas, aspira actualmente y abiertamente
a la centralización; y la federación es posible hasta aquí en la América del
Norte por la sola razón que en el continente americano, en la proximidad de la gran República, no
existe ningún Estado poderoso y centralizado como Rusia, Alemania o Francia.
Así, pues, para oponerse en el terreno estatista y
político al pangermanismo triunfante, no queda más que un solo medio, la
fundación de un Estado paneslavista. Este medio es, desde todos los demás
puntos de vista, extremadamente desventajoso para los eslavos, porque conduce
infaliblemente al sometimiento general de los eslavos ante el knut panrusó.
¿Sería verdad eso respecto a su propio objetivo, es decir, la derrota de la
potencia germánica y el sometimiento de los alemanes al yugo paneslavista, es
decir, al imperio petersburgués?
No; no sólo no es verdad, sino que es indudablemente
insuficiente. Es verdad que los alemanes en Europa no cuentan más de 50
millones y medio (incluso, claro está, los 9 millones de alemanes austriacos).
Supongamos por un momento que el sueño de los patriotas alemanes se ha
realizado enteramente y que el imperio germánico abarca toda la parte flamenca
de Bélgica, Holanda, la Suiza alemana, toda Dinamarca y también toda Suecia con
Noruega, lo que en total da una población de un poco más de 15 millones. ¿Y
luego? Tendrá entonces en Europa a la sumo 66 millones, mientras que los
eslavos cuentan 90 millones. Por tanto, desde el punto de vista cuantitativo, la
población eslava de Europa es casi una tercera parte superior a la población
alemana; y sin embargo continuamos afirmando que ningún Estado paneslavista
podrá igualar el poder y la fuerza militar actual del imperio pangermánico.
¿Por qué? Porque en la sangre alemana está la pasión del orden estatista, de la
disciplina estatista; no sólo falta esa pasión a los eslavos, sino que obran en
ellos pasiones diametralmente opuestas; por eso es que para disciplinarlos es
preciso tenerlos a bastonazos mientras que todo alemán recibe libremente y con
convicción esos mismos golpes. Su libertad consiste precisamente en estar bien
adiestrado, sometiéndose voluntariamente a toda autoridad.
Además, los alemanes son un pueblo serio y
trabajador, tienen educación, son ordenados, exactos, económicos, lo que no les
impide, cuando es necesario, y sobre todo cuando son los superiores los que lo
exigen, luchar excelentemente.
Lo han probado en las últimas guerras. Además, su
organización militar y administrativa ha sido llevada al último grado de
perfección, un grado que ningún otro pueblo podrá nunca alcanzar: ¿Se puede
imaginar uno, pues, que los eslavos rivalicen con ellos en el terreno del
estatismo? Los alemanes buscan su vida y su libertad en el Estado: para los
eslavos el Estado es la fosa fúnebre. Los eslavos deben buscar su emancipación
fuera del Estado, no sólo en la lucha contra el Estado alemán, sino en la
rebelión de todos los pueblos contra todo Estado, en la revolución social.
Los eslavos podrán emanciparse, podrán destruir el
Estado alemán odiado, no por las aspiraciones vanas a subyugar a su vez a los
alemanes a su dominación, a hacer de ellos los esclavos de su Estado eslavo,
sino llamándolos hacia la libertad común, hacia la fraternidad de toda la
humanidad sobre las ruinas de todos los Estados existentes. Pero los Estados no
se derrumban por sí mismos; no podrán ser destruidos más que por la revolución
de todos los pueblos y de todas las razas, por la revolución social
internacional.
Organizar las fuerzas del pueblo para realizar tal
revolución, he ahí el único fin de los que desean sinceramente la libertad de
las razas eslavas de su yugo secular. Esos hombres de vanguardia deben
comprender que lo mismo que constituía en el pasado la debilidad de los pueblos
eslavos, principalmente, su inhabilidad para formar un Estado, se convierte en
este momento en su fuerza, en su derecho al porvenir, y da un sentido interior
a todos sus movimientos sociales contemporáneos. No obstante el
desenvolvimiento enorme de los Estados modernos y a consecuencia de ese
desenvolvimiento final que llevó por necesidad lógica e inevitable el principio
mismo del estatismo hasta el absurdo, se vuelve claro que los días de los
Estados y del estatismo están contados y que se acerca el tiempo de la
emancipación de las masas trabajadoras y de su organización libre de abajo a
arriba, sin la menor ingerencia gubernamental; de las uniones libres económicas
del pueblo, al margen de todas las fronteras de Estados y de todas las
diferencias nacionales, sobre la base única del trabajo productor completamente
humanizado y enteramente solidario aunque variado.
Los eslavos de vanguardia deben comprender en fin que
el tiempo del entretenimiento inocente en la filología eslava ha pasado y que
no hay nada más absurdo y más hostil al pueblo que poner como ideal de todas
las aspiraciones del pueblo el llamado principio de la nacionalidad. La
nacionalidad no es un principio humanitario; es un principio histórico, un
hecho local que tiene, ciertamente, el derecho a ser generalmente reconocido lo
mismo que cualquier otro hecho real e inofensivo.
Todo pueblo -por minúsculo que sea- tiene su
carácter, su modo específico de vivir, de hablar, de sentir, de pensar y de
obrar; y ese carácter, esa modalidad son precisamente las bases de su
nacionalidad y los resultados de toda la vida histórica y de todas las
condiciones del ambiente de ese pueblo.
Todo pueblo, todo individuo es involuntariamente lo
que es y tiene derecho indudablemente a ser él mismo. Es lo que constituye el
llamado derecho nacional. Pero si el pueblo o el individuo existen de un
cierto modo y no pueden existir de otro, no se deduce de ello de modo alguno
que tengan el derecho o que les sea útil considerar para el uno su
nacionalidad, para el otro su individualidad como principios exclusivos y que
habría que ocuparse de ellos eternamente. Al contrario, cuanto menos se ocupen
de sí mismos y más impregnados estén de la idea general de la humanidad, más se
revivificarán y obtendrán un sentido interior de la nacionalidad del uno y de
la individualidad del otro.
Lo mismo pasa con los eslavos. Permanecerán
extraordinariamente insignificantes y pobres en tanto que continúen ocupándose
de su eslavofilia estrecha, egoísta y además abstracta, extraña y por sí misma
contraria al problema y a la causa de la humanidad en general; no conquistarán,
como eslavos, su puesto legítimo en la historia y en la fraternidad libre de
los pueblos más que cuando se hayan penetrado, junto con todos los demás, del
interés general.
En todas las épocas de la historia hallamos el
interés común que domina todos los otros intereses más particulares y
exclusivamente nacionales, y el pueblo -o los pueblos que hallan en sí la
vocación, es decir bastante comprensión, pasión y fuerza para entregarse a él,
se convierten en pueblos históricos.
Es así como los intereses que predominan en épocas
diferentes han sido de un orden diferente también. Para no ir más lejos,
existió el interés más bien divino que humano y, por consiguiente, opuesto a
toda libertad y al bienestar de los pueblos; hubo un interés predominante y en
el más alto grado conquistador, el interés de la fe católica y de la iglesia
católica; y los pueblos que entonces encontraron en sí las más grandes
aptitudes para consagrarse a él -los alemanes, los franceses, los españoles, en
parte los polacos- fueron gracias a eso justamente, cada cual en su ambiente,
pueblos que marcharon en las primeras filas.
Después vino un nuevo período de renacimiento
intelectual y de rebelión religiosa. El interés general del renacimiento puso
en primera línea a los italianos, luego a los franceses y, en grado mucho
menor, a los ingleses, los holandeses y los alemanes. La rebelión religiosa que
había afectado ya a la Francia meridional colocó en el siglo XV en primer plano
a nuestros husitas eslavos. Después de una lucha heroica que duró un siglo, los
husitas fueron aplastados como antes lo fueron los albigenses franceses. Fue
entonces cuando la Reforma reavivó al pueblo alemán, al francés, al
inglés, al suizo y al escandinavo. En Alemania perdió pronto el carácter de
rebelión que no se adaptaba de modo alguno al temperamento alemán y tomó la
forma de una reforma pacífica del Estado, que sirvió luego para la fundación
del despotismo estatista más franco, sistemático y científico. En Francia,
después de una larga lucha sanguinaria que valió mucho para desarrollar el
pensamiento libre en ese país, fue aplastada por el catolicismo triunfante. Al
contrario, en Holanda, en Inglaterra y luego en Estados Unidos creó una nueva
civilización que, en el fondo, antiestatista, no es menos económico-burguesa y
liberal.
De esa manera el movimiento religioso reformador que
abarcó en el siglo XVI casi toda la Europa dio nacimiento, en la humanidad
civilizada, a dos direcciones principales: la dirección económico-burguesa y
liberal con Inglaterra sola al principio a la cabeza, luego con Inglaterra y
América; y la dirección despótico-estatista, en el fondo también burguesa y
protestante aunque mezclada con elementos católicos de la nobleza; estos
últimos, sin embargo, enteramente sometidos al Estado. Los representantes
principales de esta tendencia fueron Francia y Alemania, primero la Alemania
austriaca, luego la Alemania prusiana.
La gran revolución que marcó el fin del siglo XVIII
ha vuelto a poner a Francia en el primer puesto. Ha creado un nuevo interés
para toda la humanidad, el ideal de la libertad absoluta de la humanidad, pero
sólo en el terreno exclusivamente político; ese ideal contenía en sí una
contradicción insoluble y, por tanto, irrealizable; la libertad política sin la
igualdad económica, y en general toda libertad política, es decir la libertad
en el Estado es una mentira.
La revolución francesa ha producido así, a su vez,
dos tendencias principales opuestas una a otra y luchando eternamente entre sí,
pero al mismo tiempo indisolubles -digamos más, que se parece indudablemente en
la misma aspiración hacia el mismo fin- la explotación sistemática del proletariado
trabajador en favor de la minoría posesora que, desde el punto de vista
numérico, disminuye gradualmente aun enriqueciéndose más y más.
Sobre esta explotación del trabajo obrero, uno de los
partidos quiere edificar la República democrática; el otro, más consecuente,
aspira a fundar el despotismo monárquico, es decir profundamente estatista, el
Estado centralista, burocrático, policial con una dictadura militar apenas
enmascarada por formas constitucionales inofensivas.
El primer partido, bajo la dirección del señor
Gambetta, aspira actualmente a la conquista del poder en Francia. El segundo,
con el príncipe de Bismarck a la cabeza, reina ya soberano en la Alemania
prusiana.
Es difícil decir cuál de esas dos tendencias es la
más útil al pueblo o, para hablar más exactamente, cuál de esas dos presenta
menos mal y perjuicio para el pueblo, para las masas trabajadoras, para el
proletariado; las dos aspiran con la misma pasión obstinada a la fundación o al
refuerzo de un Estado poderoso, es decir al sometimiento completo del
proletariado.
Contra esas dos tendencias estatistas hostiles al
pueblo -tendencias republicana y neo-monárquica engendradas por la gran
revolución burguesa de 1789 y de 1793-, se han desarrollado en fin de las
profundidades del proletariado mismo, primeramente en el seno del proletariado
francés y austriaco, luego en los otros países de Europa, una tendencia
absolutamente nueva que se dirige abiertamente hacia la abolición de toda
explotación y de toda opresión política o jurídica o administrativa y
gubernamental, es decir hacia la abolición de todas las clases por medio de la
nivelación económica de todas las riquezas y hacia la abolición de su último
apoyo, el Estado.
Tal es el programa de la revolución social.
Así, pues, existe actualmente para todos los países
del mundo civilizado un solo problema mundial, un solo interés mundial, la
emancipación completa y definitiva del proletariado de la explotación económica
y del yugo estatista. Está claro que ese problema no podría ser resuelto sin
una lucha terrible y sangrienta y que la situación actual, el derecho, el valor
de cada nación dependerán de la dirección, del carácter y del grado de
participación que está dispuesta a aportar a esta lucha.
¿No está claro, por consiguiente, que los eslavos
deben buscar y pueden conquistar su derecho y su puesto en la historia y en la
alianza fraternal de los pueblos sólo por medio de la revolución social?
La revolución social, por tanto, no puede ser una
revolución aislada de una sola nación; es, en su esencia, una revolución
internacional; así, pues, los eslavos que busquen su libertad deberían, en
nombre mismo de esa libertad, unir sus aspiraciones y la organización de sus
fuerzas nacionales a las aspiraciones y a la organización de las fuerzas
nacionales de todos los países: el proletariado eslavo debe entrar íntegramente
en la Asociación
Internacional de los Trabajadores.
Hemos tenido ya ocasión de recordar la declaración
magnífica de fraternidad internacional hecha por los obreros vieneses en 1868
cuando rehusaron, a pesar de todas las persuasiones de los patriotas austriacos
y suavos, enarbolar la bandera pangermanista y declararon categóricamente que
los obreros del mundo entero son sus hermanos y que no reconocían ningún otro campo
que el de la solidaridad internacional del proletariado de todos los países;
comprendieron muy bien, al mismo tiempo, y expresaron entonces que son ellos
sobre todo, obreros austriacos, los que no deben levantar la bandera nacional,
porque el proletariado austriaco está compuesto de las razas más heterogéneas:
magyares, italianos, rumanos y sobre todo eslavos y alemanes; y que por esa
razón deben buscar una solución práctica a sus problemas al margen del llamado
Estado nacional.
Unos pasos más en esa dirección y los obreros
austriacos habrán llegado a comprender que la emancipación del proletariado es
decididamente imposible en todo Estado; una tal abolición no es posible más que
por el apoyo solidario del proletariado de todos los países, cuya primera
organización en el terreno económico es precisamente la Asociación Internacional
de los Trabajadores.
Si los obreros alemanes de Austria hubiesen
comprendido eso habrían tomado la iniciativa, no sólo de su propia
emancipación, sino también de la liberación de todas las masas obreras
no-alemanas que componen el imperio austriaco, incluso naturalmente todos los
eslavos, que habríamos sido los primeros en inducir a aliarse con ellos para
abolir el Estado, es decir la prisión del pueblo, y fundar un nuevo mundo
obrero internacional basado en la igualdad más completa y en la libertad.
Pero los obreros austriacos no han dado esos primeros
pasos indispensables; no los han dado porque fueron detenidos desde su primer
paso por la propaganda germano-patriótica del señor Liebknecht y de los otros
socialdemócratas que fueron a Viena en julio, yo creo, del año 1868 con el
propósito específico de desviar el instinto social justo de los obreros
austriacos de la vía de la revolución internacional y de dirigirlo en el
sentido de la agitación política en favor de la fundación de un Estado único
llamado por él del pueblo -pangermánico naturalmente-, en una palabra, para la
realización del ideal patriótico del príncipe de Bismarck, pero sólo en el
terreno socialdemocrático y por medio de la llamada agitación legal del pueblo.
Ni los eslavos ni siquiera los obreros alemanes deben
seguir esa ruta por la simple razón que un Estado, aunque debiese llamarse diez
veces del pueblo y fuese decorado en las formas más democráticas, será
indudablemente sólo una prisión para el proletariado; seguir esa ruta sería tanto
más imposible para los eslavos, cuanto que significaría la subordinación
voluntaria al yugo alemán, lo que es repulsivo para todo espíritu eslavo. Se
deduce que no sólo no induciríamos a nuestros hermanos eslavos a entrar en las
filas del partido-socialdemócrata de los obreros alemanes, a la cabeza de los
cuales se encuentran, desde el comienzo, el diunvirato investido del poder
dictatorial, señores Marx y Engels, y luego o bajo sus órdenes los señores
Bebel, Liebknecht y algunos judíos aficionados a escribir; debemos, al
contrario, emplear todos los medios pata impedir al proletariado eslavo cometer
un acto de suicidio al aliarse a ese partido que está lejos de ser del pueblo,
pero que por sus aspiraciones, por sus finalidades y sus medios es un partido
puramente burgués y de los más exclusivamente alemanes, es decir, hostiles a
los eslavos.
Cuanto más enérgicamente rechace el proletariado
eslavo, en su propia salvaguarda, no sólo toda alianza, sino también todo
acercamiento a ese partido -no hablamos de los trabajadores que se encuentran
en él, sino de sus organizaciones y sobre todo de sus jefes, en todas partes y
siempre burgueses-, más estrechamente deberá acercarse y aliarse a la Asociación Internacional
de los Trabajadores. No hay que confundir en modo alguno el partido alemán
socialdemócrata con la
Internacional. Desde el punto de vista político el programa
patriótico de aquél, no sólo no tiene nada de común con el programa de ésta,
sino que le es absolutamente contrario. Es verdad que en el congreso manipulado
de La Haya los marxistas trataron de imponer su programa a toda la Internacional. Pero
ese ensayo promovió de parte de Italia, de España, de una parte de Suiza, de
Francia, de Bélgica, de Holanda, de Inglaterra así como de parte de los Estados
Unidos de América una protesta tan grande que se hizo claro para todos que,
aparte de los alemanes, nadie quería el programa alemán. No hay ciertamente
duda alguna que llegará el tiempo en que el proletariado alemán mismo, más al
corriente de sus propios intereses como inseparables de los intereses del
proletariado de todos los demás países, y de la tendencia funesta de ese
programa que le ha sido impuesto, pero que está lejos de haber creado, se
apartará de él y se lo dejará a sus jefes y a sus leaders burgueses.
Así, pues, lo repetimos, el proletariado eslavo
deberá, a fin de ganar su propia emancipación del yugo imperial, entrar en masa
en la Internacional, deberá crear en ella secciones de fábricas, de oficios y
agrícolas, unirlas en federaciones locales y, si fuera necesario, en una
federación que abarcase todos los eslavos. Sobre la base de los principios de
la Internacional que liberan a todos y a cada uno de la patria estatista, los
trabajadores eslavos deben y pueden, sin el menor peligro para su
independencia, ir fraternalmente al encuentro de los trabajadores alemanes,
pues la alianza con estos últimos sobre otra base es cosa categóricamente
imposible.
Tal es la sola vía que lleva hacia la emancipación de
los eslavos. Pero el camino tomado hoy por la gran mayoría de la juventud
eslava occidental y meridional, bajo la dirección de sus patriotas venerables y
más o menos meritorios, es de naturaleza exclusivamente estatista, enteramente
adverso y ruinoso para las masas del pueblo.
Tomemos por ejemplo la Serbia turca, en especial el
principado serbio como el único centro fuera de Rusia -y Montenegro también-
donde el elemento eslavo ha adquirido una existencia política más o menos
independiente.
El pueblo serbio ha derramado su sangre a torrentes
para libertarse del yugo turco; pero apenas se ha libertado de los turcos fue
uncido a un Estado nuevo, pero esta vez el suyo propio llevó el nombre de
principado serbio, cuyo yugo en realidad era más insoportable que el yugo
turco. Apenas esta parte del suelo serbio recibió la forma, el régimen, las
leyes, las instituciones de un Estado más o menos regular, la vida nacional y
la fuerza nacional que promovieron la lucha heroica contra los turcos y que
vencieron definitivamente a éstos, expiraron de repente. El pueblo, ignorante y
extremadamente pobre, es verdad, pero enérgico, apasionado y amante de la
libertad por su naturaleza misma, se transformó repentinamente en un rebaño
mudo e inmóvil, entregado en sacrificio al bandidismo burocrático y al despotismo.
No hay en la Serbia turca ni nobleza ni grandes
propietarios territoriales, ni industriales ni comerciantes extremadamente
ricos; pero al contrario se ha formado una nueva aristocracia burocrática
compuesta por jóvenes educados en gran parte a costa del Estado, en Odessa, en
Moscú, en Petersburgo, en Viena, en Alemania, en Suiza, en París. Durante la
juventud, aún incorruptos en el servicio del Estado, esos jóvenes se
distinguieron por un patriotismo ferviente, por el amor al pueblo, por un
liberalismo bastante sincero y también, últimamente, por tendencias
democráticas y socialistas. Pero apenas entran al servicio del Estado la lógica
de hierro de su situación, la fuerza misma de las cosas inherentes a ciertas
relaciones jerárquicas y políticamente provechosas, se sobreponen, y los
jóvenes patriotas se convierten de pies a cabeza en funcionarios, aun
continuando algunas veces considerándose patriotas y liberales. Pero se sabe lo
que es un funcionario liberal; es incomparablemente peor que un funcionario
hecho y derecho.
Además, las exigencias de una cierta posición se
vuelven más fuertes que los sentimientos, las intenciones y los mejores
motivos. Al volver a su hogar los jóvenes serbios, después de haber recibido su
educación en el extranjero, se sienten obligados, gracias a la educación
recibida y sobre todo a sus deberes ante el gobierno por cuenta del cual han
vivido la mayor parte en el extranjero, así como a causa de la imposibilidad
absoluta de encontrar otros medios de subsistencia, a convertirse en
funcionarios del Estado y hacerse otros tantos miembros de la única
aristocracia que existe en el país, la de la clase burocrática. Una vez
entrados en esa clase, se convierten a pesar de ellos en enemigos del pueblo.
Habrían querido quizás, y sobre todo al comienzo,
libertar a su pueblo o, al menos, mejorar su vida, pero deben sofocarle y
robarle. Basta continuar ese trabajo durante dos o tres años para habituarse y
reconciliarse con él al fin de cuentas, con ayuda de una mentira liberal cualquiera
o incluso democrática y doctrinaria; y nuestra era abunda en esas mentiras. Una
vez reconciliados con la necesidad férrea contra la cual no son capaces de
luchar, se convierten en pillos rematados y son tanto más peligrosos para el
pueblo cuanto más liberales o democráticas son sus declaraciones públicas.
Y entonces los más hábiles y más astutos adquieren en
el gobierno microscópico del principado microscópico, una influencia
predominante, y apenas la han adquirido comienzan a venderse a diestro y siniestro:
en su propio país, al príncipe reinante o a un pretendiente cualquiera al trono
(el acto de destronar a un príncipe y de reemplazarlo por otro ha recibido en
el principado serbio el nombre de revolución); o bien a menudo y
simultáneamente a los gobiernos de las grandes potencias protectoras, a Rusia,
a Austria, a Turquía, actualmente a Alemania -que reemplaza en Oriente como en
todas partes a Francia-, y con frecuencia a todas esas potencias juntas.
Se puede figurar uno el confort y la libertad de un
pueblo en tal Estado, y sin embargo, no hay que olvidar que el principado
serbio es un Estado constitucional, donde todas las leyes son pasadas por la Skuptschina,
elegida por el pueblo.
Otros serbios se mecen en el pensamiento que esa
situación, en el fondo de carácter transitorio, representa un mal inevitable en
la hora actual, pero que deberá cambiar tan pronto como el pequeño principado,
ampliando sus fronteras y apropiándose de todas las tierras serbias -otros
hablan incluso de todas las tierras yugoeslavas-, restablezca en todo su
esplendor el reino de Dusham. Entonces, dicen, el pueblo disfrutará de la
libertad completa y de la prosperidad más amplia.
Y bien, sí. Hay todavía serbios que creen
ingenuamente aún en todo ese brillo.
Imaginan que cuando ese Estado amplíe sus funciones y
cuando el número de sus súbditos se haya doblado, triplicado, decuplicado, se
volverá nacional y que sus instituciones, todas las condiciones de su
existencia, sus actos gubernamentales serán menos opuestos a los intereses del
pueblo y a todos los instintos populares. ¿Sobre qué se basa tal esperanza o
tal hipótesis? ¿En la teoría? Pero desde el punto de vista teórico aparece
claro, al contrario, que cuanto más vasto sea el Estado, más complejo es su organismo
y más lejos está del pueblo; por esa razón sus intereses se vuelven más y más
adversos a los intereses de las masas del pueblo y su Estado pesa cada vez más
sobre ellos como un yugo opresor; todo control sobre él por parte del pueblo se
hace cada vez más imposible; la administración del Estado se aleja cada vez más
de la administración por el pueblo.
¿O bien sus esperanzas se basan en la experiencia
práctica de los otros países? Basta volver los ojos hacia Rusia, hacia Austria,
hacia Prusia ensanchada, hacia Francia, Inglaterra, Italia misma, los Estados
Unidos de América, donde todos los asuntos son dirigidos por una clase
exclusivamente burguesa compuesta de políticos o de negociantes en política,
mientras que las masas trabajadoras viven en ellos tan miserable y tan
penosamente como en los Estados monárquicos.
Algunos serbios de amplia educación se encontrarán
quizás para presentar objecciones: que no se trata de ningún modo de las masas
del pueblo que tienen y tendrán siempre por misión vestir, alimentar y en
general sostener con su trabajo material y burdo la flor de la civilización de
su país, que representa en realidad a ese país; sino que se trata de las clases
intelectuales más o menos propietarias y privilegiadas.
Pero son justamente esas clases que se llaman
intelectuales, nobleza, burguesía, las que se encontraron en el pasado a la
cabeza de la civilización joven y progresiva en toda Europa y hoy se han vuelto
torpes y vulgares gracias a su gordura y a su poltronería; y si representa aún
algo, son las facultades más perniciosas y más viles de la naturaleza humana.
Vemos que esas clases, en un país tan civilizado como Francia, son incapaces
incluso de proteger la independencia de su patria contra los alemanes. Hemos
visto y lo vemos en nuestros días que en Alemania misma, esas clases no son
capaces más que del papel de lacayos fieles.
Notemos en fin que en la Serbia turca esas clases no
existen siquiera: no existe allí más que la clase burocrática. Así, pues, el
Estado serbio oprimirá al pueblo serbio con el único objeto de dar a los
funcionarios serbios la posibilidad de vivir cómodamente.
Otros, que odian profundamente la organización
presente del principado serbio, la sufren sin embargo y la consideran como
medio, como instrumento necesario para la emancipación de los eslavos que se
encuentran aún bajo el yugo turco o austriaco. En un momento dado, dicen, el
principado podría ser base y punto de partida de una insurrección de todos los
eslavos. Es uno de esos extravíos funestos que habría que destruir
absolutamente por el bien mismo de los eslavos.
Son seducidos por el ejemplo del reino piamontés que,
se dice, ha libertado y unido a toda Italia. Italia se ha libertado ella misma
por una serie de innumerables sacrificios heroicos que no cesó de realizar
durante cincuenta años. Debe su independencia política sobre todo a los
esfuerzos incesantes e irresistibles durante cincuenta años de su gran
ciudadano Giuseppe Mazzini, que pudo resucitar, por decirlo así, y luego educar
a la juventud italiana en la causa peligrosa pero gloriosa de la conspiración
patriótica. Sí, es gracias a los veinticinco años de trabajo de Mazzini cómo en
1848, cuando el pueblo en rebelión llamó en toda Europa de nuevo a la fiesta de
la revolución, se encontró en todas las ciudades de Italia, desde el extremo
sur al extremo norte, un puñado de jóvenes animosos que enarbolaron la bandera
de la rebelión. Toda
la burguesía italiana les siguió. Y en el reino de Lombardía y de Veneto,
subyugado entonces por la dominación austriaca, el pueblo se levantó de común
acuerdo. Y fue el pueblo mismo, sin ninguna ayuda militar, el que expulsó de
Milán y de Venecia los regimientos austriacos.
¿Qué hizo entonces el Piamonte real? ¿Qué hizo el rey
Carlo Alberto, padre de Víctor Manuel, aquel mismo que, cuando era aún príncipe
heredero (1821) entregó a los verdugos austriacos y piamonteses a sus camaradas
en la conspiración en favor de la liberación de Italia? El primer acto del rey
piamontés en 1848 fue paralizar la revolución en toda Italia por toda especie
de promesas, de maquinaciones y de intrigas. Quería convertirse en amo de
Italia, pero odiaba la revolución tanto como la temía. Ha paralizado
inmediatamente la revolución, la fuerza y el movimiento popular de Italia,
después de lo cual no fue difícil a las tropas austriacas dar cuenta de sus
tropas.
Su hijo Víctor Manuel es denominado el libertador
y el unificador de las provincias italianas. Es una calumnia abominable
contra él. Si hay que llamar a alguno liberador de Italia, es más bien a Luis
Napoleón, emperador de los franceses, a quien hay que dar ese nombre. Pero
Italia se ha libertado ella misma, y lo que es más, se ha agrupado ella misma,
sin saberlo Víctor Manuel y contra la voluntad de Napoleón III.
Cuando en 1860 Garíbaldi emprendió su famosa
expedición a Sicilia y en el momento en que acababa de abandonar Génova, el
conde Cavour, ministro de Víctor Manuel, previno al gobierno italiano del
ataque de que era amenazado.
Pero cuando Garibaldi libertó Sicilia y todo el reino
napolitano, Víctor Manuel aceptó naturalmente lo uno y lo otro sin excesivo
agradecimiento.
¿Y qué ha hecho durante sus treinta años de
administración de esa desdichada Italia? La arruinó; la desvalijó simplemente y
ahora, odiado por todos a causa de su despotismo, la obliga casi a añorar a los
Borbones proscritos.
Es así como reyes y Estados libertan a sus hermanos
de raza: y sería más que útil para los serbios sobre todo el estudio en todos
sus detalles verídicos de la historia moderna de Italia.
Uno de los medios empleados por el gobierno serbio
para tranquilizar la fiebre patriótica de su juventud consiste en prometer
periódicamente una declaración de guerra contra Turquía para la primavera
próxima, algunas veces para el otoño, al finalizar los trabajos de los campos;
y la juventud creyendo en esas promesas; se agita y se prepara cada verano y
cada invierno, mientras que un obstáculo imprevisto, una nota cualquiera de una
de las potencias protectoras viene siempre a colocarse a través de las promesas
de declarar la guerra, se vuelve a postergar por seis meses o un año y es así
como toda la vida de los patriotas serbios se pasa en esperas fatigosas y vanas
que no deben ser realizadas nunca.
El principado serbio no sólo no está en situación de
libertar las razas yugoeslavas, serbias y no serbias, sino al contrario,
gracias a sus maquinaciones e intrigas no hace más que dividirlas y
debilitarlas. Los búlgaros, por ejemplo, están dispuestos a reconocer a los
serbios como hermanos, pero no quieren saber nada del régimen serbio de Dusham;
lo mismo los croatas, los montenegrinos y los serbios bosnianos.
Para todos esos países no hay más que una sola
salvación y una sola vía de unificación -la revolución social-, pero nunca una
guerra estatista que no podría llevar más que a este resultado: la sumisión de
todos esos países sea a Rusia, sea a Austria, sea, al menos o más bien al
comienzo, a su reparto entre ambas.
La Bohemia checa no ha tenido aún tiempo, gracias a
Dios, de restablecer en todo su esplendor y gloria antiguas del cetro y de la
corona de Wenceslao; el gobierno central de Viena trató a Bohemia como se trata
una simple provincia; no disfrutó siquiera de los privilegios que obtuvo
Galitzia, y sin embargo existen en Bohemia tantos partidos políticos como en un
Estado eslavo cualquiera. Sí, ese maldito espíritu alemán de politiquerismo y
de estatismo se ha infiltrado de tal modo en la educación de la juventud checa
que esta última está seriamente amenazada de perder al fin de cuentas la
capacidad de comprender a su propio pueblo.
El pueblo campesino checo representa uno de los tipos
eslavos por excelencia. La sangre husita corre por sus venas, la sangre
ardiente de los taboritas; la memoria de Ziska está siempre viva; y lo que
-según nuestras experiencias y nuestros recuerdos de 1848- forma una de las
cualidades más dignas de envidia de la juventud estudiante checa, es su actitud
verdaderamente fraternal y de próximo parentesco hacia ese pueblo. El proletariado
checo de las ciudades no cede ni en energía ni en abnegación ardiente al
campesino; lo ha probado en 1848.
El proletariado de las ciudades y los campesinos aman
siempre a la juventud estudiante y creen en ella. Pero los jóvenes patriotas
checos no deben contar mucho con esa fe. Esta tendrá que debilitarse
inevitablemente y acabar por desaparecer si no desarrollasen en ellos bastante
justicia, un sentimiento vasto de igualdad, de libertad y un verdadero amor al
pueblo, necesarios para marchar con él.
Por lo que se refiere al pueblo checo -y bajo la
palabra pueblo comprendemos siempre y sobre todo el proletariado, por
tanto el proletariado eslavo de Bohemia-, aspira de una manera natural e
infalible al mismo fin a que se dirige el proletariado de todos los países,
hacia la emancipación económica, hacia la revolución social.
Ese pueblo habría sido excepcionalmente maltratado
por la naturaleza y puesto en el índice por la historia, o bien, hablando
francamente, habría sido excesivamente estúpido e inanimado si hubiera quedado
extraño a esa aspiración, convertida en el único problema vital mundial de
nuestro tiempo. La juventud tcheca no querrá pagar con tal cumplimiento a su
pueblo. Y tenemos aun la prueba incontestable del interés vivo que el proletariado
eslavo de occidente siente por el problema social. En todas las ciudades
austriacas en donde la población eslava está mezclada a los alemanes, los
obreros eslavos toman una parte muy enérgica en todas las manifestaciones
generales del proletariado. Pero en esas ciudades no existen casi otras
organizaciones obreras que las que se adhirieron al programa de los demócratas
socialistas de Alemania de manera que, prácticamente, los obreros eslavos,
impulsados por su instinto social-revolucionario, se adhieren al partido cuyo
objetivo directo y altamente reconocido es la instauración del Estado
pangermánico, es decir, de una inmensa prisión alemana.
Es triste constatar este hecho que, por lo demás, es
tan natural. Los obreros eslavos tendrán que elegir entre uno de los dos: o
bien, impulsados por el ejemplo de los obreros alemanes -sus hermanos por
situación social, por el destino común, por el hambre, por la miseria y por
toda suerte de persecuciones-, entrar en el partido que les promete un Estado
-alemán, es verdad- pero en todo caso completamente nacional, con todos los
privilegios económicos posibles en detrimento de los capitalistas y de los
propietarios y en provecho del proletariado; o bien, impulsados por la
propaganda patriótica de sus jefes célebres y venerados y por su juventud
impetuosa pero aún poco reflexiva, entrar en el partido en cuyas filas y en
cuyo frente encontrarán a sus explotadores de todos los días, los opresores,
los burgueses, los fabricantes, los comerciantes, los especuladores de la
Bolsa, los sacerdotes-jesuitas y los propietarios feudales de enormes dominios
obtenidos por herencia o adquiridos honestamente. Ese partido, con una lógica
mucho más franca que el primero, les promete un prisión nacional, es decir un
Estado eslavo, la restauración en todo su esplendor antiguo de la corona de
Wenceslao, como si ese esplendor hiciera menos pesada la suerte de los obreros
checos.