PRESENTACIÓN
Miguel
Alexandrovitsch Bakunin, considerado como el máximo exponente de la corriente
anarquista colectivista, nació en el año de 1814 en la hacienda de Pryamuchino,
en Rusia. Cursó sus estudios en San Petesburgo, en la Escuela de artillería.
Para el año de 1840, viaja a Alemania en donde profundizaría en sus estudios
filosóficos en la Universidad de Berlín. En Alemania entraría en
contacto con los círculos socialistas por los que sería fuertemente
influenciado.
El
desarrollo de su actividad política fue muy agitado, prácticamente se la pasó
viajando por Alemania, Rusia, Suiza, Francia e Italia durante los subsecuentes
años. El desarrollo de sus ideas anarquistas parte de tres fuentes: el
socialismo populista romántico, el anarquismo proudhoniano y la corriente
filosófica de los jóvenes hegelianos. Además, las experiencias de la
revolución francesa de 1848, de la Primera Internacional
y del movimiento de la comuna de París, darían más solidez al desarrollo
de su anarquismo colectivista.
El escrito
que aquí presentamos, Federalismo, socialismo y antiteologismo, escrito en
1868, representa una síntesis del pensamiento maduro bakuninista. Aquí
encontramos ya claramente establecidas las bases de su planteamiento anarquista
colectivista. Sus elementos: el socialismo revolucionario de cara al
parlamentarismo socialista, el confederalismo regionalista de cara a las
tendencias centralizadoras republicanas y socialistas autoritarias, y el
ateismo militante de cara a la postura cínica progubernamentalista frente al
asunto de la religión y su influencia en el desarrollo de los movimientos
obreros y progresistas de aquella época.
Mediante la
lectura de esta obra, es posible compenetrarse en las alternativas propuestas
por Miguel Bakunin que influenciarían a un importante sector del movimiento
obrero del mundo y que marcarían definitivamente el desarrollo de la corriente
conocida con el nombre de socialismo libertario.
Chantal
López y Omar Cortés
PROPOSICIÓN
RAZONADA AL COMITÉ CENTRAL DE LA
LIGA DE LA PAZ Y DE LA LIBERTAD
Señores:
La obra que
nos incumbe hoy es organizar y consolidar definitivamente la Liga de la Paz
y de la Libertad, tomando por base los principios formulados por el Comité
director precedente y votados en el primer Congreso. Esos principios
constituyen en lo sucesivo nuestra constitución, la base obligatoria de todos
nuestros trabajos posteriores. No nos es permitido ya cercenar la menor parte
de ellos; pero tenemos el derecho y aun el deber de desarrollarlos.
Nos parece
tanto más urgente cumplir con ese deber cuanto que esos principios, como todo
el mundo lo sabe aquí, han sido formulados a la ligera, bajo la presión de la
pesada hospitalidad ginebrina... Los hemos esbozado, por decirlo así, entre dos
tempestades, forzados como estábamos a aminorar la expresión para evitar un
gran escándalo que habría podido culminar en la destrucción completa de nuestra
obra.
Hoy que
estamos libres de toda presión local, exterior, gracias a la hospitalidad más
sincera y más amplia de la ciudad de Berna, debemos establecer esos principios
en su integridad, rechazando los equívocos como indignos de nosotros, indignos
de la gran obra que tenemos la misión de fundar. Las reticencias, las verdades
a medias, los pensamientos castrados, las complacencias, atenuaciones y
concesiones de una cobarde diplomacia, no son los elementos de que se forman
las grandes obras: éstas no se hacen más que con corazones desprendidos, un
espíritu justo y firme, un fin claramente determinado y un gran valor. Hemos emprendido
una gran obra, señores, elevémonos a la altura de nuestra empresa: grande o
ridícula, no hay término medio; para que sea grande es preciso al menos que por
nuestra audacia y por nuestra sinceridad nos hagamos grandes nosotros
también...
Lo que os
proponemos no es una discusión académica de principios. No ignoramos que nos
hemos reunido aquí, principalmente a fin de concertar los medios y las medidas
políticas necesarias para la realización de nuestra obra. Pero sabemos también,
que en política no hay práctica honesta y útil posible sin una teoría y un fin
claramente determinados. De otro modo, por inspirados que estemos en los
sentimientos más vastos y más liberales, podríamos terminar en una realidad
diametralmente opuesta a esos sentimientos: podríamos comenzar en convicciones
republicanas, democráticas, socialistas, y acabar como bismarckianos o
bonapartistas.
Debemos
hacer hoy tres cosas:
1. ¿Establecer
las condiciones y preparar los elementos de un nuevo congreso?
2. Organizar
nuestra Liga, siempre que se pueda, en todos los países de Europa, extenderla a
la misma América,
lo que nos parece esencial, e instituir en cada país comités nacionales y
subcomités provinciales, dejando a cada uno de ellos toda la autonomía legítima
necesaria, y subordinándolos todos, jerárquicamente, al Comité Central de
Berna. Dar a esos comités plenos poderes y las instrucciones necesarias para la
propaganda y para la recepción de nuevos miembros.
3. En
vista de esa propaganda, fundar un periódico.
¿No es
evidente que para hacer bien esas tres cosas, debemos establecer previamente
los principios que -al determinar de modo que no deje lugar a equívoco alguno
la naturaleza de la Liga- inspirarán y dirigirán por una parte toda nuestra
propaganda, tanto verbal como escrita, y por otra servirán de condiciones y de
base para la recepción de nuevos miembros? Este último punto, señores, nos
parece excesivamente importante. Porque todo el porvenir de nuestra Liga
dependerá de las disposiciones, de las ideas y de las tendencias, tanto
políticas como sociales, tanto económicas como morales, de esa multitud de
nuevos adeptos a quienes vamos a abrir nuestras filas. Al formar una
institución eminentemente democrática, no pretenderemos gobernar nuestro
pueblo, es decir la masa de nuestros adherentes, de arriba a abajo; y desde el
momento que estamos bien constituidos, no permitiremos jamás imponerles por la
autoridad nuestras ideas. Queremos, al contrario, que todos nuestros subcomités
provinciales y comités nacionales, hasta el Comité Central o Internacional
mismo, elegido de abajo a arriba por el sufragio de los adherentes de todos los
países, se conviertan en la fiel y obediente expresión de sus sentimientos, de
sus ideas y de su voluntad. Pero hoy, precisamente porque estamos resueltos a
someternos a los votos de la mayoría, en todo lo que tenga relación con la obra
común de la Liga, hoy que somos todavía un pequeño número, si queremos que
nuestra Liga no se desvíe nunca del primer pensamiento y de la dirección que le
imprimieron sus iniciadores, ¿no debemos tomar medidas para que ninguno pueda
entrar en ella con tendencias contrarias a ese pensamiento y a esa dirección?
¿No debemos organizarnos de manera que la gran mayoría de nuestros adherentes
permanezca siempre fiel a los sentimientos que nos inspiran hoy, y establecer
reglas de admisión que garanticen que, aunque haya cambiado el personal de
nuestros comités, el espíritu de la Liga no cambiará nunca?
No
llegaremos a ese fin más que estableciendo y determinando tan claramente
nuestros principios que ninguno de los individuos que sea, de una manera o de
otra, contrario a ella, pueda jamás ocupar un puesto entre nosotros.
No hay duda
que si evitamos el precisar bien nuestro carácter real, el número de nuestros
adeptos podrá ser luego más grande. Podríamos, aun en ese caso, como nos lo ha
propuesto el delegado de Basilea, señor Schmidlin, acoger en nuestras filas
muchas gentes de sable y sacerdotes, ¿por qué no gendarmes?, o como acaba de
hacerlo la Liga de la Paz, fundada en París bajo la alta protección imperial
por los señores Michel Chevalier y Frédéric Passy, suplicar a algunas ilustres
princesas de Prusia o de Austria que acepten el título de miembros honorarios
de nuestra asociación. Pero, según el proverbio, el que mucho abarca poco
aprieta: compraríamos todas esas preciosas adhesiones a precio de nuestra
anulación completa, y en medio de tantos equívocos y frases como envenenan hoy
la opinión pública de Europa, no seríamos otra cosa que una mala burla más.
Es evidente
por otra parte que, si proclamamos altamente nuestros principios, el número de
nuestros adherentes será más restringido; pero serán al menos adherentes
serios, con los cuales nos será permitido contar, y nuestra propaganda sincera,
inteligente y seria no envenenará, sino que moralizará al público.
Veamos,
pues, cuáles son los principios de nuestra nueva asociación. Se llama Liga
de la Paz y de la
Libertad. Es ya mucho; por eso nos distinguimos de todos los que
quieren y todos los que buscan la paz a todo precio, aun al precio de la
libertad y de la dignidad humana. Nos distinguimos también de la sociedad
inglesa de la paz que, haciendo abstracción de toda política, se imagina que
con la organización actual de los Estados de Europa la paz es posible.
Contrariamente a esas tendencias ultra pacifistas de las sociedades parisiense
e inglesa, nuestra Liga proclama que no cree en la paz y que no la desea más
que bajo la condición suprema de la libertad.
La libertad
es una palabra sublime que designa una cosa muy grande y que no dejará nunca de
electrizar el corazón de todos los hombres vivientes, pero que sin embargo
exige que se le determine bien, sin lo cual no escaparíamos al equívoco, y
podríamos ver burócratas partidarios de la libertad civil, monárquicos
constitucionales, aristócratas y burgueses liberales, todos más o menos
partidarios del privilegio y enemigos naturales de toda democracia, venir a
colocarse en nuestras filas y constituir una mayoría entre nosotros bajo el
pretexto de que ellos aman también la libertad.
Para evitar
las consecuencias de un malentendido tan molesto, el Congreso de Ginebra ha
proclamado que desea fundar la paz sobre la democracia y sobre la libertad,
de donde se sigue que para hacerse miembro de nuestra Liga es preciso ser
demócrata. Por consiguiente son excluidos de ella todos los aristócratas, todos
los partidarios de algún privilegio, de algún monopolio o de alguna exclusividad
política, cualquiera que sea, pues la palabra democracia no quiere decir
otra cosa que el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo,
comprendiendo por esta última denominación toda la masa de los ciudadanos, -y
hoy habrá que añadir, de las ciudadanas también-, que forman una nación.
En este
sentido somos ciertamente todos demócratas.
Pero debemos
reconocer al mismo tiempo que este término: democracia, no basta para
determinar bien el carácter de nuestra Liga, y que, como el de libertad, considerado
aparte, puede prestarse a equívocos. ¿No hemos visto desde el comienzo de este
siglo en América a los plantadores, a los esclavistas del sur y a todos sus
partidarios de Estados Unidos del Norte titularse demócratas? El
cesarismo moderno, con sus horrorosas consecuencias, suspendido como una
terrible amenaza sobre todo lo que se llama humanidad en Europa, ¿no se
dice igualmente demócrata? Y aún el imperialismo moscovita y
san-petersburgués, el Estado sin etiquetas, ese ideal de todas las
potencias militares y burocráticas centralizadas, ¿no aplastó últimamente a
Polonia en nombre de la democracia?
Es evidente
que la democracia sin libertad no puede servimos de bandera. Pero, ¿qué es la
democracia fundada en la libertad sino la República? La alianza de la libertad
con el privilegio crea el régimen monárquico constitucional, pero su alianza
con la democracia no puede realizarse más que en la República. Por
medida de prudencia, que no aprobamos, el Congreso de Ginebra, en sus
resoluciones, ha creído deber abstenerse de pronunciar la palabra República. Pero
al proclamar su deseo de fundar la paz en la democracia y en la libertad,
se ha declarado implícitamente republicano. Por lo tanto, nuestra Liga
debe ser democrática y republicana al mismo tiempo.
Y nosotros
pensamos, señores, que todos somos aquí republicanos en este sentido, que
impulsados por las consecuencias de una inexorable lógica, advertidos por las
lecciones a la vez tan saludables y tan duras, de la historia, por todas las
experiencias del pasado, y sobre todo ilustrados por los acontecimientos que
han entristecido a Europa desde 1848, tanto como por los peligros que la
amenazan hoy, hemos llegado a esta convicción: que las instituciones
monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, de la justicia y de la
libertad.
En cuanto a
nosotros, señores, como socialistas rusos y como eslavos, creemos un deber el
declarar francamente que para nosotros la palabra República
no tiene otro valor que este valor negativo: el de ser el derrumbamiento o la
eliminación de la monarquía; y que no sólo no es capaz de exaltamos, sino que,
al contrario, siempre que se nos presenta la República como una solución
positiva y seria de todas las cuestiones del día, como el fin supremo hacia el
cual deben tender todos nuestros esfuerzos, experimentamos la necesidad de
protestar.
Detestamos
la monarquía de todo corazón; no deseamos nada mejor que verla derribada en
toda la superficie de Europa y del mundo, y estamos convencidos, como vosotros,
que su abolición es una condición sine qua non de la emancipación de la humanidad. Desde
este punto de vista somos francamente republicanos. Pero no pensamos que baste
derribar la monarquía para emancipar los pueblos y darles la justicia y la paz. Estamos, al
contrario, firmemente persuadidos de que una gran República militar,
burocrática y políticamente centralizada, puede convertirse, y necesariamente
se convertirá, en una potencia conquistadora en el exterior, opresiva en el
interior, y que será incapaz de asegurar a sus súbditos, que se llamarán
ciudadanos, el bienestar y la libertad. ¿No hemos visto a la gran nación
francesa constituirse dos veces en República democrática, y dos veces perder su
libertad y dejarse arrastrar a guerras de conquista?
¿Atribuiremos,
como lo hacen muchos otros, esas recaídas deplorables al temperamento ligero y
a los hábitos disciplinarios históricos del pueblo francés que, según sus
detractores, es muy capaz de conquistar la libertad por un impulso espontáneo,
tempestuoso, pero no de disfrutarla y de practicarla?
Nos es
imposible, señores, asociarnos a esa condena de un pueblo entero, uno de los
más inteligentes de Europa. Estamos, pues, convencidos que si en diversas
ocasiones ha perdido Francia su libertad y ha visto transformarse su República
democrática en dictadura, y en dictadura militar, la culpa no es del carácter
de su pueblo, sino de su centralización política que, preparada desde hace
mucho tiempo por sus reyes y sus estadistas, personificada más tarde en aquel a
quien la retórica complaciente de las Cortes ha llamado Gran Rey,
llevada después al abismo por los desórdenes vergonzosos de una monarquía
decrépita, habría perecido ciertamente en el lodo si la revolución no la
hubiese levantado con sus manos poderosas. Sí, cosa extraña, esa gran
revolución que por primera vez en la historia había proclamado la libertad, no
para el ciudadano solamente, sino para el hombre, haciéndose heredera de la
monarquía que mataba, resucitó al mismo tiempo esta negación de toda libertad: la
centralización y la omnipotencia del Estado.
Reconstruida
de nuevo por la Constituyente, combatida, es verdad, pero con poco éxito, por
los girondinos, esa centralización fue concretada por la Convención
Nacional. Robespierre y Saint Just fueron los principales
restauradores: nada faltó a la nueva máquina gubernamental, ni el Ser Supremo
con el culto del Estado. No esperaba más que un hábil maquinista para mostrar
al mundo asombrado, todos los poderes de opresión de que había sido provista
por sus imprudentes constructores... y apareció Napoleón I. Por consiguiente
esa revolución, a quien primeramente sólo inspiraba el amor a la libertad y a
la humanidad, por el solo hecho de creer que podía conciliar ese amor con la
centralización del Estado, se suicidó, lo mató, no creando en su lugar más que
la dictadura militar, el cesarismo.
¿No es
evidente, señores, que para salvar la libertad y la paz de Europa, debemos
oponer a esa monstruosa y opresiva centralización de los Estados militares,
burocráticos, despóticos, monárquicos, constitucionales y aun republicanos, el
grande, el saludable principio del Federalismo, principio sobre el cual
nos han dado, por lo demás, una demostración triunfante los últimos
acontecimientos en los Estados Unidos de América del Norte?
En lo
sucesivo debe ser claro para todos los que quieren realmente la emancipación de
Europa que, aun conservando nuestras simpatías hacia las grandes ideas
socialistas, y humanitarias enunciadas por la revolución francesa, debemos
rechazar su política de Estado y adoptar resueltamente la política de la
libertad de los americanos del norte.
Mijail
Bakunin
EL
FEDERALISMO
Estamos
contentos al poder declarar que este principio ha sido unánimemente aclamado
por el Congreso de Ginebra. La
misma Suiza, que por lo demás lo practica hoy con tanta
dicha, se adhirió a él sin restricción alguna y lo aceptó en toda la amplitud
de sus consecuencias. Por desgracia, en las resoluciones del Congreso ese
principio ha sido muy mal formulado y no se encuentra sino indirectamente
mencionado, al principio, con ocasión de la Liga que debemos establecer y más
abajo en relación con el periódico que debemos redactar bajo el nombre de los Estados
Unidos de Europa, mientras que según nosotros habría debido ocupar el
primer puesto en nuestra declaración de principios.
Es una
laguna muy molesta y que debemos apresurarnos a colmar. Conforme al sentimiento
unánime del Congreso de Ginebra, debemos proclamar:
1. Que
para hacer triunfar la libertad, la justicia y la paz de las relaciones
internacionales de Europa, para hacer imposible la guerra civil entre los
diferentes pueblos que componen la familia europea, no hay más que un medio:
constituir los Estados Unidos de Europa.
2. Que
los Estados Unidos de Europa no podrán formarse jamás con los Estados
tales como están constituidos hoy, vista la desigualdad monstruosa que existe
entre sus fuerzas respectivas.
3. Que
el ejemplo de la difunta Confederación Germánica ha probado
de una manera indiscutible que una confederación de monarquías es risible; que
es impotente para garantizar la paz y la libertad de los pueblos.
4. Que
ningún Estado centralizado, burocrático y por eso mismo militar, aunque se
llame republicano podrá entrar seria y sinceramente en una confederación
internacional. Por su constitución, que será siempre una negación abierta o
enmascarada de la libertad, en el interior constituirá, por necesidad, una
declaración permanente de guerra, una amenaza contra la existencia de los
países vecinos. Fundado esencialmente sobre un acto ulterior de violencia, la
conquista, que en la vida privada se llama roto con fractura, -acto
bendito por la iglesia de una religión cualquiera, consagrado por el tiempo y
por lo mismo transformado en derecho histórico-, y apoyándose en esa divina
consagración de la violencia triunfal como sobre un derecho positivo y supremo,
todo Estado centralista se presenta por eso como una negación absoluta del
derecho de los demás Estados, a quienes no reconoce nunca en los tratados que
concluye con ellos más que con un interés político o por impotencia.
5. Que,
por consiguiente, los adherentes de la Liga deberán tender con todos sus
esfuerzos a reconstituir sus patrias respectivas a fin de reemplazar en ellas
la antigua organización fundada de arriba a abajo sobre la violencia y sobre el
principio de la autoridad, por una organización nueva que no tenga otra base
que los intereses, las necesidades, y las atracciones naturales de los pueblos,
ni otro principio que la federación libre de los individuos en las comunas, de
las comunas en las provincias[1],
de las provincias en las naciones, en fin, de éstas en los Estados Unidos de
Europa primero y más tarde del mundo entero.
6. En
consecuencia, abandono absoluto de todo lo que se llama derecho histórico de
los Estados; todas las cuestiones relativas a las fronteras naturales,
políticas, estratégicas, comerciales, deberán ser consideradas en lo sucesivo
como pertenecientes a la historia antigua y rechazadas con energía por todos
los adherentes de la Liga.
7. Reconocimiento
del derecho absoluto de toda nación, grande o pequeña, de todo pueblo, débil o
fuerte, de toda provincia, de toda comuna a una completa autonomía, siempre que
su constitución interior no sea una amenaza y un peligro para la autonomía y la
libertad de los países vecinos.
8. Del
hecho de que un país haya constituido parte de un Estado, aunque se hubiera
agregado libremente a él, no se desprende de ningún modo la obligación de
quedar asociado siempre a ese Estado. Ninguna obligación perpetua podría ser
aceptada por la justicia humana, la única que puede constituir autoridad entre
nosotros, y no reconoceremos nunca otros derechos y otros deberes que los que
se fundan en la libertad.
El derecho de la libre reunión y de la secesión igualmente
libre es el primero, el más importante de los derechos políticos; sin él la
confederación no sería más que una centralización enmascarada.
9. Resulta
de todo lo que precede que la Liga debe proscribir francamente toda alianza de
tal o cual fracción nacional de la democracia europea con los Estados
monárquicos, aun cuando esa alianza tuviese por fin reconquistar la
independencia o la libertad de un país oprimido; tal alianza, no pudiendo
llevar más que a decepciones, sería al mismo tiempo una traición contra la
revolución.
10. Al contrario, la Liga, precisamente
porque es la Liga de la paz y porque está convencida de que la paz no podrá ser
conquistada y fundada más que en la más íntima y completa solidaridad de los
pueblos, en la justicia y en la libertad, debe proclamar altamente sus
simpatías hacia toda insurrección nacional contra toda opresión, sea
extranjera, sea indígena, siempre que esa insurrección se haga en nombre de
nuestros principios y en el interés tanto político como económico de las masas
populares, pero no con la intención ambiciosa de fundar un poderoso Estado.
11. La Liga hará una guerra
incondicional a todo lo que se llama gloria, grandeza y potencia de los
Estados. A todos esos falsos y maléficos ídolos a que han sido inmolados
millones de víctimas humanas, opondremos las glorias de la inteligencia humana,
que se manifiestan en la ciencia, y de una prosperidad universal fundada en el
trabajo, en la justicia y en la libertad.
12. La Liga reconocerá la
nacionalidad como un hecho natural que tiene incontestablemente derecho a una
existencia y a un desenvolvimiento libres, pero no como un principio, -pues
todo principio debe llevar el carácter de la universalidad y la nacionalidad no
es, al contrario, más que un hecho exclusivo, aislado. Ese llamado principio
de nacionalidad, tal como ha sido planteado en nuestros días por los
gobiernos de Francia, de Rusia y de Prusia, y aun por muchos patriotas
alemanes, polacos, italianos y húngaros, no es más que un derivativo opuesto
por la reacción al espíritu de la revolución-, eminentemente aristocrático en
el fondo, hasta el desprecio de los dialectos de las poblaciones no instruidas,
-que niega implícitamente la libertad de las provincias y la autonomía de las
comunas, y no es sostenido en ningún país por las masas populares, de quienes
sacrifica sistemáticamente los intereses reales a un supuesto bien público, que
no es nunca más que el de las clases privilegiadas-, ese principio no expresa
más que los pretendidos derechos históricos y la ambición de los Estados. El
derecho de nacionalidad, pues, no podrá ser nunca considerado por la Liga
más que como una consecuencia natural del principio supremo de la libertad, que
contra la libertad sea sólo al margen de la libertad.
13. La unidad es el fin hacia el cual
tiende irresistiblemente la
humanidad. Pero se hace fatal, destructora de la
inteligencia, de la dignidad, de la prosperidad de los individuos y de los
pueblos, siempre que se forma fuera de la libertad, sea por la violencia, sea
bajo la autoridad de una idea teológica, metafísica, política o aun económica
cualquiera. El patriotismo que tiende a la unidad al margen de la libertad, es
un patriotismo malo, funesto siempre a los intereses populares y reales del
país que pretende exaltar y servir; amigo, a menudo sin quererlo, de la
reacción, enemigo de la revolución, es decir de la emancipación de las naciones
y de los hombres. La Liga no podrá reconocer más que una sola unidad: la que se
constituya libremente por la federación de las partes autónomas en el todo, de
suerte que éste, cesando de ser la negación de los derechos y de los intereses
particulares, cesando de ser el cementerio a donde van a enterrarse
forzosamente todas las prosperidades locales, se convertirá, al contrario, en
la confirmación y en la fuente de todas esas autonomías y de todas esas
prosperidades. La Liga atacará, pues, vigorosamente toda organización
religiosa, política, económica y social que no esté absolutamente penetrada por
ese gran principio de la libertad: sin él, no hay inteligencia, no hay
justicia, no hay prosperidad, no hay humanidad.
Tales son,
señores, según nosotros y sin duda también según vosotros, los
desenvolvimientos y las consecuencias necesarias de este gran principio del
federalismo que ha proclamado altamente el Congreso de Ginebra. Tales son las
condiciones absolutas de la paz y de la libertad.
Absolutas,
sí; ¿pero son las únicas? No lo pensamos.
Los Estados
del Sur en la gran confederación americana de la América del Norte, ha sido,
desde el Acta de la Independencia de los Estados republicanos, demócratas por
excelencia[2] y federalistas
hasta querer la escisión.
Y sin embargo, últimamente se han atraído la reprobación de
todos los partidarios de la libertad y de la humanidad en el mundo, y por la
guerra inicua y sacrílega que han fomentado contra los Estados republicanos del
Norte derribaron y destruyeron la más hermosa organización política que haya
existido jamás en la historia. ¿Cuál puede ser la causa de un hecho tan
extraño? ¿Es una causa política? No, sería por completo social. La organización
política interior de los Estados del Sur ha sido, bajo varios aspectos, más
perfecta aún, más completamente libre que la de los Estados del Norte. Sólo que
en esa organización magnífica se ha encontrado un punto negro como en las
Repúblicas de la antigüedad: la libertad de los ciudadanos ha sido fundada en
el trabajo forzoso de los esclavos. Este punto negro bastó para trastocar toda
la existencia política de esos Estados.
Ciudadanos y
esclavos, tal ha sido el antagonismo en el mundo antiguo, como en los Estados
de esclavos del nuevo mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, trabajadores
forzados, esclavos, no de derecho sino de hecho, tal es el antagonismo del
mundo moderno. Y como los Estados antiguos han perecido por la esclavitud, lo
mismo perecerán los Estados modernos por el proletariado.
En vano nos
esforzaríamos por consolarnos con la idea de que ese antagonismo es más bien
ficticio que real, o que es imposible establecer una línea de demarcación entre
las clases poseedoras y las clases desposeídas; pues esas dos clases se
confunden una con otra por una cantidad de matices intermedios e
imperceptibles. En el mundo natural esas líneas de demarcación no existen
tampoco; en la serie ascendente de los seres, es imposible mostrar por ejemplo
el punto en que acaba el reino vegetal y comienza el reino animal, dónde cesa
la bestialidad y dónde comienza la humanidad. No existe tampoco una diferencia muy
real entre la planta y el animal, entre éste y el hombre. Lo mismo pasa en la
sociedad humana, a pesar de las posiciones intermedias que forman una
transición insensible de una existencia política y social a otra, la diferencia
de las clases sin embargo es muy marcada, y todo el mundo sabrá distinguir la
aristocracia nobiliaria de la aristocracia financiera, la alta de la pequeña
burguesía, y esta última de los proletarios de las ciudades y de las fábricas;
lo mismo el gran propietario latifundista, el rentista, el campesino
propietario que cultiva la propia tierra, el granjero, del simple proletario
del campo.
Todas estas
diferentes existencias políticas y sociales se dejan reducir hoy a dos
principales categorías diametralmente opuestas entre sí, y enemigas naturales:
las clases políticas compuestas de todos los privilegios de la Tierra y del
Capital, o sólo de la educación burguesa[3], y las clases
obreras desheredadas tanto del Capital como de la tierra, y privadas de toda
educación y de toda instrucción.
Habría que
ser un sofista o un ciego para negar la existencia del abismo que separa hoy
esas dos clases. Como el mundo antiguo, nuestra civilización moderna, que
comprende una minoría comparativamente muy restringida de ciudadanos
privilegiados, tiene por base el trabajo forzado (por el hambre) de la inmensa
mayoría de las poblaciones consagradas fatalmente a la ignorancia y a la
brutalidad.
Se esforzaría
uno también en vano por persuadirse de que ese abismo podrá ser colmado
mediante la simple difusión de la instrucción en las masas populares. Es bueno
fundar escuelas para el pueblo; pero es preciso preguntarse si el hombre del
pueblo, que vive al día y que alimenta a su familia con el trabajo de sus
brazos, privado él mismo de instrucción y de tiempo libre, y forzado a dejarse
abrumar y embrutecer por el trabajo para asegurar a los suyos el pan del día
siguiente, es preciso preguntarse si tiene, sólo el pensamiento, el deseo y aun
la posibilidad de enviar a sus hijos a la escuela y de mantenerlos durante todo
el tiempo de su instrucción. ¿No tendrá necesidad del concurso de sus brazos,
del trabajo infantil para subvenir a las necesidades de la familia? Será mucho
si lleva el sacrificio hasta hacerlos estudiar un año o dos, dejándoles apenas
el tiempo necesario para aprender a leer y escribir, a contar y a dejarse
envenenar la inteligencia y el corazón por el catecismo cristiano, que se
distribuye conscientemente y con una gran profusión en las escuelas populares
oficiales de todos los países. Ese poco de instrucción, ¿podrá jamás elevar las
masas obreras al nivel de la inteligencia burguesa? ¿Se habrá colmado con eso
el abismo?
Es evidente
que la cuestión tan importante de la instrucción y de la educación populares
depende de la solución de esta otra cuestión tan difícil de una reforma radical
en las condiciones económicas actuales de las clases obreras. Modificad las
condiciones del trabajo, dad al trabajo todo lo que según la justicia le
corresponde y por consiguiente dad al pueblo la seguridad, la comodidad, el
ocio y entonces, creedlo, se instruirá y creará una civilización más vasta, más
sana, más elevada que la vuestra.
En vano se
dirá con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las
clases obreras depende del progreso general de la industria y del comercio en
cada país y de su completa emancipación de la tutela y de la protección de los
Estados. La libertad de la industria y del comercio es ciertamente una gran
cosa y uno de los fundamentos esenciales de la futura Alianza
Internacional de todos los pueblos del mundo.
Amigos de la libertad a todo precio, de todas las libertades, debemos serlo
igualmente de ésta. Pero por otra parte debemos reconocer que en tanto que
existan los Estados actuales y en tanto que el trabajo continúe siendo el
siervo de la propiedad y del Capital, esa libertad, al enriquecer a una mínima
porción de la burguesía en detrimento de la inmensa mayoría del pueblo, no
producirá más que un solo bien: el de enervar y desmoralizar más completamente
al pequeño número de los privilegiados, el de aumentar la miseria, los agravios
y la justa indignación de las masas obreras, y por eso mismo el de acercar la hora
de la destrucción de los Estados.
Inglaterra,
Bélgica, Francia, Alemania, son ciertamente los países de Europa donde el
comercio y la industria gozan comparativamente de la mayor libertad y donde han
llegado al más alto grado de desenvolvimiento, y son también precisamente los
países en que el pauperismo se siente de la manera más cruel, en que el abismo
entre los capitalistas y los propietarios por una parte, y las clases obreras
por otra, parece haberse agrandado hasta un punto desconocido en las otras
naciones. En Rusia, en los Países Escandinavos, en Italia, en España, donde el
comercio y la industria se han desarrollado poco, a menos de una catástrofe
extraordinaria, se muere raramente de hambre. En Inglaterra la muerte por
hambre es un hecho diario. Y no sólo los individuos aislados, son también
millares, decenas, centenas de millares los que mueren. ¿No es evidente que en
el estado económico que prevalece actualmente en todo el mundo civilizado,
la libertad y el desenvolvimiento del comercio y de la industria, las
aplicaciones maravillosas de la ciencia a la producción, las máquinas mismas
que tienen por misión emancipar al trabajador al aliviar el trabajo humano,
esas invenciones, ese progreso, de que se enorgullece con justo título el
hombre civilizado, lejos de mejorar la situación de las clases obreras no
consiguen más que empeorarla y hacerla más insoportable aún?
Sólo América
del Norte hace aún en gran parte excepción a esta regla. Pero lejos de
destruirla, esa excepción misma la confirma. Si los obreros son mejor retribuidos
allí que en Europa y si no muere allí nadie de hambre, si al mismo tiempo casi
no existe tampoco aún el antagonismo de las clases, si todos los trabajadores
son ciudadanos y si la masa de los ciudadanos constituye propiamente un solo
cuerpo; en fin, si es definida una fuerte instrucción primaria y hasta
secundaria en las masas, hay que atribuirlo sin duda en buena parte a ese
espíritu tradicional de libertad importado de Inglaterra por los primeros colonizadores
de América; suscitado, experimentado, reafirmado en las grandes luchas
religiosas, ese principio de la independencia individual y de self-government
comunal y provincial, se encuentra favorecido también por la rara circunstancia
que transplantado a un desierto, liberado por decirlo así de las obsesiones del
pasado, pudo crear un mundo nuevo, el mundo de la libertad. Y la
libertad es una maga tan grande, está dotada de una productividad de tal modo
maravillosa que sólo al dejarse inspirar por ella, en menos de un siglo, la
América del Norte ha podido alcanzar y hasta se podría decir sobrepasar a la
civilización de Europa. Pero no hay que engañarse, ese progreso maravilloso y
esa prosperidad tan envidiable son debidos en gran parte y sobre todo a una
importante ventaja que América tiene de común con Rusia: queremos referirnos a
la inmensa cantidad de tierras fértiles y que por falta de brazos permanecen
hoy sin cultivo. Hasta el presente al menos, esa gran riqueza territorial ha
estado perdida casi para Rusia, porque nosotros no hemos tenido nunca libertad.
Fue otra la situación en América del Norte que, por una libertad tal como no
existe en ninguna otra parte, atrae cada año centenares de millares de colonos
enérgicos, industriosos e inteligentes, y, gracias a esa riqueza, puede
recibirlos en su seno. Aleja así al mismo tiempo el pauperismo y retarda el
momento en que será planteada la cuestión social: un obrero que no encuentra
trabajo o que está descontento del salario que le ofrece el Capital, puede, en
caso extremo, emigrar siempre al far west para ocupar allí algún terreno
salvaje y sin ocupantes.
Esta
posibilidad, que queda siempre abierta como un refugio supremo a todos los
obreros de América, mantiene naturalmente el salario a una cierta altura y da a
cada uno una independencia desconocida en Europa. Tal es la ventaja, pero he
aquí la desventaja: en la baratura de los productos de la industria, que se
obtiene en gran parte por la baratura del trabajo, los fabricantes americanos
son puestos, en la mayoría de las ocasiones, fuera de combate por los
fabricantes de Europa -de donde resulta para la industria de los Estados del
Norte la necesidad de una tarifa proteccionista. Pero esto tiene por resultado
primero la creación de una multitud de industrias artificiales y sobre todo la
opresión y la ruina de los Estados manufactureros del Sur y el hacerles desear
la secesión; y, además, la aglomeración en ciudades como Nueva York,
Filadelfia, Boston y tantas otras, de las masas obreras proletarias, que poco a
poco comienzan a encontrarse ya en una situación análoga a la de los obreros en
los grandes Estados manufactureros de Europa. Y vemos, en efecto, que la
cuestión social se plantea ya en los Estados del Norte, como se ha planteado
mucho antes entre nosotros.
En regla
general nos es forzoso reconocer que en nuestro mundo moderno, sino por
completo, como en el mundo antiguo, la civilización de un pequeño número está
fundada todavía en el trabajo forzado y en la barbarie relativa del gran número.
Sería injusto decir que esta clase privilegiada sea extraña al trabajo; al
contrario, en nuestros días se trabaja mucho, el número de los absolutamente
desocupados disminuye de una manera sensible, se comienza a considerar un honor
el trabajo; porque los más dichosos comprenden hoy que para quedar a la altura
de la civilización actual, hasta para saber aprovechar los privilegios y para
poder conservarlos, hace falta trabajar mucho. Pero hay esta diferencia entre
el trabajo de las clases acomodadas y el de las clases obreras: siendo
retribuido el primero en una proporción infinitamente más grande que el
segundo, concede a su privilegio ratos de ocio, esa condición suprema de
todo humano desenvolvimiento, tanto intelectual como moral -condición que no se
realiza jamás para las clases obreras. Además el trabajo que se hace en el
mundo de los privilegiados es casi exclusivamente un trabajo nervioso, es decir
de imaginación, de memoria y de pensamiento; mientras que el trabajo de los
millones de proletarios es un trabajo muscular y a menudo, como por ejemplo en
todas las fábricas, un trabajo que no es ejercido de ningún modo por todo el
sistema muscular del hombre a la vez, sino que desarrolla solamente una parte
en detrimento de todas las demás, y se hace en general en condiciones
perjudiciales para la salud del cuerpo y contrarias a su desenvolvimiento
armónico. Bajo este aspecto, el trabajador de la tierra es siempre más feliz:
su naturaleza, no viciada por la atmósfera sofocadora y a menudo envenenada de
las fábricas y de los talleres, ni contrahecha por el desenvolvimiento anormal
de una de sus fuerzas a expensas de las otras, permanece más vigorosa, más
completa, pero en cambio su inteligencia es casi siempre más estacionaria, más
pesada y mucho menos desenvuelta que la de los obreros de las fábricas y de las
ciudades.
Pero
trabajadores de oficios y de fábricas y trabajadores de la tierra forman juntos
una sola y misma categoría que representa el trabajo de los músculos, opuesta a
los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia
de esta división no ficticia, sino muy real, que constituye el fondo mismo de
la situación presente tanto política como social?
Para los
representantes privilegiados del trabajo nervioso, -que, entre paréntesis, en
la organización actual están llamados a representar la sociedad, no porque sean
los más inteligentes, sino sólo porque han nacido en medio de la clase
privilegiada-, para ellos todos los beneficios, pero también todas las
corrupciones de la civilización actual, la riqueza, el lujo, el confort, el
bienestar, las dulzuras de la familia, la libertad política exclusiva con la
facultad de explotar el trabajo de los millones de obreros y de gobernarlos a
capricho y en su interés propio todas las creaciones, todos los refinamientos
de la imaginación y del pensamiento... y, con el poder de convertirse en
hombres completos, todos los venenos de la humanidad pervertida por el
privilegio.
Para los
representantes del trabajo muscular, para esos innumerables millones de
proletarios y también de pequeños propietarios de la tierra, ¿qué queda?, una
miseria sin salida, sin las alegrías de la familia siquiera, porque la familia
se convierte en una carga para el pobre; la ignorancia, una barbarie forzosa,
casi una bestialidad, diríamos, con el consuelo de que sirven de pedestal a la
civilización, a la libertad y a la corrupción de un pequeño número. Por el
contrario, han conservado la frescura de espíritu y de corazón. Moralizados por
el trabajo, aunque forzado, han conservado un sentido de la justicia muy
distinto de la justicia de los jurisconsultos y de los códigos; miserables
ellos mismos, compadecen todas las miserias, han conservado un buen sentido no
corrompido por los sofismas de la ciencia doctrinaria ni por las mentiras de la
política, y como no han abusado, es más, ni siquiera usado de la vida, tienen
fe en ella.
Pero, se
dirá, ese contraste, ese abismo entre el pequeño número de privilegiados y el
inmenso número de los desheredados ha existido siempre, existe aún: ¿Qué es lo
que cambio? Ha cambiado esto: que antes ese abismo había sido llenado por las
nubes de la religión, de suerte que las masas populares no lo veían, y hoy,
desde que la Gran
Revolución ha comenzado a disipar esas nubes, comienzan a
verlo y a preguntar por su razón de ser. Esto es inmenso.
Desde que la
revolución ha hecho caer en las masas su evangelio no místico, sino racional;
no celeste, sino terrestre; no divino, sino humano; su evangelio de los
derechos del hombre; desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que
todos están igualmente llamados a la libertad y la humanidad, las masas
populares de toda Europa, de todo el mundo civilizado, despertando poco a poco
del sueño que las había tenido encadenadas desde que el cristianismo las
adormeció con sus narcóticos, comienzan a preguntarse si tienen también derecho
a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad.
Desde el
momento que ha sido planteada esa pregunta, el pueblo, dirigido en todas partes
por su admirable buen sentido tanto como por su instinto, ha comprendido que la
primera condición de su emancipación real, o si queréis permitirme esta
palabra, de su humanización, es ante todo una reforma radical de sus
condiciones económicas. La cuestión del pan es para él, con justo título, la
primera cuestión, porque Aristóteles la hizo notar ya: el hombre, para pensar,
para sentir libremente, para hacerse hombre, debe estar libre de las
preocupaciones de la vida material. Por otra parte, los burgueses, que gritan
tan fuerte contra el materialismo del pueblo, y que le predican las
abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, porque predican con palabras, no
con ejemplos. La segunda cuestión para el pueblo es la del tiempo libre después
del trabajo, condición sine qua non de la humanidad; pero el pan y el
tiempo libre no pueden ser obtenidos para él más que por una transformación
radical de la organización actual de la sociedad, lo que explica por qué la
revolución, impulsada por una consecuencia lógica de su propio principio, ha dado
nacimiento al socialismo.
EL
SOCIALISMO
Habiendo
proclamado la revolución francesa el derecho y el deber de todo individuo
humano a llegar a ser hombre, ha culminado en sus últimas consecuencias en el
babeuvismo. Babeuf, uno de los últimos ciudadanos enérgicos y puros creados por
la revolución y que ésta mató después en tan gran número, que tuvo el honor de
contar entre sus amigos hombres como Buonarotti, había reunido, en una
concepción singular, las raíces políticas de la patria antigua con las ideas
modernísimas de una revolución social. Viendo perecer la revolución por falta
de un cambio radical, entonces muy probablemente imposible en la organización
económica de la sociedad, fiel por otra parte al espíritu de esta revolución, que
había acabado por sustituir con la acción omnipotente del Estado toda
iniciativa individual, había concebido un sistema político y social conforme al
cual la República, expresión de la voluntad colectiva de los ciudadanos,
después de haber confiscado todas las propiedades individuales, las
administraría en interés de todos, repartiendo en proporciones iguales a cada
uno: la educación, la instrucción, los medios de existencia, los placeres, y
forzando a todos sin excepción, según la medida de las fuerzas y de la
capacidad de cada cual, al trabajo tanto muscular como nervioso. La
conspiración de Babeuf fracasó, y éste fue guillotinado con varios de sus
amigos. Pero su ideal de una República socialista no murió con él. Recogido por
su amigo Buonarotti, el más grande conspirador de este siglo, esa idea fue
transmitida por él como un depósito sagrado a las generaciones nuevas, y
gracias a las sociedades secretas que fundó en Bélgica y en Francia, las ideas
comunistas germinaron en la imaginación popular. Encontraron desde 1830 hasta
1848 hábiles intérpretes en Cabet y en el señor Louis Blanc, que establecieron
definitivamente el socialismo revolucionario. Otra corriente socialista,
partida de la misma fuente revolucionaria, que convergía al mismo fin, pero por
medios absolutamente diferentes, y que llamaríamos de buena gana el
socialismo doctrinario, fue creada por dos hombres eminentes. Sant Simon y
Fourier. El saint-simonismo fue comentado, desarrollado, transformado y
establecido como sistema casi práctico, como iglesia, por el padre Enfantin,
con muchos amigos cuya mayor parte se han vuelto hoy financieros y estadistas
singularmente consagrados al imperio. El fourierismo halló su comentarista en la Democratie Pacifique,
redactada hasta el 2 de diciembre por el señor Víctor Considerant.
El mérito de
estos dos sistemas socialistas, por lo demás diferentes bajo muchos aspectos,
consiste, principalmente, en la crítica profunda, científica, severa, que
hicieron de la organización actual de la sociedad, de la que revelaron
atrevidamente sus monstruosas contradiccciones; además, en el hecho importante
de haber atacado fuertemente y quebrantado el cristianismo en nombre de la
rehabilitación de la materia y de las humanas pasiones, tan calumniadas y al
mismo tiempo tan practicadas por los sacerdotes cristianos. Los
saint-simonianos han querido sustituir el cristianismo por una religión nueva,
basada en el culto místico de la carne, con una jerarquía nueva de sacerdotes,
nuevos explotadores de la muchedumbre por el privilegio del genio, de la
habilidad o del talento. Los fourieristas, por su parte, mucho más sinceramente
demócratas, imaginaron los falansterios gobernados y administrados por jefes,
elegidos mediante el sufragio universal, y en los cuales cada uno, pensaban ellos,
encontraría por sí mismo su puesto y su trabajo, según la naturaleza de sus
pasiones. Los defectos de los saint-simonianos son demasiado visibles para que
sea necesario detallarlos. El doble error de los fourieristas consistió ante
todo en que creyeron sinceramente que por la sola fuerza de su persuasión y de
su propaganda pacífica, conseguirían conmover los corazones de los ricos hasta
el punto de que éstos irían por sí mismos a depositar el exceso de sus riquezas
a las puertas de sus falansterios; y en segundo lugar, en que imaginaron que se
podía teóricamente, a priori, construir un paraíso social, en el que pudiera
caber toda la humanidad del porvenir. No comprendieron que podemos enunciar los
grandes principios de su desenvolvimiento futuro pero que debemos dejar a las
experiencias del porvenir la realización práctica de esos principios.
En general,
la reglamentación ha sido la pasión común de todos la socialistas de antes de
1848, menos de uno sólo. Cabet, Louis Blanc, fourieristas, saint-simonianos,
todos tenían la pasión de adoctrinar y de organizar el porvenir, todos han sido
poco más o menos, autoritarios.
Pero he ahí
que apareció Proudhon: hijo de un campesino, y por naturaleza e instinto cien
veces más revolucionario que todos los socialistas doctrinarios y burgueses, se
armó de una crítica tan profunda y penetrante como despiadada, para destruir
todos sus sistemas. Oponiendo la libertad a la autoridad contra esos
socialistas de Estado, se proclamó atrevidamente anarquista, y, en las barbas
de su deísmo o de su panteísmo, tuvo el valor de proclamarse sencillamente
ateo, o más bien, con Agusto Comte, positivista. Su socialismo, fundado en la
libertad tanto individual como colectiva, en la acción espontánea de las
asociaciones libres, no obedeciendo a otras leyes que a las generales de la
economía social, descubiertas o a descubrir por la ciencia, al margen de toda
reglamentación gubernamental y de toda protección de Estado, subordinando, por
otra parte, la política a los intereses económicos, intelectuales y morales de
la sociedad, debía más tarde, y por una consecuencia necesaria, llegar al
federalismo.
Tal fue el
estado de la ciencia social antes de 1848. La polémica de los periódicos, de
las hojas volantes y de los folletos socialistas llevó una masa de nuevas ideas
al seno de las clases obreras; éstas se saturaron de esas nuevas ideas, y
cuando estalló la revolución de 1848, el socialismo se manifestó como una
potencia.
El
socialismo, hemos dicho, fue el primer hijo de la Gran Revolución,
pero antes de haberlo engendrado había dado a luz un heredero más directo, su
hermano mayor, el niño bien amado de los Robespierre y de los Saint Just: el
republicanismo puro, sin mezcla de ideas socialistas, retoño de la
antigüedad e inspirado en las tradiciones heroicas de los grandes ciudadanos de
Grecia y de Roma. Mucho menos humanitario que el socialismo, casi no conoce al
hombre y no reconoce más que al ciudadano; y mientras que el socialismo trata
de fundar una República de hombres, él no quiere más que una República de
ciudadanos, aunque esos ciudadanos deban, lo mismo que en las constituciones
que sucedieron, como consecuencia natural y necesaria, a la constitución de
1793 (desde el momento que ésta, después de haber vacilado un instante, acabó por
ignorar sistemáticamente la cuestión social), -aunque deban a titulo de
ciudadanos activos, para servirnos de una expresión de la Constituyente, fundar
el privilegio cívico en la explotación del trabajo de los ciudadanos pasivos.
El republicanismo político, por otra parte, no es, al menos no pretende ser,
egoísta para sí mismo, sino que debe serlo para la patria, a quien coloca en su
corazón libre por encima de sí, de todos los individuos, de todas las naciones
del mundo y de la humanidad entera. Por consiguiente ignorará siempre la
justicia internacional; en todos los debates, tenga o no razón su patria, le
dará la preferencia sobre las otras, querrá que domine siempre y que aplaste a
las naciones extranjeras, por su poder y su gloria. Se hará naturalmente
conquistador-, a pesar de que la experiencia de los siglos le haya demostrado
que los triunfos militares deben terminar fatalmente en el cesarismo. El
republicano socialista detesta la grandeza, el poder y la gloria militar del
Estado, -prefiere la libertad y el bienestar. Federalista en el interior,
quiere la confederación internacional, primero por espíritu de justicia, luego
porque está convencido que la revolución económica y social, sobrepasando los
límites artificiales y funestos de los Estados, no podrá realizarse, al menos
en parte, más que por la acción solidaria, si no de todas, al menos de la mayor
parte de las naciones que constituyen hoy el mundo civilizado, y que tarde o
temprano deberán terminar todas por asociarse-. El republicano exclusivamente
político es un estoico; no se reconoce derechos, sino sólo deberes, o como en
la República de Mazzini, no admite más que un solo derecho: el de consagrarse y
sacrificarse siempre por la patria, el de no vivir más que para servirla y el
de morir por ella con alegría, como dice la canción de que el señor Alejandro
Dumas dotó gratuitamente a los girondinos: Morir por la patria es la suerte
más bella, la más digna de envidia. El socialista, al contrario, se apoya
en sus derechos positivos a la vida y a todos los goces tanto intelectuales y
morales como físicos de la
vida. Ama la vida y quiere gozarla plenamente. Constituyendo
parte de sí mismo sus convicciones, y estando sus deberes para con la sociedad
indisolublemente ligados a sus derechos, para quedar fiel a unos y a otros,
sabrá vivir según la justicia, como Proudhon, y, en caso de necesidad, morir
como Babeuf; pero no dirá nunca que la vida de la humanidad debe ser un
sacrificio ni que la muerte sea la suerte más dulce. La libertad para el
republicano político no es más que una vana palabra; es la libertad de ser
esclavo voluntario, víctima abnegada del Estado; siempre dispuesto a sacrificar
la suya, sacrificará con gusto la libertad de los demás. El republicanismo
político termina, pues, necesariamente en el despotismo. La libertad unida al
bienestar y que produce la humanidad de todos por la humanidad de cada uno, es
para el republicano socialista todo, mientras que el Estado no es a sus ojos
más que un instrumento, un servidor de su bienestar y de la libertad de cada
uno. El socialista se distingue del burgués por la justicia; no reclama para sí
mismo más que el fruto real de su propio trabajo; y se distingue del
republicano exclusivo por su franco y humano egoísmo; vive abiertamente y sin
frases para sí mismo y sabe que al hacerlo según la justicia sirve a la
sociedad entera, y al servirla se beneficia a sí mismo. El republicano es
rígido, y a menudo, por patriotismo -como el sacerdote por religión-, cruel. El
socialista es natural, moderadamente patriota, pero al contrario siempre muy
humano. En una palabra, entre el socialista republicano y el republicano
político hay un abismo: uno, por ser una creación semirreligiosa, pertenece al
pasado; el otro, positivista o ateo, pertenece al porvenir.
Este antagonismo
se reveló plenamente a la luz del día en 1848. Desde las primeras horas de la
revolución, no se entendieron de ningún modo; sus ideales, todos sus instintos
los arrastraban en sentido diametralmente opuesto. Todo el tiempo que
transcurrió desde febrero hasta junio se pasó en tiranteces que, al implantar
la guerra civil en el campo de los revolucionarios, al paralizar sus fuerzas,
debieron naturalmente favorecer la causa de la coalición, por lo demás
formidable, de todos los matices de la reacción reunidos y confundidos en lo
sucesivo, por el miedo, en un solo partido. En junio, los republicanos se
coaligaron a su vez con la reacción para aplastar a los socialistas. Creyeron
haber obtenido la victoria y habían arrojado al abismo su República bien amada.
El General Cavaignac, el representante del honor de la bandera contra la
revolución, fue el precursor de Napoleón III. Todo el mundo lo comprendió
entonces, si no en Francia al menos en todas partes, porque esa funesta
victoria de los republicanos contra los obreros de París fue celebrada como un
gran triunfo por todas las Cortes de Europa y los oficiales de las guardias
prusianas, con sus Generales a la cabeza, se apresuraron a enviar una circular
de felicitaciones fraternales al General Cavaignac.
Espantada
por el fantasma rojo, la burguesía de Europa se dejó caer en un servilismo
absoluto. Frondosa y liberal por naturaleza, no adora el régimen militar, pero
optó por él en presencia de los peligros amenazadores de una emancipación
popular. Habiendo sacrificado su dignidad con todas sus gloriosas conquistas
del siglo XVIII y del comienzo de este siglo (XIX), creyó al menos haber
comprado la paz y la tranquilidad necesarias para el éxito de sus transacciones
comerciales e industriales: Nosotros os sacrificamos la libertad
-parecía decir a las potencias militares que se elevaron de nuevo sobre las
ruinas de esa tercera revolución- dejadnos en cambio explotar tranquilamente
el trabajo de las masas populares y protegednos contra sus pretensiones, que
pueden parecer legítimas en teoría, pero que, desde el punto de vista de
nuestros intereses, son detestables. Se le prometió todo, se mantuvo
también la palabra. ¿Por qué, pues, la burguesía, toda la burguesía de Europa,
está generalmente descontenta hoy?
No había
calculado que el régimen militar cuesta caro, que ya por su sola organización
interior paraliza, inquieta, arruina las naciones y que, además, obedeciendo a
una lógica que le es propia y que no ha sido desmentida jamás, tiene por
consecuencia infalible la guerra; guerras dinásticas, guerras de punto de
honor, guerras de conquista o de fronteras naturales, guerras de equilibrio
-destrucción y todo para satisfacer la ambición de los príncipes y de sus
favoritos, para enriquecerlos, para ocupar, para disciplinar las poblaciones y
para llenar la historia.
Ahora la
burguesía lo comprende, y por eso está descontenta del régimen que ha
contribuido tan fuertemente a crear. Está cansada; pero ¿qué pondrá en lugar de
lo que existe?
La monarquía
constitucional ha pasado a la historia, y por lo demás no ha prosperado nunca
prodigiosamente en el continente europeo; hasta en Inglaterra, esa cuna
histórica del constitucionalismo moderno batida en brecha hoy por la democracia
que se levanta, está quebrantada, se bambolea y bien pronto no será capaz de
contener la ola creciente de las pasiones y de las demandas populares.
¿La
República? Pero ¿qué República? ¿Política solamente o democrática social? ¿Son
todavía socialistas los pueblos? Sí, más que nunca.
Lo que
sucumbió en junio de 1848 no es el socialismo en general, es sólo el socialismo
de Estado, el socialismo autoritario y reglamentario, el que había creído,
esperado, que iba a ser dada plena satisfacción a las necesidades y a las
legítimas aspiraciones de las clases obreras por el Estado y que éste armado de
su plenipotencia, quería y podía inaugurar un orden social nuevo. No fue, pues,
el socialismo el que murió en junio, fue al contrario el Estado el que se
declaró en bancarrota ante el socialismo y el que, al proclamarse incapaz de
pagarle la deuda que había contraído hacia él, trató de matarlo para libertarse
de la manera más fácil de esa deuda. No consiguió matarlo, pero mató la fe que
el socialismo había tenido en él y destruyó al mismo tiempo todas las teorías
del socialismo autoritario o doctrinario, de las cuales una, como la Icaria de
Cabet y como la Organización del trabajo del señor L. Blanc, habían aconsejado
al pueblo que se apoyaran en todas las cosas del Estado, del cual habían demostrado
las otras su nulidad por una serie de experiencias ridículas. Hasta la Banca de
Proudhon, que habría podido prosperar en condiciones más hermosas, sucumbió
aplastada por la animadversión y por la hostilidad general de los burgueses.
El socialismo
perdió esa primera batalla por una razón muy sencilla: era rico en instintos y
en ideas teóricas negativas, que le daban mil veces razón contra el privilegio;
pero carecía absolutamente de ideas positivas y prácticas, que hubiesen sido
necesarias para poder edificar sobre las ruinas del sistema burgués un sistema
nuevo: el de la justicia popular. Los obreros que combatían en junio por la
emancipación del pueblo estaban unidos por instinto, no por ideas, y las ideas
confusas que tenían formaban una torre de Babel, un caos, del cual no podía
salir nada. Tal fue la causa principal de su derrota. ¿Es preciso por eso dudar
del porvenir y de la fuerza actual del socialismo? El cristianismo, que se
había dado por objeto la fundación del reino de la justicia en el cielo, ha
tenido necesidad de varios siglos para triunfar en Europa. ¿Es preciso
asombrarse después de eso de que el socialismo, que se ha planteado un problema
mucho más difícil, el del reino de la justicia sobre la Tierra, no haya
triunfado en algunos años?
¿Hay
necesidad, señores, de demostrar que el socialismo no ha muerto? Para
convencerse de ello no hay más que echar una mirada sobre lo que sucede hoy
alrededor nuestro en toda Europa. Tras todos los chismes diplomáticos y todos
esos rumores de guerra que llenan a Europa desde 1852, ¿qué cuestión seria se
ha planteado en todos los países que no sea la cuestión social? Esa es la gran
desconocida de que todo el mundo siente la proximidad, que hace temblar a cada
uno, pero de la cual nadie se atreve a hablar ... Pero ella habla por sí y cada
vez más alto; las asociaciones cooperativas obreras, esas bancas de socorros
mutuos y de crédito al trabajo, esas trade-unions y esa Liga
Internacional de los obreros de todos los países, todo ese movimiento ascendente
de los trabajadores de Alemania, de Francia, de Bélgica, de Inglaterra, de
Italia, de Suiza, ¿no prueba que éstos no han renunciado a su fin, ni perdido
su fe en la emancipación próxima y que al mismo tiempo han comprendido que para
aproximar la hora de la liberación no hay que contar con los Estados, ni con el
concurso siempre más o menos hipócrita de las clases privilegiadas, sino con
ellos mismos y con sus asociaciones independientes y espontáneas?
En la
mayoría de los países de Europa este movimiento en apariencia al menos extraño
a la política, conserva aún un carácter exclusivamente económico y por decirlo
así, privado. Pero en Inglaterra, se ha planteado ya rotundamente sobre el
terreno ardiente de la política y, organizado en una liga formidable, la Liga
de la Reforma, ha obtenido ya una gran victoria contra el privilegio
políticamente organizado de la aristocracia y de la alta burguesía. Con una
paciencia y una consecuencia prácticas verdaderamente inglesas, la Reforma League
se ha trazado un plan de campaña, no se disgusta por nada y no se deja espantar
ni detener por ningún obstáculo. En diez años a lo sumo, dicen, aún
suponiendo los más grandes obstáculos, tendremos el sufragio universal y
entonces..., entonces harán la Revolución Social.
En Francia,
como en Alemania, procediendo todo silenciosamente por la vía de las
asociaciones económicas privadas, el socialismo ha llegado ya a un grado tan
alto de poder en el seno de las clases obreras, que Napoleón III por una parte
y el conde de Bismarck por otra, comienzan a buscar la alianza ... Bien pronto
en Italia y en España, después del fiasco deplorable de todos los partidos
políticos, y vista la miseria horrible en que una y otra se hallan sumergidas,
toda otra cuestión va a quedar involucrada pronto en la cuestión económica y
social. ¿En Rusia y en Polonia existe en el fondo otro problema? Es esa
cuestión la que acaba de arruinar las últimas esperanzas de la vieja Polonia
nobiliaria, histórica; es ella la que amenaza y la que arruinará la existencia
ya tan fuertemente quebrantada de ese horrible imperio de todas las Rusias. En
América misma, el socialismo, no se ha expresado completamente en la
proposición de un hombre eminente, el señor Charles Summer, senador de Boston,
para distribuir las tierras a los negros emancipados de los Estados del sur.
Veis bien,
señores, que el socialismo está en todas partes y que, a pesar de su derrota en
junio, por un trabajo subterráneo, que lo ha hecho penetrar lentamente en las
profundidades de la vida política de todos los países, ha llegado al punto de
hacerse sentir, en todas partes, como el poder latente del siglo. Unos años aún
y se manifestará como una potencia activa, formidable.
Con muy
pocas excepciones, todos los pueblos de Europa, algunos hasta sin conocer la
palabra socialismo, son hoy socialistas, y no reconocen otra bandera que
la que les anuncia su emancipación económica ante todo, y renunciarían mil
veces a toda cuestión antes que a ésta. No es, pues, más que por el socialismo
como se podrá arrastrarlos a hacer política, y buena política.
¿No equivale
eso a decir, señores, que no nos es permitido hacer abstracción del socialismo
en nuestro programa, y que no podríamos abstenernos de él sin condenar nuestra
obra entera a la impotencia? Por nuestro programa, al declararnos republicanos
federalistas, nos hemos declarado bastante revolucionarios como para desviar de
nosotros una buena parte de la burguesía: toda aquella que especula con la
miseria y las desdichas de los pueblos y que halla siempre algo que ganar hasta
en las grandes catástrofes que, hoy más que nunca, afectan a las naciones. Si
dejamos a un lado esa porción activa, inquieta, intrigante, especuladora de la
burguesía, nos quedará aún la mayoría de los burgueses tranquilos, industriosos,
que hacen algunas veces el mal, más por necesidad que por voluntad y por gusto,
y que no quisieran nada mejor que verse libres de esa fatal necesidad que les
pone en hostilidad permanente contra las poblaciones obreras y que los arruina
al mismo tiempo. Es preciso decirlo bien, la pequeña burguesía, el pequeño
comercio y la pequeña industria comienzan a sufrir hoy casi tanto como las
clases obreras y si las cosas continúan así, esa mayoría burguesa respetable
podría, por su posición económica, confundirse bien pronto con el proletariado.
El gran comercio, la gran industria y sobre todo la grande y deshonesta
especulación la aplastan, la devoran y la empujan al abismo. La situación de la
pequeña burguesía se vuelve, pues, más y más revolucionaria, y sus ideas
demasiado tiempo reaccionarias, iluminándose hoy gracias a las terribles
lecciones, deberán tomar necesariamente una dirección opuesta. Los más
inteligentes comienzan a comprender que no queda otra salvación para la honesta
burguesía que la alianza con el pueblo -y que la cuestión social le interesa
tanto y del mismo modo que al pueblo.
Este cambio
progresivo en la opinión de la pequeña burguesía de Europa es un hecho tan
consolador como incontestable. Pero no debemos hacernos ilusiones: la iniciativa
del nuevo desenvolvimiento no le pertenecerá a ella, sino al pueblo en
Occidente, a los obreros de las fábricas y de las ciudades; entre nosotros, en
Rusia y en Polonia y en la mayoría de los países eslavos, a los campesinos. La
pequeña burguesía se ha vuelto demasiado medrosa, demasiado tímida, demasiado
escéptica para tomar por sí misma una iniciativa cualquiera; se dejará
arrastrar, pero no arrastrará a nadie; porque al mismo tiempo que es pobre de
ideas, le faltan la fe y la
pasión. Esa pasión que rompe los obstáculos y que crea mundos
nuevos se encuentra exclusivamente en el pueblo. Por consiguiente pertenecerá
al pueblo, sin duda alguna, la iniciativa del nuevo movimiento. ¡Y habríamos de
hacer abstracción del pueblo! ¡Y no habríamos de hablar del socialismo, que es
la nueva religión del pueblo!
Pero el
socialismo, se dice, se muestra inclinado a concluir una alianza con el
cesarismo. Ante todo, esto es una calumnia; al contrario, es el cesarismo el
que, viendo pender en el horizonte el poder amenazador del socialismo, busca
sus simpatías para explotarlas a su modo. Pero, ¿no es esta una razón más para
nosotros que nos impulsa a ocuparnos de él, a fin de poder impedir esa alianza
monstruosa, cuya conclusión sería sin duda la mayor desgracia que pueda
amenazar la libertad del mundo?
Debemos
ocuparnos de él al margen mismo de todas estas consideraciones prácticas,
porque el socialismo es la
justicia. Cuando hablamos de justicia no entendemos con ella
la que nos es dada en los códigos y por la jurisprudencia romana, fundada en
gran parte en hechos violentos realizados por la fuerza, consagrados por el
tiempo y por las bendiciones de una iglesia cualquiera, cristiana o pagana, y
como tales aceptados en calidad de principios absolutos, cuyo resto no es más
que una deducción lógica[4], nos referimos
a la justicia que se funda únicamente en la conciencia de los hombres que
encontrareis en la de todo ser humano, aun en la conciencia de los niños, y que
se traduce en simple ecuación.
Esta
justicia tan universal y que sin embargo, gracias a las invasiones de la fuerza
y a las influencias religiosas, no ha prevalecido jamás, ni en el mundo
jurídico ni en el mundo económico, debe servir de base al mundo nuevo. ¡Sin
ella no hay libertad, no hay República, no hay prosperidad, no hay paz! Debe,
pues, presidir todas nuestras resoluciones a fin de que podamos concurrir
eficazmente al establecimiento de la paz.
Esta
justicia nos manda tomar en nuestras manos la causa del pueblo maltratado hasta
ahora tan horriblemente, y reivindicar para él, con la libertad política, la
emancipación económica y social.
No os
proponemos, señores, tal o cual sistema socialista. Lo que os pedimos es que
proclaméis de nuevo este gran principio de la revolución francesa: que todo
hombre debe tener los medios naturales y morales para desarrollar toda su
humanidad, principio que según nuestra opinión se traduce en el problema
siguiente:
Organizar la
sociedad de tal suerte que todo individuo, hombre o mujer, al llegar a la vida,
encuentre medios poco más o menos iguales para el desenvolvimiento de sus
diferentes facultades y para su utilización por el trabajo; organizar una
sociedad que al hacer imposible para todo individuo, cualquiera que sea, la
explotación del trabajo ajeno, no deje a cada uno participar en el disfrute de
las riquezas sociales, que en realidad no son producidas nunca más que por el
trabajo, sino en tanto que haya contribuido directamente a producirlas mediante
el suyo.
La
realización completa de este problema será, sin duda, la obra de los siglos.
Pero la historia lo ha planteado y no podríamos hacer abstracción en lo sucesivo
de él sin condenarnos a una impotencia completa.
Nos
apresuramos a añadir que rechazamos enérgicamente toda tentativa de
organización social que, extraña a la más completa libertad, tanto de los
individuos como de las asociaciones, exigiría el establecimiento de una
autoridad reglamentaria de cualquier naturaleza que fuese, y que en nombre de
esa libertad que reconocemos como el único fundamento y como el único creador
legítimo de toda organización, tanto económica como política, protestaremos
siempre contra todo lo que se asemeje, de cerca o de lejos, al comunismo y al
socialismo de Estado.
La única
cosa que según nuestra opinión podrá y deberá hacer el Estado, será modificar
primeramente, poco a poco, el derecho de herencia, que es una pura creación
estatista, una de las condiciones esenciales de la existencia misma del Estado
autoritario y divino, y puede y debe ser abolido por la libertad en el Estado
-lo que equivale a decir que el Estado mismo debe disolverse en la sociedad
organizada libremente según la justicia. Este derecho deberá ser necesariamente
abolido, según nosotros, porque en tanto que la herencia exista, habrá
desigualdad económica hereditaria, no desigualdad natural de los individuos,
sino desigualdad artificial de las clases-, y ésta se traducirá necesariamente
siempre en la desigualdad hereditaria del desenvolvimiento y de la cultura de
las inteligencias y continuará siendo la fuente y la consagración de todas las
desigualdades políticas y sociales. La igualdad del punto de partida al
comienzo de la vida para cada uno, en tanto que esa igualdad sea dependiente de
la organización económica y política de la sociedad, a fin de que cada uno,
hecha abstracción de las naturalezas diferentes, no sea propiamente más que el
hijo de sus obras, tal es el problema de la justicia. Según
nosotros, el fondo público de instrucción y de educación de todos los niños de
ambos sexos, comprendido su mantenimiento desde el nacimiento hasta su mayoría
de edad, es el único que debería heredar de todos los moribundos. Añadimos, en
calidad de eslavos y de rusos, que entre nosotros la idea social fundada en el
instinto general y tradicional de nuestras poblaciones, es que la tierra,
propiedad de todo el pueblo, no debe ser poseída más que por los que la cultivan
con sus propios brazos.
Estamos
convencidos, señores, que este principio es justo, que es una condición
esencial e inevitable de toda reforma social seria y que, por consiguiente, la
Europa occidental a su vez no podrá dejar de aceptarlo y de reconocerlo a pesar
de todas las dificultades que su realización podrá encontrar en ciertos países,
como Francia, por ejemplo, donde la mayoría de los campesinos gozan ya de la
propiedad de la tierra, pero en la que, por el contrario, también la mayoría de
esos mismos campesinos llegará pronto a no poseer nada a consecuencia del
parcelamiento que es consecuencia inevitable del sistema político-económico que
prevalece hoy en ese país. No hacemos ninguna proposición sobre este asunto,
como en general nos abstenemos de toda proposición en relación a tal o cual
problema de la ciencia y de la política sociales, convencidos de que todas esas
cuestiones deben ser, en nuestro diario, objeto de una discusión seria y
profunda. Nos limitamos, pues, hoy, a proponeros la declaración siguiente:
Convencida
de que la realización seria de la libertad, de la justicia y de la paz en el
mundo, será imposible en tanto que la inmensa mayoría de las poblaciones quede
desposeída de todo bien, privada de instrucción y condenada a la nulidad
política y social y a una esclavitud de hecho si no de derecho, por la miseria
tanto como por la necesidad en que se encuentra de trabajar sin descanso,
produciendo todas las riquezas de que el mundo se glorifica hoy y no retirando
más que una parte tan pequeña que apenas basta para asegurarle el pan del día
siguiente; Convencida de que para todas estas poblaciones, hasta aquí tan
horriblemente maltratadas por los siglos, la cuestión del pan es la de la
emancipación intelectual, de la libertad y de la humanidad; Que la libertad sin
el socialismo es el privilegio, la injusticia; y que el socialismo sin la
libertad es la esclavitud y la brutalidad; La Liga proclama públicamente
la necesidad de una reforma social y económica radical que tenga por fin la
liberación del trabajo popular del yugo del Capital y de los propietarios,
liberación fundada en la más estricta justicia, no jurídica, ni teológica, ni
metafísica, sino simplemente humana, en la ciencia positiva y en la más
absoluta libertad.
Decide al
mismo tiempo, que su periódico abrirá ampliamente sus columnas a todas las
discusiones serias sobre las cuestiones económicas y sociales, cuando estén
sinceramente inspiradas por el deseo de la más vasta emancipación popular,
tanto desde el punto de vista material como político e intelectual.
Después de
haber expuesto nuestras ideas sobre federalismo y socialismo, creemos deber,
señores, entretenernos con una tercera cuestión, que creemos indisolublemente
ligada a las dos primeras, es decir, sobre la cuestión religiosa, y os
pedimos permiso para resumir todas nuestras ideas sobre este asunto mediante
una sola palabra que tal vez os parezca bárbara: antiteologismo.
EL
ANTITEOLOGISMO I
Señores,
estamos convencidos que ninguna gran transformación política y social es hecha
en el mundo sin que haya sido acompañada, y con frecuencia precedida, por un
movimiento análogo en las ideas filosóficas y religiosas que dirigen la
conciencia tanto de los individuos como de la sociedad.
No siendo
todas las religiones con sus dioses más que la creación de la fantasía creyente
y crédula del hombre que no llegó todavía a la altura de la reflexión pura y
del pensamiento libre apoyado en la ciencia, el cielo religioso no ha sido más
que un milagro en el que el hombre exaltado por la fe halló largo tiempo su
propia imagen, pero agrandada y trastornada, es decir, divinizada.
La historia
de las religiones, la de la grandeza y decadencia de los dioses que se han
sucedido, no es, pues, otra cosa que la historia del desenvolvimiento de la
inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que
descubrían, sea en ellos, sea fuera de sí, una fuerza, una capacidad, una
cualidad cualquiera la atribuían a sus dioses, después de haberla engrandecido,
ampliado por sobre toda medida, como hacen ordinariamente los niños, por un
acto de fantasía religioso. De suerte que gracias a esa modestia y a esa
generosidad de los hombres, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la
Tierra, y por una consecuencia natural, cuanto más rico se hacía el cielo, más
miserable se volvía la
humanidad. Una vez instalada la divinidad fue naturalmente
proclamada dueña, fuente dispensadora de todas las cosas; el mundo real no fue
ya nada más que por ella, y el hombre, después de haberla creado a su imagen,
se arrodilló ante ella y se declaró su criatura, su esclavo.