NOTA
EDITORIAL
El tema de
las prisiones, base central de la conferencia dictada en Francia por el teórico
anarquista ruso, Pedro Alejandro Kropotkin, durante los últimos años del siglo
XIX, continúa siendo un tópico que, de vez en vez, atrae la atención de las
sociedades contemporáneas.
Kropotkin lo
aborda con la propiedad debida de una persona que no sólo está enterada a
través de lecturas, sino que cuenta con sus experiencias personales para emitir
opiniones al respecto, ya que, en varias ocasiones fue encarcelado, lo que lo
llevo a reflexionar sobre todo lo que debe enfrentar quien es privado de su libertad,
otorgándole tal particularidad una dimensión de mayor credibilidad a su
análisis.
Kropotkin
aborda los regímenes penitenciarios europeos de aquella época teniendo como eje
el sistema carcelario francés, particularmente la, en aquél entonces, famosísima
prisión de Clairvaux, considerada por propios y extraños como el modelo pleno
que encarnaba la representación más acabada de la modernidad carcelaria.
Podría
pensarse que de entonces a la fecha muchas cosas han cambiado en torno a este
tema y quizá no sean pocos quienes opinen que la sustancia de esta conferencia
se encuentra por completo rancia.
No
compartimos esta opinión, e incluso nos parece que visto el tema a la
distancia, pocos cambios en concreto se han producido. El problema de la delincuencia
continúa asolando machaconamente a las sociedades contemporáneas. Bástenos, a
guisa de ejemplo, citar el alto grado de inseguridad que priva en muchísimas
ciudades del mundo, mismo que es cotidianamente enfrentado por toda la
ciudadanía.
Los problemas
de las prisiones contemporáneas, si hemos de dar crédito a la prensa, van en
vertiginoso aumento: sangrientos motines, alarmante tráfico de drogas,
aterradora sobrepoblación, son sólo unos cuantos indicativos que nos describen
a una institución en crisis permanente que, dígase lo que se diga, no arroja
resultados satisfactorios a las sociedades que, con sus impuestos, las costean.
¿Y qué decir
del alto porcentaje de reincidencia mostrado por los involuntarios visitantes
de tan lúgubres residencias?
No,
definitivamente no podemos considerar viejas e inservibles para la
actualidad las tesis y opiniones aquí expuestas por el gran teórico de la
corriente del anarquismo comunalista, el príncipe Pedro Alejandro Kropotkin. En
esencia, y es esa nuestra opinión, lo expuesto en esta conferencia sigue
teniendo la misma validez y frescura que cuando fue pronunciado hace más de un
siglo.
Ahora bien,
incluimos también en esta edición virtual un texto del historiador
norteamericano, el profesor Paul Avrich, en el que expone una breve pero muy
interesante descripción de las actividades desarrolladas por el autor de la conferencia. De
igual manera insertamos varias fotografías, tanto de los honores funerarios
rendidos a Kropotkin por el movimiento anarquista ruso de aquella época, como
de célebres delincuentes y prisiones, ahora inexistentes, de México. Tal es el
caso, por ejemplo, de la tristemente célebre prisión de Belén tan
constantemente citada por anarquistas y sindicalistas mexicanos de las primeras
décadas del siglo XX.
Chantal
López y Omar Cortés
PIOTR
KROPOTKIN
Revolucionario
y geógrafo ruso, Pedro Kropotkin fue, desde la década de 1870 hasta su muerte
en 1921, la principal figura y el más prominente teórico del movimiento
anarquista. Aunque logró nombradía en un número de diferentes especialidades,
que van desde la geografía y la zoología hasta la sociología y la historia, se
apartó del éxito material para dedicarse a la vida de un revolucionario. Hablando
en mítines, fundando periódicos, escribiendo libros y artículos hizo más que no
importa qué otra figura para fomentar la causa libertaria en Europa y en todo
el mundo.
Kropotkin
nació en Moscú el 9 de diciembre de 1842, hijo del príncipe Aleksey Petrovich
Kropotkin, y fue educado en el exclusivo Cuerpo de los Pajes en San
Petersburgo (Leningrado). Durante un año sirvió como ayudante del zar Alejandro
II y, desde 1862 hasta 1867, como oficial del ejército en Siberia; aparte de
sus deberes militares, estudió la vida del reino animal y tomó parte en
exploraciones geográficas. Basándose en sus observaciones elaboró la teoría de
las líneas estructurales en las cordilleras y revisó la cartografía del Asia
oriental. También contribuyó al conocimiento del glaciarismo de Asia y de
Europa durante la Época
Glacial.
Los
descubrimientos de Kropotkin fueron reconocidos inmediatamente y abrieron el
camino para una distinguida carrera científica. Pero en 1871 rehusó el cargo de
secretario en la
Sociedad Geográfica Rusa y, renunciando a su herencia
aristocrática, dedicó su vida a la causa de la justicia social. Durante su
servicio en Siberia había ya empezado su conversión al anarquismo -la teoría de
que todas las formas de gobierno deberían ser abolidas- y en 1872 una visita a
los relojeros suizos de las Montañas Jurasianas, con sus voluntarias
asociaciones de apoyo mutuo, ganaron su admiración y confirmaron sus creencias
libertarlas.
Cuando
retornó a Rusia se unió a un grupo revolucionario que diseminaba propaganda
entre los trabajadores y campesinos de San Petersburgo y de Moscú. Atrapado en
una redada policial, fue encarcelado en 1874, pero realizó una fuga sensacional
dos años más tarde, huyendo a Europa occidental, donde su nombre fue pronto venerado
en los círculos avanzados.
Los próximos
años los paso casi siempre en Suiza hasta que fue expulsado a pedido del
gobierno ruso después del asesinato del zar Alejandro II por los
revolucionarios en 1881. Se trasladó a Francia, pero fue detenido y encarcelado
durante tres años, acusado de fraguados cargos de sedición.
Liberado en
1886, se fue a vivir a Inglaterra, donde permaneció los siguientes 30 años,
hasta que la Revolución de 1917 le permitió retornar a su país natal.
Durante su largo exilio Kropotkin escribió una serie de influyentes libros -los
más importantes fueron Palabras de un rebelde (1885), En las
prisiones de Rusia y Francia (1887), La conquista del pan (1892), Campos,
fábricas y talleres (1899), Memorias de un revolucionario (1899), La
ayuda mutua (1902), La literatura rusa (1905) y La Gran Revolución
1789 - 1793 (1909)- en la cual promovió su filosofía libertaria.
Su
finalidad, como a menudo lo hizo notar, era poner una base científica al
anarquismo. En La ayuda mutua, que es ampliamente considerado como su
obra maestra, argumentó que, a pesar del concepto darwinista sobre la
supervivencia de los más hábiles, la cooperación más bien que el conflicto es
el principal factor de la evolución de las especies. Suministrando abundantes
ejemplos, demostró que la sociabilidad es un rasgo dominante en todos los
niveles del reino animal.
También
entre los seres humanos encontró que el apoyo mutuo ha sido la regla más bien
que la excepción.
Rastreó la evolución de la cooperación voluntaria en las
tribus primitivas, la aldea campesina, los pueblos del Medioevo y en una
variedad de modernas asociaciones -sindicatos, sociedades científicas, la Cruz Roja-, que
han continuado practicando el apoyo mutuo a pesar de la ascensión del
coercitivo Estado burocrático. El curso de la historia moderna, creía,
se encamina hacia las sociedades descentralizadas, apolíticas, cooperadoras, en
las cuales los hombres desarrollarán sus facultades creadoras sin la
interferencia de gobernantes, sacerdotes o soldados.
En su teoría
del comunismo libertario, según la cual la propiedad privada e ingresos
desiguales desaparecerán para dar lugar a la libre distribución de las
mercancías y los servicios, Kropotkin dio un paso en grande para la evolución
del pensamiento económico anarquista. Substituyó el principio de los salarios
por el de las necesidades. Cada persona juzgaría sus propios requerimientos,
sacando del supermercado común lo que estimara necesario, hubiera o no
contribuido al trabajo. Kropotkin preveía una sociedad en la que los hombres a
la vez harían trabajo manual e intelectual, trabajando en la industria o en la agricultura. Los
miembros de cada comunidad cooperativa desde sus 20 a sus 40 años, trabajarían
de cuatro a cinco horas por día, suficientes para una vida confortable, y la
división del trabajo motivaría una división de agradables tareas, como
resultado de la especie de existencia integrada y orgánica que había
prevalecido en la ciudad medioeval.
Para
preparar a los hombres hacia una vida más feliz, Kropotkin fijó sus esperanzas
en la educación de los jóvenes. Para lograr una sociedad integrada clamaba por
una educación integral que a la vez desarrollase habilidades
intelectuales y manuales. Debido énfasis debía ser puesto en las humanidades y
en los principios básicos de las matemáticas y las ciencias; pero, en lugar de
ser enseñadas sólo en los libros, los niños debían recibir una activa educación
al aire libre y aprender trabajando y observando en el terreno, una
recomendación que ha sido ampliamente señalada por modernos educadores.
Basándose en
su propia experiencia de la vida en la cárcel, Kropotkin también propugnaba por
una entera modificación del sistema penal. Decía que las cárceles eran escuelas
del crimen que, en vez de reformar al delincuente, lo sujetaban a castigos
embrutecedores y lo endurecían en sus instintos criminales. En el mundo futuro
de los anarquistas, fundado en la ayuda mutua, la conducta antisocial no sería
encarada mediante leyes o cárceles, sino por la comprensión humana y la presión
moral de la comunidad.
En Kropotkin
se combinaban las cualidades de un científico y un moralista con las de un
organizador revolucionario y propagandista. Debido a su sensata benevolencia,
condenaba el uso de la violencia en la lucha por la libertad y la igualdad, y
durante sus primeros años como militante anarquista, fue uno de los más
vigorosos expositores de la propaganda por el hecho - actos de
insurrección para reforzar la propaganda oral y escrita y despertar así los
instintos de rebelión del movimiento anarquista en Inglaterra y Rusia; y
ejerció una fuerte influencia en los movimientos de Francia, Bélgica y Suiza.
Pero se apartó de muchos de sus compañeros al apoyar a los poderes aliados
durante la Primera
Guerra Mundial. Su acción, aunque motivada por el temor
de que el autoritarismo germano podría ser fatal para el progreso social, violó
la tradición antimilitarista y motivó agrias polémicas que casi destruyeron al
movimiento por el que había trabajado casi medio siglo.
De todos
modos, los acontecimientos aparecieron más brillantes al estallar la Revolución Rusa.
Kropotkin, que ahora tenía 75 años, se apresuró a retornar a
su país natal. Cuando llegó a Petrogrado en junio de 1917, después de 40 años
de exilio, fue recibido calurosamente y se le ofreció el cargo de Ministro
de Educación en el gobierno provisional, que rehusó con brusquedad. No
obstante, nunca fueron tan brillantes sus esperanzas para un futuro libertario,
pues en 1917 vio la espontánea aparición de municipios libres y de soviets
-consejos de soldados y de trabajadores- que pensó podrían ser la base para una
sociedad sin Estado. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, sin
embargo, su entusiasmo se volvió un gran desengaño. Esto entierra la
Revolución dijo a un amigo. Los bolcheviques, decía, han demostrado cómo
una revolución no debe ser hecha, es decir, por métodos autoritarios en vez de
métodos libertarios. Sus últimos años los dedicó principalmente a la historia
de la ética, que nunca terminaría. Murió en el pueblo de Dmitrov cerca de Moscú
el 8 de febrero de 1921. Su entierro, acompañado por cien mil admiradores
suyos, fue la última ocasión en que la bandera negra de los anarquistas
flameó en las calles de Moscú.
La vida de
Kropotkin ejemplarizó una alta modalidad ética y la combinación de la labor
manual e intelectual que predicó a través de sus escritos. No mostró nada del
egoísmo, la duplicidad y el ansia de poder que malogró la imagen de tantos
otros revolucionarios. Debido a esto fue admirado no sólo por sus propios
compañeros, sino por muchos para quienes la etiqueta de anarquista significa no
mucho más que el puñal y la
bomba. El escritor francés Romain Rolland dijo que Kropotkin
vivió lo que Tolstoi solamente predicó, y Oscar Wilde le llamó uno de los dos
hombres realmente felices que había conocido.
Paul Avrich
De la revista Reconstruir
correspondiente al bimestre noviembre
-diciembre
de 1975, Buenos Aires, Argentina.
INTRODUCCIÓN
La cuestión
que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de
las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo XIX. Después de
la cuestión económica, después de la del Estado, aquélla es, quizás, la más importante
de todas. En realidad, puesto que la distribución de la justicia fue el
principal instrumento en la constitución de todos los poderes, puesto que es la
base misma y el fundamento más sólido de los poderes constituidos, no exageraré
si digo que la cuestión de saber qué debe hacerse con los que cometen actos
antisociales, encierra en si la gran cuestión del gobierno y del Estado.
Muchas veces
se ha dicho que la función principal de toda organización política, es
garantizar doce jurados probos a todo ciudadano, al que otros ciudadanos
denunciaren por cualquier motivo. Pero falta saber qué derechos debemos
reconocer a esos diez, o doce, o cien jurados, sobre el ciudadano al que
consideren culpable de un acto antisocial y perjudicial para sus semejantes.
Esta
cuestión resuélvese actualmente de la manera más sencilla. Se nos responde: ¡Castigarán!
¡Sentenciarán a muerte, a trabajos forzados o a presidio! Y esto es lo que
se hace. Es decir, que, en nuestro penoso desarrollo, en esta marcha de la
humanidad por entre los prejuicios y las ideas falsas, hemos llegado a tal
punto. Mas también ha llegado la hora de preguntar: ¿Es justa la muerte, es
justo el presidio? ¿Se consigue con ellos el doble fin que trátase de obtener:
impedir que se repita el acto antisocial y tornar mejor al hombre que se
hiciera culpable de un acto de violencia contra su semejante? Y, para concluir,
¿qué significa la palabra culpable, con tanta frecuencia empleada, sin
que hasta la fecha se haya intentado decir en qué consiste la culpabilidad?
A todas
estas preguntas propóngome responder; dar un esbozo de respuesta, mejor dicho,
en el corto espacio de una velada.
Grandes son
estas cuestiones, que encierran en sí la dicha, no sólo de los centenares de
millares de detenidos que en este momento gimen en nuestras cárceles y
presidios; la suerte, no sólo de las mujeres y niños que sollozan en la miseria
desde que el cabeza de familia fuera encerrado en un calabozo, sino
también la dicha y la suerte de toda la humanidad. Toda
injusticia cometida con el individuo, es en último término sentida por toda la
humanidad.
Ciento
cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las
cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa.
Enormes
cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en
engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina - policía y magistratura
- encargada de poblar sus prisiones. Y, como el dinero no brota solo en las
cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un
obrero, resulta de aquí, que todos los años, el producto de millones de
jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones.
Pero ¿quién,
prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa en
la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la
prensa, que, sin embargo, casi nunca se ocupa en nada que a las prisiones se
refiera. Si alguna vez se habla de ellas, no es sino a consecuencia de
revelaciones más o menos escandalosas. En tales casos, por espacio de quince
días se grita contra la administración, se piden nuevas leyes que vayan a
aumentar el número, nada bajo, de las vigentes, y pasado aquel tiempo, todo
queda igual, si no cambia y se hace peor.
En cuanto a
la actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos, no
pasa de la más completa indiferencia: con tal de que tengan pan que comer, agua
para beber y trabajo, mucho trabajo, todo va bien. Indiferencia completa,
cuando no odio. Porque todos recordamos lo que la prensa dijo no hace mucho,
con motivo de algunas mejoras introducidas en el régimen de las prisiones. Es
demasiado para los pícaros, se leía en periódicos que se las echaban de
avanzados. Nunca serán tratados tan mal como se merecen.
Pues bien,
ciudadanas y ciudadanos: habiendo tenido ocasión de conocer dos cárceles de
Francia y algunas de Rusia; habiéndome visto obligado, por circunstancias de mi
vida, a estudiar con cierto detenimiento las cuestiones penitenciarias, creo
que deber mío es decir a la faz del mundo lo que son las prisiones de hoy, así
como el relatar mis observaciones y el exponer las reflexiones que estas
observaciones me sugirieran.
Dicho esto,
abordo la gran cuestión. En primer lugar, ¿en qué consiste el régimen de las
prisiones francesas?
Sabido es
que hay tres grandes categorías de prisiones: la Departamental, la Casa
central y la Nueva
Caledonia.
En lo que a la Nueva Caledonia se
refiere, los datos que tenemos respecto a aquellas islas son tan
contradictorios y tan incompletos, que es imposible formarse una idea justa de
lo que es allí el régimen de los trabajos forzados.
En cuanto a
las prisiones departamentales; la que nosotros nos vimos obligados a conocer,
en Lyon, se halla en tan mal estado, que cuanto menos se hable de ella mejor
será. En otra parte dije en qué estado la encontré, bosquejando a la vez la
funesta influencia que ejerce sobre las criaturas que en ella están encerradas.
Aquellos infelices son condenados, a causa del régimen a que se han sometido, a
arrastrarse toda la vida por cárceles y presidios y a morir en una isla del
Pacifico.
Por
consiguiente, no digo más acerca de la prisión departamental de Lyon, y paso a
la Casa central de Clairvaux, tanto más cuanto que, con la prisión militar de
Brest, es el mejor edificio de tal suerte con que Francia cuenta, y, a juzgar
por lo que se sabe respecto a las prisiones de los demás países, una de las
mejores cárceles de Europa.
Veamos,
pues, lo que es una de las mejores prisiones modernas; juzgaremos más
acertadamente a las otras. Advertiremos que la vimos en las mejores
condiciones: poco antes de llegar yo, uno de los detenidos había sido muerto en
su celda por los carceleros, y toda la administración había sido cambiada; y
con franqueza he de decir que la nueva administración no tenía en modo alguno
aquel carácter que se halla en tantas otras cárceles: el de tratar de hacer la
vida del detenido lo más penosa posible. Es también la única prisión grande de
Francia que no tuviera una sedición después de las sediciones de hace dos años.
Cuando el
ser humano se acerca a la inmensa muralla circular, que costea las pendientes
de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel,
creeríase junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas
grandísimas, humeantes, máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado
ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye al pronto.
Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1 400 detenidos, ha sido
necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables
talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela
grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los
detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de
botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así
sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre
aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella
población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un
canal otras.
He ahí la
inmensa inversión de fondos, y la variedad de oficios que ha sido necesario
introducir para procurar un trabajo útil a 1 400 hombres.
Siendo
incapaz el Estado de tan inmensa inversión de fondos y de colocar
ventajosamente lo que producen, es evidente que ha tenido necesidad de
dirigirse a contratistas, a los que cede el trabajo de los detenidos a precios
en mucho inferiores a los que rigen fuera de la cárcel.
Efectivamente,
los jornales de Clairvaux no son sino de 50 céntimos y de 1 franco. Mientras
que en la fábrica de catres puede un hombre ganar hasta 2 francos, muchísimos
detenidos no ganan sino 70 céntimos por jornada de 12 horas, y en ocasiones
sólo 50. De esta cantidad el Estado se apropia una muy notable parte, y el
resto es dividido en dos, una de las cuales se entrega al preso para que compre
en el comedor algún alimento; el resto le es entregado cuando sale de la
prisión.
En los
talleres pasan los detenidos la mayor parte del día, salvo una hora de escuela,
y 45 minutos de paseo, en fila, a los gritos de ¡una! ¡dos! de los
carceleros, distracción a la que se denomina hacer la rastra de chorizos.
El domingo se pasa en los patios, si hace buen día, y en los talleres cuando el
tiempo no permite salir al aire libre.
Agreguemos
aún que la Casa central de Clairvaux estaba organizada bajo el sistema de
silencio absoluto, sistema tan contrario a la naturaleza humana que no podía
ser mantenido sino a fuerza de castigos. Así es que durante los tres años que
yo pasé en Clairvaux, fue cayendo en desuso. Abandonábase poco a poco, siempre
que las conversaciones en el taller o en el paseo no fuesen demasiado
acaloradas.
Mucho podría
decirse acerca de esta cárcel provisional y de corrección; pero las palabras
que le hemos dedicado bastarán para dar una idea general de lo que aquello es.
En cuanto a
las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En
las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé, gracias a la literatura, a
informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos
que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta
nación más humano, y el tradmill, la rueda sobre la que el detenido
inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra
parte, el castigo francés, consistente en hacer andar al recluso durante meses,
a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y
de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal
que aun se impone en Inglaterra.
Las
prisiones alemanas tienen un carácter de dureza que las hace excesivamente
penosas.
En cuanto a
las prisiones austriacas y rusas, se hallan aún en un estado más deplorable.
Podemos,
pues, tomar la Casa central de Francia como representante bastante bueno de la
prisión moderna.
He ahí, en
pocas palabras, el sistema de organización de las prisiones consideradas como
las mejores en estos momentos. Veamos ahora cuáles son los resultados obtenidos
por estas organizaciones excesivamente costosas.
Dos
respuestas, tiene esta pregunta. Y es la primera que todos, hasta la misma
administración, están de acuerdo en que estos resultados son los más
lastimosos.
El hombre
que ha estado en la cárcel, volverá a ella.
Cierto,
inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la
administración de justicia criminal de Francia, nos dicen que la mitad
aproximadamente de los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las
dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional, fueron
educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los reincidentes. Casi la
mitad (de 42 a
45 por 100) de los juzgados por asesinato, y las tres cuartas partes (de 70 a 72 por 100) de los sentenciados
por robo, son otros tantos reincidentes. 70 000 hombres son anualmente
detenidos sólo en Francia. En cuanto a las cárceles centrales, más de la
tercera parte (de 20 a
40 por 100) de los detenidos, puestos en libertad por aquellas mal nominadas instituciones
correccionales, vuelven a la cárcel dentro de los doce meses que siguen a la
fecha de su primera salida de ella. Es tan constante este hecho, que en
Clairvaux se oía decir a los carceleros: Muy extraño es que Fulano aun no
haya vuelto. ¿Habrá tenido tiempo de pasar a otro distrito judicial? Y hay
en las casas centrales presos ancianos que, habiendo logrado tener un sitio
bueno en el hospital o en el taller, ruegan, al salir de la cárcel, que se les
reserve el sitio aquél para su próximo regreso. Aquellos pobres ancianos están
seguros de que no tardarán en volver.
Por otra
parte, los que han estudiado y conocen estas cosas (citaré por ejemplo, el
doctor Lombroso), afirman que si se llevase cuenta de los que mueren en cuanto
han salido de la cárcel, de los que cambian de nombre, o emigran, o logran
ocultarse después de haber cometido un nuevo acto no de acuerdo con las leyes
vigentes; si todos éstos fuesen tenidos en cuenta, uno se vería precisado a
preguntarse si todos los detenidos puestos en libertad no incurren en la
reincidencia.
He aquí lo
que se consigue con las prisiones.
Pero no es
esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel, es siempre más
grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas
están de acuerdo en esto.
La
reincidencia se ha hecho un problema inmenso para Europa, un problema que
Francia quiso no ha mucho resolver, enviando a todos los reincidentes a gustar
de la fiebre de Cayena. Por otra parte, la exterminación empieza ya el camino.
Todos habéis leído que, hace tres días, once reincidentes fueron pasados por
las armas a bordo del navío que a aquel punto les llevaba; acto de
salvajismo que será muy tenido en cuenta cuando el capitán de la embarcación
sea nombrado director de la colonia de Cayena.
Pues bien,
no obstante las reformas introducidas, no obstante los sistemas penitenciarios
puestos a prueba, el resultado siempre ha sido igual. Por una parte, el número
de hechos contrarios a las leyes existentes no aumenta ni disminuye, cualesquiera
que sea el sistema de penas infligidas. Se ha abolido el knut ruso y
la pena de muerte en Italia, y el número de asesinatos sigue siendo igual.
Aumenta o disminuye la crueldad de los erigidos en jefes; cambia la crueldad o
el jesuitismo de los sistemas penitenciarios, pero el número de los actos mal
llamados crímenes, continúa invariable. Sólo le afectan otras causas, de las
cuales ahora voy a hablar.
Y, por otra
parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen penitenciario,
la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable, lo cual debe ser así; la
prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la
vida en sociedad.
Conviértenle
en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de
esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección -,
y que los mismos carceleros llaman Casas de corrupción.
Si se me
preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada!
- respondería - porque no es posible mejorar una prisión. Salvo algunas
pequeñas mejoras sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino
demolerlas.
Para acabar
con el asqueroso contrabando del tabaco podría proponer que se dejara fumar a
los detenidos: Alemania lo ha hecho ya; y no le pesa haberlo hecho: el Estado
vende tabaco en el comedor. Pero, después del contrabando del tabaco, vendría
el del alcohol. Y todo conduciría al mismo resultado: a la explotaci6n de los
detenidos por los encargados de vigilarles.
Podría
proponer que al frente de cada prisión hubiera un Pestalozzi (me refiero al
gran pedagogo suizo que recogía a los niños abandonados y hacía de ellos buenos
ciudadanos), y podría también proponer que, en lugar de los vigilantes, ex
soldados y ex policías casi todos, se pusieran sesenta o más Pestalozzi. Pero
me responderíais: ¿Dónde encontrarlos? Y tendríais razón: porque el gran
pedagogo suizo no hubiera aceptado la plaza de carcelero; hubiera dicho:
-
El principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de
libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle
mejor. Cosecharéis la reincidencia.
Y eso es lo
que ahora voy a demostrar.
Hay, en
primer lugar, un hecho constante, un hecho que es ya, en sí mismo, la
condenación de todo nuestro sistema judicial: ninguno de los presos reconoce
que la pena que se le ha impuesto es la justa.
Hablad a un
detenido por hurto, y preguntadle algo acerca de su condena. Os dirá: Caballero,
los pequeños rateros aquí están, los grandes viven libres, gozan del aprecio
del público. ¿Y qué os atreveríais a responderle, vosotros que conocéis las
grandes compañías financieras fundadas expresamente para sorberse hasta las
monedas de cobre que ahorran los conserjes, y para permitir que los fundadores,
retirándose a tiempo, echen legalmente su agudo anzuelo sobre las pequeñas
fortunas que encuentran a su alcance? Conocemos a esas grandes compañías de
accionistas, sus circulares engañosas, sus timos... ¿Cómo responder, pues, al
prisionero, sino diciéndole que tiene razón?
Hablad ahora
a aquel otro, que está preso por haber robado en grande. Os dirá: No fui
bastante diestro; he ahí mi delito. ¿Y qué habíais de responderle, vosotros
que sabéis cómo se roba en las altas esferas, y cómo, después de escándalos
inenarrables, de los que tanto se habló en estos últimos tiempos, veis otorgar
un privilegio de inculpabilidad a los grandes ladrones? ¡Cuántas veces no
hemos oído decir en la cárcel!: ¡Los grandes ladrones no somos
nosotros; son los que aquí nos tienen! ¿Y quién se atreverá a decir lo
contrario?
Cuando se
conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los grandes
negocios financieros; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido a
todo ese gran mundo de la industria; cuando uno ve que ni aun los medicamentos
escapan de las falsificaciones más innobles; cuando se sabe que la sed de riquezas,
por todos los medios posibles, forma la esencia misma de la sociedad burguesa
actual, y cuando se ha sondeado toda esa inmensa cantidad de transacciones
dudosas, que se colocan entre las transacciones burguesamente honradas y
las que son acreedoras de la Correccional; cuando se ha sondeado todo eso,
llega uno a decirse, como decía cierto recluso, que las prisiones fueron hechas
para los torpes, no para los criminales.
En tal caso,
¿por qué tratáis de moralizar a los que llenan cárceles y presidios?
Este es el
ejemplo exterior. En cuanto al ejemplo dado en la prisión, inútil sería que
hablásemos de el extensamente; sábese ya lo que es. Hable de él en otra parte y
mi articulo fue reproducido por toda la prensa. La filosofía de todas las prisiones, de
San Francisco de Kamtchatka, es siempre ésta: Los grandes ladrones no somos
nosotros; son los que aquí nos tienen. Un solo hecho, por otra parte,
bastará como cuadro de costumbres; hablaremos del trafico del tabaco. Sabido es
que esta prohibido fumar en toda prisión francesa. Y, sin embargo, fuma aquel
que quiere y puede; sólo que esta mercancía preciosa, que mastica primero, que
en seguida se fuma y que se absorbe como rapé en forma de ceniza, se vende al
precio de cuatro sueldos pitillo, a cinco francos el paquete de diez sueldos.
¿Y quién vende este tabaco a los detenidos? ¡Unas veces los carceleros, otras
los contratistas de trabajos! Sólo que la tasa es exorbitante. He aquí, por
otra parte, cómo se practica la operación. El detenido se hace enviar cincuenta
francos a nombre del carcelero. Este se queda con la mitad de dicha suma y da
el resto al interesado, pero en tabaco, y a precios por el estilo del citado.
El contratista, por su parte, muchas veces paga el trabajo en pitillos.
Y nótese
bien que no sólo en Francia ocurre esto. La tarifa de la cárcel de Milbank, en
Inglaterra, es absolutamente igual: se paga más a veces. Trátase de un acuerdo
internacional.
Advierto
que, por mi parte, no doy a estos hechos gran importancia. Supongamos que se
permite a los detenidos asociarse para comprar alimentos, cual se hace en
Rusia, y que la administración no puede robarles nada. Supongamos que el
tráfico del tabaco desaparece y que éste es vendido a todo el mundo en el
comedor. La prisión no dejará por eso de ser prisión, y no cesará de ejercer su
influencia deletérea.
Las causas
de esta influencia son mucho más profundas.
Todo el
mundo conoce la influencia deletérea de la ociosidad. El
trabajo eleva al hombre. Pero hay trabajo y trabajo. Hay el del ser libre, que
permite a éste sentirse una parte del todo inmenso del universo. Y hay el
trabajo obligatorio del esclavo, que degrada al ser humano; trabajo hecho con
disgusto y sólo por temor a un aumento de pena. Y tal es el trabajo de la prisión. No hablo del
molino disciplinario inglés, en el que el hombre ha de andar como una ardilla
sobre una rueda ni de otros trabajos (tormentos) por el estilo. Eso no es otra
cosa que una baja venganza de la sociedad. Mientras que toda la humanidad trabaja
para vivir, el hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve
para nada, se siente fuera de la
ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera
de la ley, no acusemos a nadie sino a nosotros mismos.
Las cosas no
son más bellas cuando se toma en consideración el trabajo útil de las
prisiones. Ya dije por qué salario irrisorio trabaja allí el obrero. En estas
condiciones, el trabajo, que ya en sí no tiene ningún atractivo, porque no hace
funcionar las facultades mentales del trabajador, es tan mal retribuido, que
llega a considerarse como castigo. Cuando mis amigos anarquistas de Clairvaux
hacían corsés o botones de nácar, y ganaban 60 céntimos en diez horas de
trabajo (60 céntimos que se convertían en 30 después de que el Estado se apropiase
su parte), comprendían muy bien el disgusto que tal trabajo había de inspirar a
un hombre condenado a hacerlo. ¿Qué placer puede encontrarse en semejante
labor? ¿Qué efecto moralizador puede ejercer ese trabajo, cuando el preso se
repite continuamente que no trabaja sino para enriquecer a un amo? Cuando, al
acabar la semana, recibe una peseta y 60 céntimos exclama, y con razón:
–
Decididamente, los verdaderos ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos
tienen.
Más aún.
Nuestros compañeros no estaban obligados a trabajar; y, en ocasiones, por un
trabajo asiduo recibían una peseta. Y obraban de tal modo porque la necesidad
les impulsaba a hacerlo. Los que estaban casados, con el dinero aquel mantenían
correspondencia con sus esposas. La cadena que unía la casa con la cárcel no
estaba rota, y los que no estaban casados ni tenían una madre a quien sostener,
sentían una pasión: la del estudio; y trabajaban con la esperanza de poder
comprar, llegado el fin del mes, el libro deseado. Porque ¿dónde, sino en la
cárcel puede estudiar el trabajador?
Tenían una
pasión. Pero ¿qué pasión puede experimentar un prisionero de derecho común,
privado de todo lazo que pudiera aficionarle a la vida exterior? Por un
refinamiento de crueldad, los que imaginaron nuestras prisiones hicieron cuanto
pudieron para interrumpir toda relación entre el prisionero y la ciudad. En Inglaterra,
la mujer y los hijos no pueden verle más que una vez cada tres meses, y las
cartas que han de escribir inspiran risa. Los filántropos han llevado el
desprecio a la naturaleza hasta no permitir al detenido que firme si no es al
pie de una circular impresa.
En las
prisiones francesas, las visitas de los parientes no son tan severamente
limitadas, y en las prisiones centrales el director hasta se halla autorizado
para permitir, en casos excepcionales, la visita con sólo una verja por medio.
Pero, las cárceles centrales están lejos de las grandes poblaciones, y son las
grandes ciudades las que procuran mayor número de detenidos. Pocas mujeres
disponen de medios para hacer un viaje a Clairvaux, a fin de tener algunas
cortas entrevistas con sus esposos.
Así es que
la mejor influencia a que el preso podía ser sometido, la única que podría
traerle de fuera un rayo de luz, un elemento más dulce de vida, las relaciones
con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada. Las prisiones antiguas
eran menos limpias, menos ordenadas que las de hoy; pero eran más humanas.
En la vida
de un prisionero, vida gris que transcurre sin pasiones y sin emoción, los
mejores elementos se atrofian rápidamente. Los artesanos que amaban su oficio,
pierden la afición al trabajo. La energía física es rápidamente muerta en la prisión. La energía
corporal desaparece poco a poco, y no puedo encontrar mejor comparación para el
estado del prisionero, que la de la invernada en las regiones polares. Léanse
los relatos de las expediciones árticas, las antiguas, las del buen viejo Pawy
o las de Ross. Hojeándolas, sentiréis una nota de depresión física y mental,
cerniéndose sobre todo aquel relato, haciéndose más lúgubre cada vez, hasta que
el sol reaparece en el horizonte. Ese es el estado del prisionero. Su cerebro
no tiene ya energía para una atención sostenida, el pensamiento es menos
rápido; en todo caso, menos persistente; pierde su profundidad. Un informe
americano hacía constar, no hace mucho, que mientras que el estudio de las
lenguas prospera en las prisiones, los detenidos son incapaces de aprender
matemáticas. Y es la pura verdad; eso es lo que ocurre.
A mi entender,
puede atribuirse esta disminución de energía nerviosa a la carencia de
impresiones. En la vida ordinaria, mil sonidos y colores hieren diariamente
nuestros sentidos; mil menudencias llegan a nuestro conocimiento y estimulan la
actividad de nuestro cerebro.
Nada de esto
existe para el prisionero; sus impresiones son poco numerosas y siempre
iguales. De ahí la curiosidad del recluso. No puedo olvidar el interés con que
observaba, paseándome por el patio de la prisión, las variaciones de colores en
la veleta dorada de la fortaleza; sus tintes rosados, al ponerse el sol, sus
colores azulados de por la mañana, su aspecto indiferente en los días nublados
y claros, por la mañana y por la tarde, en verano y en invierno. Era aquélla
una impresión completamente nueva. La razón es probablemente quien hace que a
los presos les gusten tanto las ilustraciones. Todas las impresiones referidas
por el recluso, provengan de sus lecturas o de sus pensamientos, pasan a través
de su imaginación. Y el cerebro, insuficientemente alimentado por un corazón
menos activo y una sangre empobrecida, se fatiga, se descompone, pierde su
energía.
Hay otra
causa importante de desmoralización en las prisiones, sobre la cual no se habrá
nunca insistido lo suficiente, porque es común a todas las prisiones e
inherente al sistema de la privación de la libertad.
Todas las
transgresiones a los principios admitidos de la moral, pueden ser imputadas a
la carencia de una firme voluntad. La mayoría de los habitantes de las
prisiones son personas que no tuvieron la firmeza suficiente para resistir a
las tentaciones que les rodeaban, o para dominar una pasión que llegó a
dominarles. Pues bien, en la cárcel, como en el convento, todo es apropiado para
matar la voluntad del ser humano. El hombre no puede elegir entre dos acciones;
las escasísimas ocasiones que se ofrecen de ejercer su voluntad, son
excesivamente cortas; toda su vida fue regulada y ordenada de antemano; no
tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer, so pena de duros castigos.
En tales condiciones, toda la voluntad que pudiera tener antes de entrar en la
cárcel, desaparece. ¿Y dónde encontrará fuerza para resistir a las tentaciones
que ante él surgirán, como por encanto, cuando franquee aquellas paredes?
¿Dónde encontrará fuerza para resistir al primer impulso de un carácter
apasionado, si durante muchos años hizo todo lo necesario para matar en él la
fuerza interior, para volverle una herramienta dócil en manos de los que le
gobiernan?
Este hecho
es, a mi entender, la más fuerte condena de todo sistema basado en la privación
de la libertad del individuo. El origen de la supresión de toda libertad
individual se halla fácilmente: proviene del deseo de guardar el mayor número
de presos con el más reducido número de guardianes. El ideal de nuestras
prisiones fuera un millar de autómatas levantándose y trabajando, comiendo y
acostándose por medio de corrientes eléctricas producidas por un solo guardián.
De este modo
se puede economizar; pero no admite luego que hombres, reducidos al estado de
máquinas, no sean, una vez libres, los hombres que reclama la vida en sociedad.
El preso,
una vez libre, obra como aprendió a obrar en la cárcel. Las sociedades
de socorro nada pueden contra esto. Lo único que le es posible hacer es
combatir la mala influencia de las prisiones, matar sus malos efectos en
algunos de los libertados.
¡Y qué
contraste entre la recepción de los antiguos compañeros y la de todo
aquel que en el mundo, se ocupa de la filantropía! Para los jesuitas,
cristianos y filántropos, los prisioneros, cuando libres, son como la peste.
¿Cuál de ellos le invitará a su casa y le dirá sencillamente: He ahí un
aposento, ahí tiene usted trabajo, siéntese usted a esa mesa y forme parte de
nuestra familia? Le hace falta sostén, fraternidad, no busca sino una mano
amiga que estrechar. Pero, después de haber hecho cuanto estaba en su poder
para convertirle en enemigo de la sociedad, después de haberle inoculado los
vicios que caracterizan las prisiones, se le vuelve a echar al arroyo, se le
condena a tornarse reincidente.
Todos
conocemos la influencia de un traje decente. Hasta un animal se avergonzaría de
presentarse entre sus semejantes si su exterior le hiciera verse ridículo. Y
los hombres comienzan por dar un exterior de loco al que pretenden moralizar.
Recuerdo haber visto en Lyon el efecto producido en los presos por los trajes
que se les imponen. Los recién llegados, atravesaban el patio en que me paseaba
para entrar en el aposento en que se cambia de ropa. Casi todos ellos eran
obreros e iban vestidos pobremente; pero sus trajes estaban limpios. Y cuando
salieron con el innoble uniforme de la prisión, remendado con trapos
multicolores, un pantalón diez pulgadas más corto de lo debido, y con un mal
gorro, se les veía avergonzados de presentarse ante los demás, vestidos de
aquella suerte.
Tal es la
primera impresión del prisionero, que, mientras viva, se verá sometido a un
tratamiento que probará el mayor desprecio de los sentimientos humanos. En
Dartmoose, por ejemplo, los detenidos son considerados faltos del menor
sentimiento de pudor. Se les obliga a formar en fila, completamente desnudos,
ante las autoridades de la prisión, y a ejecutar en aquella forma una serie de
movimientos gimnásticos. ¡Volveos! ¡Alzad los dos brazos! ¡La pierna
derecha! Y así sucesivamente.
Un detenido
no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto humano. Es una cosa,
un simple número; se le considerará un objeto numerado.
Si cede al
más humano de todos los deseos, el de comunicar una impresión o un pensamiento
a un compañero, cometerá una infracción de la disciplina. Y, por
dócil que sea, concluirá por cometer esta infracción. Antes de entrar en la
cárcel, habrá podido causarle repugnancia la mentira, engañar a uno; mas en la
cárcel aprenderá a mentir y a engañar; hasta llegará el día en que la mentira y
el engaño sean para él una segunda naturaleza.
Y
desgraciado del que no se somete si la operación del registro le humilla, si la
misma le repugna, si deja ver el desprecio que le inspira el guardián que
trafica con tabaco, si parte su pan con el vecino, si tiene aún la suficiente
dignidad para irritarse al recibir un insulto, si es lo suficientemente honrado
para rebelarse contra las pequeñas intrigas; la prisión será un infierno para
él. Será sobrecargado de trabajo, si es que no se le envía a que se pudra en
una celda. La más pequeña infracción en la disciplina, tolerada en el
hipócrita, le hará objeto de los más duros castigos; será insubordinado. Y un
castigo traerá otro. Se le conducirá a la locura por medio de la persecución, y
por feliz puede tenerse si sale de la prisión de otro modo que en el ataúd.
Vimos en Clairvaux cuál es la suerte del insumiso. Un aldeano, reputado
como tal, se pudría en el calabozo de castigo. Cansado de tal vida pegó a un
vigilante. Se le recomendó permaneciera en Clairvaux. Entonces se suicidó. Y
careciendo de un arma para hacerlo, se mató comiéndose sus propios excrementos.
Fácil es
escribir en los periódicos que los vigilantes debieran ser severamente
vigilados, que los directores debieran elegirse entre las personas más dignas
de aprecio. Nada tan fácil como hacer utopías administrativas. Pero el hombre
seguirá siendo hombre, lo mismo el guardián que el detenido. Y cuando los
hombres están sentenciados a pasar toda la vida en situaciones falsas, sufrirán
sus consecuencias. El guardián se torna meticuloso. En ninguna parte, salvo en
los monasterios rusos, reina un espíritu de tan baja intriga y de farsa, tan
desarrollado como entre los guardianes de las prisiones. Obligados a moverse en
un medio vulgar, los funcionarios sufren su influencia. Pequeñas intrigas, una
palabra pronunciada por fulano, forman el fondo de sus conversaciones. Los
hombres son hombres, y no es posible dar a un individuo una partícula de
autoridad sin corresponderle. Abusará de ella, y le concederá tanto menos
escrúpulo, y hará sentir tanto más su autoridad, cuanto más limitada sea su
esfera de acción. Obligados a vivir en mitad de un campamento enemigo, los
guardianes no pueden ser modelos de atención y de humanidad. A la liga de los
detenidos, oponen la liga de los carceleros. La institución les hace ser lo que
son: perseguidores ruines y mezquinos. Poned a un Pestalozzi en su lugar (si es
que un Pestalozzi es capaz de aceptar cargo tal), y no tardará mucho en ser uno
de tantos guardianes.
Rápidamente,
el odio a la sociedad invade el corazón del detenido, quien se acostumbra a
aborrecer cordialmente a los que le oprimen. Divide el mundo en dos partes:
aquella a que pertenecen él y sus compañeros, y la en que figura el mundo
exterior, representado por el director, los guardianes y demás empleados. Entre
los detenidos fórmase una liga contra los que no visten el traje de prisionero.
Aquellos son sus enemigos, y bien hecho está cuánto se puede hacer y se hace
para engañarles. Una vez libre, el detenido pone en práctica su moral. Antes de
estar preso hubiera podido cometer malas acciones sin reflexionar; entonces
tiene ya una filosofía propia, la cual puede resumirse en estas palabras de
Zola:
¡Qué pícaros
son los hombres honrados!
Sábese en
qué horribles proporciones crecen los atentados al pudor en todo el mundo
civilizado. Muchas son las causas que contribuyen a este crecimiento, pero la
influencia pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar. La perturbación
provocada en la sociedad por el régimen de la detención, es en este sentido más
profunda que en ningún otro.
Inútil
resulta extenderse en el asunto. En lo que a prisiones de niños respecta (la de Lyon, por ejemplo),
puede decirse que día y noche la vida de aquellos desgraciados está impregnada
de una atmósfera de depravación. Lo propio ocurre con las prisiones de adultos.
Los hechos que observamos durante nuestro cautiverio, exceden a cuanto pudiera
idear la imaginación más depravada. Es necesario haber estado mucho tiempo
preso y haber escuchado las confidencias de los otros reclusos para saber a qué
estado de espíritu puede llegar un detenido. Todos los directores de prisión
saben que las cárceles centrales son las cunas de las más sorprendentes
infracciones de las leyes de la naturaleza. Y se incurre en un grave error al
creer que una reclusión completa del individuo en el régimen celular, puede
mejorar tal situación. Es una perversión del espíritu la causa de estos hechos;
y la celda es el medio mejor para dar aquella tendencia a la imaginación.
Si tomamos
en consideración las varias influencias de la prisión sobre el prisionero,
debemos convenir en que, una a una, y todas juntas lo mismo, obran de manera
que cada vez tornan menos propio para la vida en sociedad al hombre que ha
estado algún tiempo detenido. Por otra parte, ninguna de estas influencias obra
en el sentido de educar las facultades intelectuales y morales del hombre, de
conducirlo a una concepción superior de la vida, de hacerle mejor que era al
ser detenido.
La prisión
no mejora a los presos; en cambio, según hemos visto, no impide que, los
denominados crímenes, se cometan; testigos, los reincidentes. No responde,
pues, a ninguno de los fines que se propone.
He aquí el
por qué de la pregunta: ¿Qué hacer con los que desconocen la ley, no la ley
escrita, que no es otra cosa que una triste herencia de un pasado triste, sino
la que trata de los principios de moralidad grabados en el corazón de todos?
Y esa es la
pregunta a que nuestro siglo ha de contestar.
Hubo un
tiempo en que la medicina era el arte de administrar algunas drogas a tientas,
descubiertas por algunos experimentos. Los enfermos que caían en manos de los
médicos que administraban aquellas drogas, podían morir o sanar a pesar de
ellos; pero el médico tenía entonces una excusa: hacía lo que todos. No se
podía exigir de él que superase a sus contemporáneos.
Pero nuestro
siglo, apoderándose de cuestiones apenas entrevistas en otro tiempo, ha tomado
la medicina en otro sentido. En lugar de curar las enfermedades, la medicina
actual trata de evitarlas. Y todos nosotros conocemos los inmensos resultados
obtenidos de este modo. La higiene es el mejor de los médicos.
Pues bien,
lo propio hemos de hacer en lo que atañe a ese fenómeno social que aun se llama
crimen, pero que nuestros hijos llamarán enfermedad social. Evitar esta
enfermedad será la mejor de las curaciones. Y la conclusión esta, se ha hecho
ya el ideal de una escuela que se ocupa en cuestiones de ese género.
Esta
escuela, moderna, tiene ya toda una literatura. En sus filas militan los jóvenes
criminalistas italianos Poletti, Ferri, Colajanni y, hasta cierto punto,
Lombroso; tenemos por otra parte, esa gran escuela de psicólogos, en la que
figuran Griesinger y Kraft-Ebbing en Alemania, Despine en Francia y Mandsley en
Inglaterra; contamos con sociólogos como Quetelet y sus discípulos,
desgraciadamente poco numerosos, y finalmente, hay, por una parte, las modernas
escuelas de psicología relativa al individuo, y por otra las escuelas
socialistas relativas a la sociedad.
En los
trabajos publicados por esos innovadores, tenemos ya todos los elementos
necesarios para tomar una posición nueva respecto a aquellos a quienes la
sociedad vilmente decapitara, ahorcara o apresara hasta la fecha.
Tres grandes
series de causas trabajan constantemente para traducir los actos antisociales
llamados crímenes: las causas sociales, las causas antropológicas, las causas
físicas.
Comienzo por
estas últimas, que son las menos comunes, y cuya influencia es incontestable.
Cuando se ve
cómo un amigo lleva al correo una carta en cuyo sobre no ha puesto la
dirección, dícese uno que aquello es un olvido, un hecho imprevisto.
Pues bien, ciudadanas y ciudadanos; esos olvidos, ese hecho imprevisto,
se repiten en las humanas sociedades con la misma regularidad que los actos
fáciles de prever. El número de cartas expedidas sin señas se reproduce de año
en año con una regularidad sorprendente. Podrá ese número variar de un año a
otro. Pero, si es, supongamos, de mil en una población de muchos millones de
habitantes, no será de dos mil, ni de ochocientos, el año próximo. Continuará
siendo siempre de cerca de mil, con variación de algunas decenas. Los informes
anuales de la oficina de correos de Londres son sorprendentes bajo este
aspecto. Allí se repite todo, hasta el número de billetes de Banco arrojados
por los buzones en vez de cartas. ¡Ved qué caprichoso elemento es el olvido! Y,
sin embargo, este elemento está sometido a leyes tan rigurosas como las que
descubrimos en los movimientos de los planetas.
Lo propio
ocurre con los asesinatos que se cometen de un año a otro. Con las estadísticas
de los años anteriores a la vista, de antemano puede predecirse el número de
asesinatos que se registrarán en el transcurso del año siguiente, en cualquier
país europeo, con una sorprendente exactitud. Y, si se toman en consideración
las causas perturbadoras, unas de las cuales aumentan, mientras las otras
disminuyen las cifras, puede predecirse el número de asesinatos que han de cometerse,
unidades más o menos.
Hace algunos
años, en 1884, La Naturaleza, de Londres, publicó un trabajo de S. A.
Hill, acerca del número de actos de violencia y de suicidios en las Indias
inglesas. Todo el mundo sabe que cuando hace mucho calor, y a la vez es húmedo
el aire, el ser humano se halla más nervioso que en cualquier otra
ocasión. Pues bien; en la India, donde la temperatura es excesivamente calurosa
en verano, y donde el calor va ordinariamente acompañado de gran humedad, la
influencia enervante de la atmósfera se hace sentir mucho más que en nuestras
latitudes. Mr. Hill tomó las cifras de actos de violencia cometidos, mes por
mes, en una larga serie de años, y examinó la influencia de la temperatura y de
la humedad valiéndose de estas cifras. Por un procedimiento matemático muy
sencillo, hasta pudo calcular una fórmula que a cualquiera permite predecir el
número de crímenes, con sólo consultar el termómetro y el higrómetro, el
instrumento que mide la
humedad. Tómese la temperatura del mes y multiplíquese por 7,
agrégase al producto la humedad media, y multiplíquese la suma por 2; el
resultado será el número de asesinatos cometidos en el mes.
Puede
hacerse lo propio para saber los suicidios.
Semejantes
cálculos deben parecer muy extraños a los que todavía están de parte de los
prejuicios legados por las religiones. Mas para la ciencia moderna, que sabe
que los actos psicológicos dependen absolutamente de las causas físicas, tales
cálculos nada tienen de sorprendentes ni de dudosos. Por otra parte, los que
por experiencia conozcan la influencia enervante del calor, comprenderán
perfectamente por qué el indio, en un calor tropical y húmedo, saca pronto el
cuchillo para acabar una disputa, y por qué, cuando se halla disgustado de la
vida, se apresura a suicidarse.
La
influencia de las causas físicas en nuestros actos, hállase muy lejos de haber
sido completamente analizada. Y, sin embargo, es cosa muy conocida, que los
actos de violencia contra personas predominan en verano, mientras que en invierno
son más los actos violentos contra la propiedad.
Cuando se
examinan las curvas trazadas por el doctor E. Ferri, y se ve la de los actos de
violencia, subiendo y bajando con la curva de la temperatura, siguiéndola en
todas sus vueltas, siéntese uno vivamente impresionado por la similitud de las
dos curvas, y se comprende hasta qué punto es el hombre una máquina. El ser
humano, que hace alarde de su libre arbitrio, depende de la temperatura, del
viento y de la lluvia, como todo ser orgánico.
Evidente es
que tales investigaciones hállanse erizadas de dificultades. Los efectos de las
causas físicas son siempre muy complicados. Así, cuando el número de delitos
sube y baja con la cosecha de trigo o de vino, las influencias físicas no obran
sino indirectamente, por medio de las causas sociales ¿Quién sospechará, pues,
de tales influencias? Cuando es el tiempo bueno y abundante la cosecha, cuando
los lugareños están contentos, indudable es que se sentirán menos impulsados a
ventilar sus rencillas a puñaladas; mientras que si es el tiempo pesado y la
cosecha mala, lo cual torna al lugareño menos tratable, las disputas tomarán,
indudablemente, un carácter más violento. Me parece, por otra parte, que las
mujeres, que constantemente tienen ocasión de observar el bueno y el mal humor
de sus maridos, podrían decirnos algo acerca de las relaciones entre el bueno y
el mal humor y el buen o mal tiempo.
Las causas
fisiológicas, las que dependen de la estructura del cerebro y de los órganos
digestivos, así como del estado del sistema nervioso del hombre, son
ciertamente más importantes que las causas físicas. Y mucho se ha hablado de
ellas en estos últimos tiempos.
La
influencia de las capacidades heredadas por el hombre de sus padres y la de su
organización física sobre sus actos, fueron, no ha mucho, objeto de
investigaciones tan profundas, que hoy podemos formarnos una idea bastante
justa de este conjunto de causas. Cierto que no podemos aceptar las
conclusiones de la escuela criminalista italiana, que de estas cuestiones se ha
ocupado; que no podemos admitir las conclusiones del doctor Lombroso, uno de
los más conocidos representantes de la escuela, especialmente aquellas a que
llegara en su obra sobre el aumento de la criminalidad, publicada en 1879. Pero
podemos tomar de ellas los hechos, reservándonos el derecho de
interpretarlos a nuestro modo.
Cuando
Lombroso nos demuestra que la mayoría de los habitantes de nuestras prisiones
tienen algún defecto en la organización del cerebro, nosotros no podemos hacer
otra cosa que inclinarnos ante tal afirmación. Trátase de un hecho; nada más
que de un hecho. Hasta nos hallamos dispuestos a creer cuando afirma que la
mayoría de los habitantes de las prisiones tienen los brazos algo más largos que
el resto de los hombres. Y aun cuando demuestra que los asesinatos más brutales
fueron cometidos por individuos que tenían algún vicio serio en la estructura
de su cerebro, es esta una afirmación que la observación confirma.
Mas, cuando
Lombroso quiere deducir de estos hechos conclusiones a las que no puede prestar
autoridad; cuando, por ejemplo, afirma que la sociedad tiene el derecho de
tomar medidas contra los que encierran tales defectos de organización,
negámonos a imitarle. La sociedad no tiene ningún derecho que le permita
exterminar a los que cuentan con un cerebro enfermo, ni reducir a prisión a los
que tengan los brazos algo más largos de lo ordinario.
De buen
grado admitimos que los que han cometido actos atroces, actos de aquellos que
por instantes perturban la conciencia de toda la humanidad, fueran casi
idiotas. La cabeza de Frey, por ejemplo, que dio hace algún tiempo, la vuelta a
toda la prensa, es una prueba sorprendente de lo dicho. Pero todos los idiotas
no son asesinos. Y pienso que el más rabioso de los criminales de la escuela de
Lombroso retrocedería ante la ejecución en conjunto de todos los idiotas que
hay en el mundo. ¡Cuántos de ellos están libres, unos vigilados y otros
vigilando! ¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas
de curación, nos encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de
organización que Lombroso considera característicos de la locura criminal!
Toda la diferencia entre éstos y los que fueran entregados al verdugo, no es
sino la diferencia de las condiciones en que vivieran. Las enfermedades del
cerebro pueden ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al
asesinato. Pero éste no es obligado. Todo dependerá de las circunstancias en
que sea colocado el individuo que sufre una enfermedad cerebral. Frey murió
guillotinado, porque toda una serie de circunstancias le impulsaron hacia el
crimen. Cualquier otro idiota morirá rodeado de su familia, porque en su vida
no se le empujó nunca hacia el asesinato.
Nos negamos,
pues, a aceptar las conclusiones de Lombroso y de sus discípulos. Pero
reconocemos que, popularizando este género de investigaciones, prestó un
inmenso servicio. Porque para todo hombre inteligente, resulta, de hechos que
acumulará, que la mayoría de los que fueron tratados como criminales, no son
sino seres a quienes aqueja una enfermedad, y a los que, por lo tanto, es
necesario intentar curar prodigándoles los mejores cuidados, en lugar de
llevarlos a la prisión, donde su enfermedad no hará otra cosa que aumentar en
gravedad.
Mencionaré
aún las investigaciones de Mansdley sobre la responsabilidad en la locura.
También caben aquí
muchas observaciones que hacer en cuanto a las conclusiones del autor;
conclusiones que no valen lo que los hechos. Mas no puede leerse la citada obra
sin deducir que la mayoría de los hasta hoy condenados por actos de violencia,
fueron sencillamente hombres a quienes aquejaba una enfermedad cerebral más o
menos grave; casi todos de anemia del cerebro; no de plétora, como me decía
Elíseo Reclus no hace mucho, en el momento de separarme de él para venir a esta
conferencia. Sí, de anemia, resultante de la carencia de alimentación. El
loco ideal creado por la ley, dice Mansdley, el único que la ley reconoce
irresponsable, no existe, como no existe el criminal ideal que la ley
castiga. Entre uno y otro hay una inmensa serie de gradaciones insensibles, que
hacen que unos se toquen, se confundan. ¡Y esos seres son conducidos a la
prisión, donde se agrava su enfermedad!
Hasta la
fecha, las instituciones penales, tan queridas de los legistas y de los
jacobinos, no fueron más que un compromiso entre la antigua idea bíblica de
venganza, la idea de la Edad
Media, que atribuía todas las malas acciones a una mala
voluntad, a un diablo, que impulsaba al crimen, y la idea de los modernos
legistas, la idea de anular y de evitar lo que llaman crimen por medio del
castigo.
Pero seguro
estoy de que no se halla lejos el tiempo en que las ideas que inspiraron
Griesinger, Kraft-Ebbing y Despine se hagan del dominio público; y entonces nos
avergonzaremos de haber permitido por espacio de tanto tiempo que los
condenados fueran puestos en manos del verdugo y en las del carcelero. Si los
concienzudos trabajos de aquellos escritores fueran más conocidos, todos
comprenderíamos muy pronto que los seres a quienes se envía a la prisión, a
quienes se condena a muerte, son seres humanos que necesitan un tratamiento
fraternal.
Cierto que
no proponemos construir casas de curación en vez de cárceles y presidios.
¡Lejos de mí tal idea! La casa de curación es una nueva prisión. Lejos de mí la
idea lanzada de cuando en cuando por los señores filántropos que proponen
conservar la prisión, pero confiándosela a médicos y pedagogos. Los prisioneros
serían todavía más desgraciados; saldrían de aquellas casas más quebrantados
que de las prisiones que hoy conocemos.
Lo que los
presos de hoy no han encontrado en la sociedad actual es sencillamente una mano
fraternal que les ayudara desde la infancia a desarrollar las facultades
superiores del corazón y de la inteligencia, facultades cuyo desarrollo natural
fuera estorbado en ellos bien por un defecto de organización, anemia del
cerebro o enfermedad del corazón; del hígado o del estómago, bien por las
execrables condiciones sociales que actualmente se imponen a millones de seres
humanos. Pero estas facultades superiores del corazón y de la inteligencia no
pueden ser ejercitadas si el hombre se halla privado de libertad, si no puede
obrar como guste, si no sufre las múltiples influencias de la sociedad humana.
La prisión
pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y
presidios de hoy.
La
fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer
a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen.
Tomad aparte
a ese hombre, el cual ha cometido un acto de violencia contra uno de sus
semejantes. El juez, ese maniático, pervertido por el estudio del Derecho
romano, se apodera de él y se apresura a condenarle, y le envía a la prisión. Sin embargo,
si analizáis las causas que impulsaron al condenado a cometer aquel acto de
violencia, veréis (como lo notó Griesinger) que el acto de violencia tuvo sus
causas, y que estas causas trabajaban hacía mucho tiempo, bastante antes de que
aquel hombre cometiera el acto en cuestión. Ya en su vida anterior se traslucía
cierta anomalía nerviosa, un exceso de irritabilidad: tan pronto, por una
bagatela, expresaba con calor sus sentimientos, como se desesperaba a causa de
una pena mínima, como se enfurecía a la menor contrariedad. Pero esta
irritabilidad era a su vez causada por una enfermedad cualquiera: una
enfermedad del cerebro, del corazón o del hígado, con frecuencia heredada de
sus padres. Y, desgraciadamente, nunca hubo nadie que diera mejor dirección a
la impresionabilidad de aquel hombre. En mejores condiciones, hubiera podido
ser un artista, un poeta o un propagandista celoso. Pero, falto de aquellas
influencias, en un medio desfavorable, se hizo lo que se llama un criminal.
Más aun. Si
cada uno de nosotros se sometiera a sí mismo a un severo análisis, vería que en
ocasiones pasaron por su cerebro, rápidos como el relámpago, gérmenes de ideas,
que constituían, no obstante, aquellas mismas ideas que impulsan al hombre a
cometer actos que en su interior reconoce malos.
Muchos de
nosotros habremos repudiado esas ideas en cuanto nacieron. Pero, si hubiesen
hallado un medio propicio en las circunstancias exteriores; si otras pasiones
más sociables y, sin embargo, bellas, tales como el amor, la compasión, el
espíritu de fraternidad, no hubieran estado allí para apagar los resplandores
del pensamiento egoísta y brutal, esos relámpagos, a fuerza de repetirse,
hubieran acabado por conducir al hombre a un acto de brutalidad.
Los
criminalistas gustan mucho de hablar hoy de criminalidad hereditaria; y los
hechos citados en prueba de este aserto (por Thompson, en un periódico inglés
de Ciencia natural, hacia 1870), son verdaderamente extraordinarios. Pero,
veamos. ¿Qué es lo que puede heredarse de padres criminales?
¿Sería acaso
un chichón de criminalidad? Absurdo fuera afirmarlo. Lo que se hereda es una
carencia de voluntad, cierta debilidad de aquella parte del cerebro que analiza
nuestras acciones, o bien pasiones violentas, o bien cariño a lo arriesgado, o
bien una vanidad más o menos excesiva. La vanidad, por ejemplo, combinada con
el cariño a lo arriesgado, es un rasgo muy común en las prisiones. Pero la
vanidad tiene campos muy variados para explayarse. Puede producir un criminal
como Napoleón o el asesino Frey. Pero si se halla asociada a otras pasiones de
orden más elevado, también puede producir hombres de talento; y, lo que es aun
más importante, la vanidad desaparece bajo el examen de una inteligencia bien
desarrollada. Los necios son los únicos vanidosos.
En cuanto al
cariño a lo arriesgado que es uno de los rasgos distintivos de los que son
juzgados por malas acciones de gran importancia, tal cariño, bien encaminado
por las influencias exteriores, tórnase una fuente benéfica para la sociedad. El impulsa
a los hombres a los viajes lejanos, a las empresas peligrosas. ¡Cuántos de los
que hoy pueblan nuestras prisiones hubieran hecho grandes descubrimientos o
exploraciones peligrosas, si su cerebro, armado de conocimientos científicos,
les hubiera podido abrir más vastos horizontes que los que se abren ante el
niño cuando habita uno de nuestros estrechos callejones y recibe por toda
instrucción el inútil bagaje de nuestras escuelas!
El
cristianismo trata de ahogar las malas pasiones. La sociedad futura, Fourier lo
había previsto, les utilizará dándoles un vasto campo de actividad.
¡Cuántas
buenas pasiones no se encontrarían en la población actual de las cárceles y
presidios, si fraternales relaciones, sólo fraternales relaciones, las
despertasen! El doctor Campbell, que durante treinta años fue médico en varias
prisiones inglesas, nos dice: Tratando a los prisioneros con dulzura y con
tanta consideración como si fuesen delicadas señoras, siempre reinará el orden
más completo en el hospital. Hasta los prisioneros más groseros me sorprendían
por los cuidados que a los enfermos prodigaban. Se podría creer que sus
costumbres desordenadas y su vida accidentada les han vuelto duros e
indiferentes. Mas, a pesar de eso, han conservado un vivo sentimiento del bien
y del mal y otras personas honradas confirman lo que dice el doctor
Campbell.
Pero el
secreto de ello es sencillísimo. El enfermero del hospital -me refiero al
enfermero ocasional que aun no se ha hecho funcionario- tiene ocasión de
ejercitar sus buenos sentimientos, tiene ocasión de compadecerse, y en el
hospital goza de una libertad que desconocen los otros presos. Además, aquellos
de que habla Campbell se hallaban bajo la influencia de aquel hombre excelente,
y no bajo la de policías retirados.
En una
palabra, las causas fisiológicas, de las que tanto hemos hablado en estos
últimos tiempos, no son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo
sea conducido a la prisión.
Pero estas no son causas de criminalidad propiamente
dicha, como tratan de hacerlo creer los criminalistas de la escuela de
Lombroso.
Estas
causas, mejor dicho, estas afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del
sistema cerebro espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La
inmensa mayoría de los seres humanos tienen alguna de las enfermedades
mencionadas, pero estas enfermedades no llevan al hombre a cometer un acto
antisocial sino cuando circunstancias exteriores dan ese giro mórbido al
carácter.
Las
prisiones no curan las afecciones fisiológicas; lo que hacen es agravarlas. Y
cuando uno de tales enfermos sale de la cárcel o del presidio, es aún menos
propio para la vida en sociedad que cuando entrara; siéntese todavía más inclinado
a cometer actos antisociales. Para impedir tal efecto será necesario aligerarle
de todo el daño que causara la prisión; borrar toda la masa de cualidades
antisociales que le inculcara el presidio. Todo esto puede hacerse, puede
intentarse al menos. Más entonces, ¿por qué comenzar por volver al hombre peor
de lo que era, si, andando el tiempo, ha de ser necesario destruir la
influencia de la prisión?
Pero si las
causas físicas ejercen tan poderosa influencia sobre nuestros actos, si nuestra
organización fisiológica es con frecuencia la causa de los actos antisociales
que cometemos, ¡cuánto más poderosas no son las causas sociales, de las
que ahora voy a hablar!
Los que los
romanos de la decadencia llamaban bárbaros, tenían una excelente costumbre. Cada
grupo, cada comunidad, era responsable ante las otras de los actos antisociales
cometidos por uno de sus individuos.
Y tan
plausible costumbre desapareció, como desaparecen otras tan buenas y mejores.
El individualismo ilimitado ha substituido al comunismo de la antigüedad
franco-sajona. Pero volveremos a él. Y otra vez los espíritus más inteligentes
de nuestro siglo -trabajadores y pensadores- proclaman en voz alta que la
sociedad entera es responsable de todo acto antisocial en su seno cometido.
Tenemos nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de
nuestros héroes y de nuestros genios. La tenemos también en los actos de
nuestros asesinos.
De año en
año, millares de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras
ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a
podredumbre y holganza, junto a la lujuria que inunda nuestras grandes
poblaciones.
No saben lo
que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en
la vida sin conocer un empleo razonable de sus jóvenes fuerzas. El hijo del
salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en
orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario que vive
en el arroyo. Por la mañana, el padre y la madre salen de la covacha en busca
de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún oficio; y si va a la
escuela, en ella no le enseñan nada útil.
No está mal
que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Mas yo
les diría:
– Si
vuestros hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del
pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna!
Cuando vemos
crecer de este modo la población infantil de las grandes ciudades, solamente
una cosa nos admira: que tan pocos de aquellos niños se hagan ladrones y
asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales
de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en el callejón
más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las
instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa
aversión a la violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos
palacios de nuestras ciudades. Y, del otro lado de la escala, ¿qué ve el niño
que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable, insensato, estúpido. Todo -esos
almacenes lujosos, esa literatura que no cesa de hablar de riqueza y de lujo,
ese culto del dinero-, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al
lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, a destrozar el producto
del trabajo de los demás.
Cuando hay
barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre continúa
siendo animal, aun cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el
lema es ¡Enriqueceos! ¡Aplastad cuanto encontréis a vuestro paso, buscad
dinero por todos los medios, excepto por el que conduce ante un tribunal!
Cuando todos, del obrero al artesano, oyen decir todos los días, que el ideal
es hacer trabajar a los demás y pasar la vida holgando; cuando el trabajo
manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras clases directoras
prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando la
mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa
superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto
de la riqueza y predicar el desprecio al utopista y al soñador que la
desdeña; cuando tantas causas trabajan para inculcarnos instintos malsanos,
¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad misma fabrica a diario esos
seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos seres imbuidos de
sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se ven
coronados por el éxito, enviándoles al cadalso o a presidio cuando lo hicieron
mal.
He aquí las
verdaderas causas de los actos antisociales en la sociedad.
Cuando la revolución
haya completamente modificado las relaciones del Capital y del Trabajo;
cuando no haya ociosos y todos trabajemos, según nuestras inclinaciones, en
provecho de la comunidad; cuando el niño haya sido enseñado a trabajar con sus
brazos, a amar al trabajo manual, mientras su cerebro y su corazón adquieran el
normal desarrollo, no necesitaremos ni prisiones, ni verdugos, ni jueces.
El hombre es
un resultado del medio en que crece y pasa la vida. Acostúmbrese
al trabajo desde su infancia; acostúmbrese a considerarse como una parte de la
humanidad; acostúmbrese a comprender que en esa inmensa familia, no se puede
hacer mal a nadie sin sentir uno mismo los resultados de su acción; que el amor
a los grandes goces - los más grandes y duraderos - que nos procuran el arte y
la ciencia sean para él una necesidad, y segurísimos estad de que
entonces habrá muy pocos casos en los que las leyes de moralidad inscritas en
el corazón de todos, sean violadas.
Las dos
terceras partes de los hombres hoy condenados como criminales cometieron
atentados contra la
propiedad. Estos desaparecerán con la propiedad individual.
En cuanto a los actos de violencia contra las personas, ya van disminuyendo
conforme aumenta la sociabilidad, y desaparecerán cuando nos las hayamos con
las causas en vez de habérnoslas con los efectos.
Cierto es
que en cada sociedad, por bien organizada que sea, habrá algunos individuos de
pasiones más intensas, y que esos individuos se verán de cuando en cuando
impulsados a cometer actos antisociales.
Más esto
puede impedirse, dando mejor dirección a aquellas pasiones.
En la
actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario -esa
muralla del individuo contra el Estado- nos ha conducido a un individualismo
egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos
encontramos sino ocasionalmente; nuestros puntos de contacto son excesivamente
raros.
Pero hemos
visto en la historia, y seguimos viéndolos, ejemplos de una vida común más
íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades
agrarias, son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos
a otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en
los órdenes moral y material.
La vieja
familia basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los
hombres se verán obligados a conocerse y ayudarse, a apoyarse moralmente en
toda ocasión. Y este apoyo neutro bastará para impedir la masa de actos
antisociales que hoy se cometen.
– Y, sin
embargo -se nos dirá- quedarán siempre individuos -enfermos si
queréis- que serán un peligro constante para la sociedad. ¿No sería bueno
desembarazarse de ellos de un modo o de otro, o por lo menos impedir que
perjudiquen a los demás?
Ninguna
sociedad, por poco inteligente que sea, conciliará este absurdo. Y he aquí por
qué:
Antiguamente,
los alienados eran considerados como seres parecidos al demonio, y se les
trataba como a tales. Se les tenía encadenados en lóbregos sótanos, en argollas
adheridas a la pared, cual si se tratase de fieras. Vino Plinel, un hijo de la Gran Revolución,
y se atrevió a quitarles las cadenas y aun a tratarles como a hermanos. ¡Os
devorarán! - gritábanle los guardianes. Pero Plinel se atrevió. Y
los que todos creían fieras, agrupáronse en torno de Plinel, a quien probaron
con su actitud que había tenido razón al suponer que en ellos dominaba la parte
mejor de la naturaleza humana, aun cuando la inteligencia estuviese llena de
sombras, efecto de la enfermedad.
En lo
sucesivo, la causa de la humanidad triunfó en toda la línea; se cesó de
encadenar a los alienados.
Desaparecieron
las cadenas. Pero los asilos -esa otra forma de prisiones- subsistieron; y
dentro de aquellos asilos se desarrolló un sistema tan malo como el de las
cadenas.
Entonces,
los aldeanos -sí, los aldeanos del pueblecillo belga de Gheel, y no los
médicos- hablaron cosa mejor. Dijeron: Enviadnos vuestros alienados; les
daremos libertad absoluta. – Y les hicieron formar parte de sus familias;
les dieron un sitio en sus mesas, una herramienta con que trabajar en sus
tierras, y les dejaron tomar parte en los bailes campestres de la juventud de
aquellos lugares. ¡Comed, trabajad, bailad con nosotros! ¡Corred por los
campos, sed libres! Este era todo el sistema, toda la ciencia del aldeano
belga.
Y la
libertad hizo un milagro. Aun aquellos que tenían una lesión incurable
tornábanse dulces, tratables, miembros de la familia como los demás. El cerebro
enfermo trabajaba de un modo anormal; pero el corazón era el corazón de los
otros seres humanos.
Se oyó la
palabra milagro; se atribuyeron las curaciones a un santo, a una virgen.
Pero esta virgen era la libertad; este santo era el trabajo de los campos, el
tratamiento fraternal.
El sistema
tiene discípulos. En Edimburgo se me dio el placer de presentarme al doctor
Mitahell, un hombre que ha dado su vida por aplicar el mismo régimen libertario
a los alienados de Escocia. Tuvo que vencer prejuicios; se luchó contra él,
empleando los mismos argumentos que hoy se emplean contra nosotros; pero él
venció. En 1886, unos 2.200 alienados escoceses gozaban de libertad, hallándose
establecidos en familias privadas, y comisiones de sabios, que habíanle
estudiado, elogiaban el sistema. ¡Ya lo veo! Ninguna medicina fuera capaz de
competir con la libertad, con el trabajo libre, con el tratamiento fraternal.
En uno de
los límites del inmenso espacio entre la enfermedad mental y el crimen,
de que Mansdley nos habla, la libertad y el tratamiento fraternal hicieron un
milagro. Lo propio harán en el otro límite; en el que se coloca actualmente el
crimen.
La prisión
no tiene razón de ser. Y todos los que aquí estáis, sentís lo mismo que yo;
porque si a los padres y a las madres que veo preguntara quién sueña para su
hijo un porvenir de carcelero, ni una sola voz me respondería. Cualesquiera que
sea el sueño del padre y de la madre, no llegarían a desear para su hijo una
colocación de guardián de presos, de verdugo...
Y en este
desprecio está la condenación absoluta del sistema de las prisiones y de la
pena de muerte.
En la
actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez
puede hacer carcelero o verdugo a un miserable salariado. Pero si el juez
hubiera de vigilar a sus condenados, si hubiera él de matar a los que manda
aplicar quitar la vida, seguros estad de que esos mismos jueces encontrarían
las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte.
Y esto me
hace decir una palabra respecto al asesinato legal, que denominan pena capital
en su extraña jerga.
Este
asesinato no es sino un resto del principio bárbaro enseñado por la Biblia,
con su ojo por ojo, diente por diente. Es una crueldad inútil y
perjudicial para la sociedad.
En Siberia,
donde millares de asesinos se hallan en libertad después de haber cumplido su
condena -o sin haberla cumplido, porque a millares huyen los presos en las
selvas siberianas-, se encuentra uno tan seguro como en las calles de una gran
ciudad. En Siberia, donde se conoce de cerca a los asesinos, generalmente son éstos
considerados la mejor clase de la población. Veréis al ex asesino sirviendo de
cochero particular, y notaréis que la madre confía sus hijos a un hombre que
fuera desterrado por matar a otro. Cosa de notar es que el parricida irlandés
Davitt, que conoce muy a fondo las prisiones inglesas, sintió la misma
impresión. Los asesinos que encontrara eran tan considerados como los hombres
más respetables en las prisiones. Y esto se explica. Hablo, evidentemente, de
los que asesinaron en un momento de arrebato; porque los asesinatos combinados
con el robo, son pocas veces hijos de la premeditación; en su mayoría son
accidentales.
Por
numerosas que sean las ejecuciones de los revolucionarios en Rusia (más de 50
desde 1879), la pena de muerte no se impone en dicha nación por los delitos de
derecho común. Fue abolida hace más de un siglo; y el número de asesinatos no
es mayor en Rusia que en el resto de las naciones europeas: por el contrario,
es menor. Y en ninguna parte se ha notado que el número de asesinatos aumente
cuando la pena de muerte es abolida. Luego la tal pena es una barbarie
absolutamente inútil, mantenida por la vileza de los hombres.
Sé que todos
los socialistas condenan la pena de muerte. Pero entre los revolucionarios que
no son anarquistas se oye a veces hablar de ella como de un medio supremo para
purificar la sociedad; he conocido jóvenes que soñaban con llegar a ser unos
Fouquier-Tinville de la Revoluci6n Social, que se admiraban de antemano
hablando a un tribunal revolucionario, y pronunciaban con gesto estudiado las
clásicas palabras:
– Ciudadanos,
pido la cabeza de Fulano.
Pues bien;
para anarquista convencido, semejante papel sería repugnante. En lo que a mí se
refiere, comprendo perfectamente las venganzas populares; comprendo que caigan
víctimas en la lucha; comprendo al pueblo de París cuando, antes de echarse a
las fronteras, extermina en las prisiones a los aristócratas que preparaban con
el enemigo el fin de la Revolución; comprendo lo de la Jacquerie,
y al que censurase a ese pueblo le haría esta pregunta:
– ¿Habéis
sufrido como ellos, con ellos? Si no es así, tened, al menos, el pudor de
guardar silencio.
Pero el
procurador de la República pidiendo tranquilamente la cabeza de un ciudadano
rodeado de gendarmes y confiando a un verdugo, pagado a tanto por operación, el
cuidado de cortar aquella cabeza, ese procurador es para mi tan repugnante como
el procurador del rey, y le digo:
– Si
quieres la cabeza de ese hombre, tómala. Sé acusador, sé juez, si quieres; ¡mas
sé también verdugo! Si te limitas a pedir la cabeza, a pronunciar la sentencia;
si te apropias el papel teatral y abandonas a un miserable la faena de la
ejecuci6n, no eres sino un ruin aristócrata que se considera superior al
ejecutor de sus sentencias. Eres peor que el procurador del rey, porque de
nuevo introduces la desigualdad, la peor de las desigualdades, después de haber
hablado en nombre de la igualdad.
Cuando el
pueblo se venga, nadie tiene derecho a ser juez. Sólo su conciencia puede
juzgarle. Pero, al procurador que quiere hacer asesinar fríamente, con todo el
aparato abyecto de los tribunales, una cosa tenemos que decirle:
– No te
hagas el aristócrata. Sé verdugo, si es que quieres ser juez. ¿Hablas de
igualdad? ¡Pues igualdad! ¡No queremos la aristocracia del tribunal junto a la
plebe del cadalso!
Resumo. La
prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario,
aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto
como se quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como
el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en
sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe
desaparecer.
Es un resto
de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico; y el primer deber de la Revolución
será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza
humana.
En una
sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales trabajen
para todos, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan
mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no
podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será
ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la
sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus
malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo honrado y práctico será
siempre el trato fraternal, el sostén moral, que encontrarán de parte de todos,
la libertad. Esto
no es utopía; esto se hace ya con individuos aislados, y esto se tornará
práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los códigos, que
todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos
antisociales, de nuevos crímenes.